Mariel Pardo. Hasta dios en camello. Buenos Aires, 2014. 108 pp.
Hasta dios en camello (2014), de Mariel Pardo, se inserta en una tradición literaria antigua y a la vez actual: el relato de viaje. El libro despliega un abanico de variaciones obsesivas en torno a un motivo recurrente: aunque los protagonistas de las narraciones no se desplacen en camello sino en aviones que aterrizan en despersonalizados aeropuertos, en sus tránsitos reverbera la idea del viaje como desértica caravana sin fin en busca de lo perdido. Animados por la ilusión de un encuentro –o reencuentro– con un ser amado y distante, como modernos Odiseos en pos de Ítaca los personajes –todos ellos argentinos–emprenden periplos que son, paradójicamente, proyección hacia lo desconocido y movimiento de retorno.
El lector acompaña estas travesías que siempre son urbanas; cada relato descubre una ciudad distinta –que “se abre como una carta”, según adelanta el epígrafe de Norah Lange que principia el volumen–, con sus olores, rarezas, alegrías y desasosiegos: Moscú, París, Doha, Londres, Río de Janeiro, Dubai, Roma, San Petersburgo, San Francisco y al fin, Buenos Aires. Ellas despiertan en el personaje que las recorre su imaginario biográfico y cultural (una antigua canción de cuna, algún verso insigne del rock argentino y flashes del cine de Hollywood que vuelven a la memoria como en una escena de Puig). Por otra parte, y en esto conviene centrarse, los hombres y mujeres que transitan estas grandes urbes proyectan sobre ellas los ojos del turista –despreocupado, curioso, ingenuo, extrañado y a veces también reticente frente a las costumbres locales– pero sin perder de vista que su itinerario no responde a los imperativos del consumo. Porque si han llegado hasta ahí es por otra razón: a la mirada gozosa y dispersa del tourist se impone la del rastreador ávido y un poco perdido, y esta tensión marca la tónica de cada texto. Como dice uno de los narradores: “quien busca percibe muy poco de lo que considera ajeno al objeto de su indagación. [...] Quien explora se pierde en su búsqueda vertiginosa y termina confundido en el vacío que provoca su propia avidez” (p. 79). La ciudad desconocida se convierte, de este modo, en un mapa donde los pasos anónimos y solitarios del viajero cobran sentido no tanto –no fundamentalmente– por el deleite de “conocer el lugar” sino por la esperanza de encontrar aquello que (se) oculta (en) la trama citadina.
Las ciudades componen una constelación claroscura; algunas son luminosas y otras se ciernen sobre los protagonistas como “un collage fantasmagórico e inseguro” (p. 102). En cada una de ellas alienta la esperanza de encontrar un padre, una hermana, una niñera francesa, un amor perdido para siempre, la respuesta a una duda antigua y punzante o acaso al mismo dios (el “Diez”, como diez son los relatos que integran el libro) que reside en Dubai y entrena al equipo de fútbol local. Por eso la travesía hacia un espacio otro es, asimismo, hacia un tiempo y espacio propios; los paisajes distantes y convencionales como postales se colman de sutiles pero constantes evocaciones íntimas. Si en tanto búsqueda personal el viaje halla su justificativo en la identidad del sujeto, no deja por eso de ser un “camino de ida” abierto al acontecer y el devenir, a la alegría, el espanto, el descubrimiento, la decepción. El personaje nunca es el mismo al emprender la vuelta, de modo tal que cada trayectoria conlleva una transformación a partir del encuentro con lo diverso (que puede ser, como diría Friedrich Wolfzettel, lo ajeno, pero también lo propio perdido y recobrado).
Las búsquedas por tierra extranjera nacen del deseo y la memoria. En la interioridad del viajero un recuerdo fantasmático pugna por concretizarse en un cuerpo presente, y esta obsesión impulsa la acción narrativa. En tal sentido, no resulta casual que varios de los relatos incluyan visitas a famosos museos históricos (Museo de la Revolución en Moscú, Museo Británico en Londres, Museo del Ermitage en San Petersburgo, entre otros), es decir, lugares fuertemente evocadores del pasado. Los protagonistas de estas narraciones recorren las salas donde se exhiben, indiferentes, las colecciones, pero una vez más, la distendida mirada del paseante es tensionada por la pesquisa personal: el museo no es tanto un punto de llegada –una meca para la cultura del turista– como otra escala de la peregrinación en pos del (re)encuentro con el tiempo y los seres perdidos.
Dos relatos se apartan del tópico de la travesía como búsqueda: “Manjar del diablo” –en el que resuenan los ecos pavorosos de un célebre texto de Horacio Quiroga– narra un viaje que se transforma en lesión, experiencia sobrenatural que pone en riesgo la vida de la protagonista atrapada en un extraño rito de ingestas prohibidas y plantas exóticas. “El retorno” –factible de ser leído como reescritura de “Lejana”, de Julio Cortázar– cuenta la historia de un actor famoso que vuelve, tras muchos años, a su Buenos Ares de origen, percibida ahora como un espacio brumoso y fantasmal. En esta narración que, de modo significativo, cierra el volumen, se produce una curiosa inversión: aquí no es el personaje el que busca a alguien en la ciudad sino que es la ciudad quien va tras él, lo asedia, lo invade y se lo apropia, convirtiéndolo en otro, clausurando toda posibilidad de partida.
A nivel de los procedimientos constructivos, el conjunto de los textos se caracteriza por la yuxtaposición de voces, planos y secuencias narrativas, así como también por el entramado cuidadoso de una exterioridad siempre pródiga en atractivas descripciones de las distintas ciudades con un trabajo sutil en torno a la interioridad de los personajes. Temor, culpa, hastío, alegría y desconcierto, entre otros tantos sentimientos, escanden los pasos de los viajeros por la terra incognita a donde los han llevado su deseo y sus fantasmas. Por su parte, los relatos “Manjar del diablo”, “El retorno” y “Un café llamado adiós” se instalan con éxito en el género fantástico convirtiendo el viaje en una experiencia de carácter sobrenatural.
César Aira sostiene que la literatura de viajes está en decadencia debido a que los viajes del presente no conllevan los mismos inconvenientes que caracterizaban a los del pasado y que justificaban el placer de la excursión y su ulterior relato. Yo objetaría que las vicisitudes del viajero no se han extinguido en esta época y que, aunque así fuera, existen aún buenas razones para narrar esa experiencia. Los personajes de Mariel Pardo apuntalan mi observación: para ellos encontrar lo que se busca es siempre un excelente motivo para partir hacia lo desconocido y volver para contarlo. Aunque la pesquisa desemboque a veces en decepción, aunque la travesía en desértico camello, al igual que todo deseo, nunca alcance la soñada estrella que lo orienta.
· Aira, César. “El viaje y su relato”. Diario El país, sábado 21 de julio de 2001.
· Wolfzettel, Friedrich. Les discours du voyageur. París, Presses Universitaires de France, 1996.
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