METALITERATURA

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El roce tenue de una mirada

6/6/2018 Interesante

Diminuto verde de María Claudia Otsubo, Vinciguerra, Buenos Aires, 2018, 95 pp.

 

La lectura es una cuestión de la óptica, de la luz, íntimamente relacionada con la física.

 

Por:   Ferro Roberto
 

Todo lector, sabiéndolo o no, lleva consigo un aparejo con una amplia variedad de lentes. Dispuesto a leer Diminuto verde de Claudia Otsubo mi elección fue comenzar con una lectura de sobrevuelo, entonces, elegí usar unos binoculares; luego, para una visión en íntima cercanía, una visión que pudiera enfocar el “diminuto” y la microcopia de las líneas de los versos, me serví de una lupa.

En el sobrevuelo  instalé a Diminuto verde  en el vasto territorio de la escritura de Claudia Otsubo. Territorio atravesado por la temporalidad, la escritura vista en sobrevuelo es siempre un yacimiento inestable.

Los primeros libros de Claudia fueron narraciones: De esto se trata, cuentos, 2001; Mujeres al sol, sábanas al viento, cuentos, 2008;  En distintas direcciones, con otras autoras, cuentos, 2011. En 2012 aparece su primera novela Kawanabe, que supone un punto de inflexión en su escritura, los posibles narrativos y los posibles líricos que constituyen el relato establecen una tensión que derivará en 2016 en la publicación de dos volúmenes, Respiración involuntaria, poemas, y Memoria de un roce, cuentos.

En Diminuto verde es posible, mi lectura de sobrevuelo me habilita para esa tentativa, señalar una imagen lírica que atraviesa los poemas: el viaje, el tránsito, la transfiguración.

El viaje consiste exploraciones que, desde luego, no se reducen al mero registro, esto es, a descripciones escénicas sino se dicen en hondura, como en un viaje interior, viaje sentimental o temperamental que se despliega en simetría con el viaje interior. Cuando digo viaje también digo tránsito y transfiguración.

Memoria de un roce reúne tres cuentos: “Amalfi”, “Budapest” y “Bratislava”, la alusión literal al viaje ya se anuncia desde los títulos. En Kawanabe una mujer realiza un viaje para conocer el lugar donde nació su padre, en uno de los capítulos finales, alguien le comenta: “Lo que su padre escribió es un poema” en Diminuto verde uno de los epígrafes es un poema de Enrique Otsubo de 1951, que dice “en dos hermosos ojos/brillantes como esmeraldas”,  

El envío de la novela al libro de poemas es un viaje y una transfiguración entre las voces narrativas y las líricas. En una entrevista Claudia Otsubo comenta que el título del libro se debe a que alguien, mantiene el secreto de su identidad, le ha dicho alguna vez que en sus ojos hay un “diminuto verde”, acaso ese tránsito será el que va de la metonimia de esmeralda a verde. De su mirada anunciada por Enrique Otsubo a la mirada de Alida Valli que desdoblada en su personaje Anna Schmidt, mira por la ventana y es mirada y ad-mirada por Joseph Cotten desdoblado en Holly Martins, que lee los poemas de Diminuto verde desdoblado en este lector que presenta el libro de Claudia Otsubo.

Para apreciar nítidamente  los trazos de los poemas dejé el binocular y comencé mi recorrido provisto de una lupa.

Diminuto verde se da a leer separado en cuatro secciones:    “Alida Vallí”, “Poemas de Imbassaí”, “A ellas” y “Diminuto verde”.

En la escritura de Claudia Otsubo hay una urdimbre desde la que emergen las imágenes poéticas. La sensualidad de las voces líricas se asientan tanto en la visión como en el tacto, en ese entrecruzamiento he leído los poemas de Diminuto verde.

Las voces líricas inscriben el tacto en una suerte de visibilidad posible o sus posibilidades de mirada son el tacto.

En el tacto hay una percepción del cuerpo externo y la sensibilidad del propio cuerpo que es percibido. En cambio, en la visión el ojo que mira no aparece a sí mismo en la percepción. Contradiciendo estas observaciones sobre esa distinción, en Diminuto verde las voces líricas que dicen los poemas figuran las miradas como contactos y no como  ejercicios de visión. Las miradas perciben como si estuvieran tocando lo que ven. El cuerpo percibido entra en relación inmediata con el cuerpo que percibe:

“¿Ves/esta gota/que de mi mano/se desliza?” (82); “Ya la mano/se estira./ Su espalda/ frente/ a mis ojos/es un lienzo/ y por él/ deslizar/ quisiera,/palabras o trazos/ tal vez,/una caricia/que evoque/ el instante/ irrepetible.” (67-68)

En los poemas de Claudia Otsubo los cuerpos se nombran desnudos: “En la mañana, te desnudas, por completo” (9);  “Hoy no se ha abierto/la ventana aquella/y es un ojo ciego/la pared desnuda” (11)

Esa desnudez se ofrece al encuentro, esa exposición de los cuerpos alienta la caricia: “Un manto eterno/se despliega/como una caricia” (72)

La caricia es una aproximación sin fin. Esa aproximación que enfrenta las superficies tiene vocación de profundidad, ajena a todo ejercicio de dominio.

Otsubo inventa miradas que se tocan. Una mirada/tacto precisa que haya una firme renuncia a la apropiación a la dominación.

Su escritura toca mientras ve para permitir que el otro surja en toda su diversidad. No hay dominio, hay comunidad.

 

La primera sección de Diminuto verde “Alida Valli” me lleva  al poema “Morirá dos veces”, que dice “Las calles en ruinas/silencio de muerte/observan en Viena/los ojos tan tristes” (22)

Como ya anticipé, lo primero que debía buscar como lector era el gesto inicial de desdoblamiento lírico que surge nítido en ese poema, se me impone, entonces, el desplazamiento  hacia Holly Martins, el personaje interpretado por Joseph Cotten en El tercer hombre. Aceptar el desafío del texto, transfigurarme. Tenía dos motivos para fundamentar esa jugada, el primero, estaba relacionada con el tono de esa voz, atravesada por el asombro ante los enigmas;  y el otro, era porque ella, el perfil de ella, me había sacudido como un destello, y  esa luminosidad había impreso la imagen de Anna Schmidt, la mujer encarnada por Alida Valli en la película de Carol Reed, que había deslumbrado desde el primer momento a Holly  Martins.

Escribir es hacer un pequeño homenaje, un formal ritual para retener algo en la memoria, porque no hay trazo sin recuerdo. Toda escritura es  un tránsito hacia  la memoria (Memoria de un roce). Lo que me preocupa mientras voy tejiendo simetrías, en verdad digo empatía, entre ella y Helene Cixius. El punto de encuentro es la heterogeneidad, el hibridaje, el margen y los modos en que nuestra biblioteca se va poblando de simetrías.

Su mano deja resbalar la cortina, el horizonte comienza donde se definen nuestros límites; ir hacia el extremo de sus límites es entonces llevar el lenguaje a su más alto grado de tensión. Lo indecible no aparece más que en la frase consumada, que ha sabido sacar lo mejor de sí misma, como lo desconocido nos aparece en lo más secreto, es decir, en lo más lejano y lo más próximo del ser.
Finalmente la he percibido y me quedo prendado de su aparición, esa es la imagen, el centro inestable de un espiral en continua inquietud, que como una zona de oscuridad, una espesura de sombra brilla con una fuerza incandescente, ella ha nombrado la palabra movimiento que estará en el corazón maldito de mi lectura.

Mientras leía el poema, por primera vez las ondas de su cabello han enmarcado su rostro, las manos se aferran al papel con la tenacidad de un náufrago. Esa voz me ha alejado de la ventana, ha condenado al olvido la agitación exterior y en algún momento ha dicho, a veces se oye de golpe el silencio.

 

En una crónica “Literatura infinita” de Claudia dice:

“Por lo tanto, hay en la lectura también una instancia de búsqueda, casi detectivesca. Una indagación que parte de una intuición, ya que no necesariamente se lee como crítico. Ese pararse frente a la escritura (la propia y la del otro) y tener la posibilidad, por ese ejercicio de poner en movimiento nuestra biblioteca, de reconocer la marcas o la huellas que antecede al propio texto que tenemos entre manos, es lo que le da infinitud al acto literario […] En otros ejemplos la nueva palabra escrita se roza con una anterior sin señalamientos aparentes[…] Quizás por eso se sigue escribiendo. Cuando como una luz se enciende para el lector esta pista -de otra lectura- se produce una pausa interior que detiene el andar del ojo sobre la línea. Es entonces cuando el texto hace hondura. Ocurre también con la música, con la pintura, con el arte. Ocurre en la literatura, y la intertextualidad habla de su maravillosa infinitud.”

 

Esas notas me abrieron paso para retomar los poemas del volumen y leerlos como si fueran una cita imaginaria, con todas las variaciones de sentido de la cita, encuentro entre textos, encuentro entre personas, encuentro entre la mano que escribe y el ojo que lee.

Edward Hopper continuó trabajando dentro de un mismo estilo durante toda su vida, refinándolo y perfeccionándolo, sin abandonar jamás sus principios básicos. La mayoría de las obras tienen como escenario el estado de Nueva York o Nueva Inglaterra; tanto los paisajes naturales como los urbanos son sencillos e íntimos: calles desiertas, cafés, teatros medio vacíos, estaciones de gasolina, vías de ferrocarril, hoteles. Acaso si tuviera que provocar la memoria me referiría a alguna de sus obras más conocidas, sin mencionar una en particular diría, por ejemplo lo siguiente: su pintura muestra un café por la noche, con unos pocos clientes que no se hablan, bajo una despiadada luz eléctrica. Sobre esa textura una poeta argentina, muchos años después traza su travesía de escritura. El escenario de sus textos suele ser otro, más próximo al margen en el que se penetran mutuamente la playa  y el mar; pero los posibles líricos  comulgan, la soledad, lo horizontes despojados. Pero también hay un repertorio de imágenes de los espacios interiores, en particular de la cama, territorio de privilegiado del fuera de lugar. En cada textura hay un matiz que los aproxima más aún, en los lienzos de Hooper y en los poemas de Claudia Otsubo un componente dominante se disemina sin fin: el silencio.

“La mirada/se silencia/como el mar/ resto en la orilla.” (30)

Hopper  nació el 22 de julio de 1882 en Nyack, estado de Nueva York. María Claudia Otsubo vive en Buenos Aires.

Una voz poética traslada su mirada desde la textura pictórica a la mirada del lector.

Las voces líricas de los poemas me permiten especular que la subjetividad está en las acciones poéticas y aparece, en segunda instancia, en las gestiones o iniciativas verbales concretas que tienden a o producen la subjetivación o, lo que es lo mismo, que configuran el plano externo, por decir así, de la subjetividad entendida como imprescindible. En ese sentido, podemos pensar en procedimientos de subjetivación en los poemas de Otsubo y, por lo tanto, aprovechar lo que en primer lugar la estilística ha producido para abordar estas cuestiones, a saber una gama de análisis de tales procedimientos; menciono uno de los más conocidos que cifran sus textos: mostrar no las cosas sino la representaciones de las cosas desde un lenguaje diferente al de su consistencia específica: elegir lo único, lo que no se parece a nada como tema o como tópico o como vivencia.

“El silencio/ perdido./Tazas de café/voces de niños/ y el nombre/del hombre/que ocupa un sitio/en mi cama.(84)

            Mi mirada se ha plegado a las líneas mismas de los poemas de Claudia Otsubo que nombran los horizontes, los bordes, las orillas que como puntos de fuga se trazan en las pinturas de Hopper. Mi mirada ha sido atravesada y arrastrada en todas direcciones. Esto que digo, hoy y aquí, esto que trato de exponer con algún grado de nitidez. Es, como todo trazado cartográfico, un intento de dominar  lo indefinido de la letra impresa imponiéndole un diseño de lectura, ése es el fundamento que explica la construcción de una imagen que duplica, en un emblema gráfico, el sentido. La imagen  a la que me refiero, no es bidimensional a la manera clásica de los mapas, sino que pretende traducir en marcas lineales un espacio volumétrico. Su configuración, necesariamente reducida, incluye márgenes que forman un marco. El resultado se asemeja, quizás, a un espacio de experimentación gráfica articulado en la tensión inestable entre la decibilidad, siempre vacilante, y los perfiles aleatorios de la topografía, los cuales, al no constituir  nunca un afuera del texto absoluto desbaratan toda instancia de inmanencia ideal, no hay un exterior absoluto del texto sino bordes que se pliegan  en bordados virtuales. El texto  y mi  mirada dicha como cartografía posible erran buscando qué lee la mirada de Otsubo cuando se cruza con la mirada de Hopper sobre la mirada de sus figuras que se deslizan en sus pinturas hacia un más allá del espacio representado; en los límites de esta operación especulativa se atraen  todos los predicados mediante los cuales se asegura la emoción desligada de todo sentimentalismo provocativo y altisonante.

 Creo haber descubierto una posibilidad de nombrar ese movimiento de deslizamientos proteicos de una mirada sobre otra: la disposición de los artificios de apertura y de cierre no son estables ni definitivos. La no clausura de texto se articula  y mueve sobre  goznes de ejes libres,  la lógica que autoriza el cierre o la apertura es la misma que abre la biblioteca y la galería de pinturas, el borde es el pasaje del interior al suplemento.

            La visibilidad no concierne a una lucidez general que ilumina objetos preexistentes;  está conformada de inesperados resplandores, intervalos en los que el sentido se esfuma y/o se hace emblema, se difunde y/o se condensa, distribuyendo lo visible y lo invisible, constituyendo la vacilación lábil y persistente del sentido, no como un símil de la fotografía, una remisión a  una imagen paralizada, sino como una sucesión alucinada de fulguraciones, una arqueología que se hace con algo más que con restos trascendentes, una arqueología de la inscripción en el cuerpo, territorio desmesurado en términos de memoria. El cuerpo es la extensión de una memoria cribada de olvidos. Una memoria discontinua, un territorio asediado por la bruma, la distancia, los cerrojos, el terror, la abulia de la rutina, la irrupción erótica.

            La luz, la mirada, la palabra, la imagen, el sentido. Sobre esos territorios inciertos se traza la poesía de Otsubo.

            La luz oscura de un vaso de vino o de un café cargado en las que su palabra poética se detiene es un campo de intensidad en el que se entrelazan y divergen múltiples imágenes. Ninguna de ellas – la luz, el claroscuro de las sombras, el insomnio, la ebriedad, la dulzura agria de abandonarse a la soledad- es reductible a una sencilla representación; mucho menos es posible semejante reducción a medida que la figura se estratifica más y más y se complica semánticamente.

            La luz se oscurece.

La luz se oscurece y al mismo tiempo se debilita; solamente así Otsubo logra la resonancia con Hopper, sólo lamiendo el sopor, que no es pérdida de la conciencia, lamiendo e imaginando el estado de ebriedad no como exaltación ni letargo sino, ante todo, porque se parece a la lucidez de la tristeza.  El elemento solar, devino abismo, decae, (los dioses ya se han ido), lo exagerado de la luz se debilita.

El ojo tiene una doble tarea la de ser, por un lado, el órgano de la vista y por el otro, la sede en la que el alma se manifiesta de la manera más simple. Otsubo  en su escritura acerca el ojo del pintor que se pliega al pulso que sostiene el pincel hasta plegarlo al ojo lee lo que escribe la mano poniéndolo en complicidad con el ojo futuro que leerá; los pasajes entre esas miradas y esos trazos están inscritos en la letra de sus poemas. El valor de un texto no se mide por la repercusión que alcanza en el momento de su aparición, el tempo de la poesía, cribada de silencios momentáneos suele terminar abruptamente como una bengala de magnesio estalla en el cielo nocturno y ya no se olvida, porque su fugacidad es fáctica pero su permanencia está ligada a la memoria originada en los ojos, más tenaz y persistente que otras formas de yacimiento del pasado en nosotros.

Los poemas son el lugar de la cita, el lugar del encuentro del pintor y la poeta.

El valor de un texto no puede ser calculado, aunque si entre-visto. Sus poemas para un lector amante de la palabra poética, para un lector formado en las modulaciones de la escritura literaria, para un lector que intenta aproximarse a la multiplicidad de sentidos de los poemas de Otsubo, para ese lector sus textos no depende de los vaivenes del mercado sino antes bien de la búsqueda de los lectores en la diferencia. Por eso imagino que el diálogo en silencio entre Edward y Claudia se prolonga en la proliferación de las imágenes que se están donando mutuamente.

 

Debo confesar que por un oscuro deseo de remate artístico voy a volver a Diminuto verde, hay otras tentativas posibles, hay una gran diversidad de lentes en mi aparejo, los poemas de Claudia Otsubo son una constante provocación para que mi mirada los roce, los acaricie, en busca de sentidos siempre otros cada vez.

Roberto Ferro

Buenos Sires, Coghlan, junio de 2018.

Fotos del encuentro: CLIC AQUI

 

Video completo de la presentación: https://youtu.be/v9EudiL-bas

 

 

 

 

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