METALITERATURA

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El otro libro para el lector

12/12/2013 Interesante

Hay, en todo libro, una zona de oscuridad, una espesura de sombra que no se puede evaluar y que el lector descubre poco a poco. 

Por:   Ferro Roberto
 

 

Hay, en todo libro, una zona de oscuridad, una espesura de sombra que no se puede evaluar y que el lector descubre poco a poco. El lector siente que allí se encuentra el libro real en torno del cual se organizan las páginas que lee. Este libro, enigmático y revelador a la vez, se oculta siempre, nunca se presenta plenamente. Sin embargo sólo la intuición que el lector ha podido tener de él le permite abordar la obra en su verdadera dimensión; es gracias también a esa intuición que puede juzgar si el quien ha escrito se ha acercado efectivamente o, por el contrario, se ha alejado la búsqueda  de sentido que ha anhelaba escribir.

            La prolongación de un libro es lo que supera toda tentativa de escritura; eso que un libro ulterior y el lector son llamados a completar. Es la vida misma del libro en lo que la escritura de Liliana Céliz trabajaba de manera obsesiva.

            Todo escritor pone constantemente en cuestión, en preguntas, el mundo. Invitándonos a leerlo, el escritor crea una urgencia, nos presiona. En ese sentido el lector es un privilegiado: leer es, de alguna manera, poner en cercanía todo lo que es distancia. Se podría llegar a decir que, mientras nosotros leemos, el mundo espera. 

Los  poemas de A los que fueron pájaros de Liliana Céliz  dan a leer con nitidez, incluso con absoluta certidumbre y total impudicia, una voz lírica que se dice desde un cuerpo de mujer. En el entramado de sus versos se asoma, de tanto en tanto, la carne sugerida, aludiendo a la presencia o la ausencia de cuerpos que deberían haber permanecido unidos, pero ese vínculo tan sólo ha tenido la fugacidad que culmina con el vuelo de los pájaros… los que bailaban se han ido todos a parar bajo el puente…, se hace arduo y doloroso aceptar que lo que en un momento produjo la dicha, luego sea fuente de desazón; se hace insoportable que la carga de pesar reside en la dimensión inexpresable de una fusión feliz pero efímera. El sentimiento amoroso, que provocó la luz deslumbrante del conocimiento y de la pasión, al desaparecer deja como residuo la experiencia devastada de la fugacidad porque apenas dura lo que dura una pasión.

            Los poemas de Céliz parecen proclamar que escribir es un mandato imperioso, que la instancia de no escritura nos coloca a una distancia desmesurada del abismo; entonces el silencio, la parálisis de la escritura impone el sentimiento desolador de no ir a ninguna parte, como si más allá de los trazos no fuera posible un aquí de la página en blanco. Este aquí en el que reside la nada, no podría salvarme de la desolación, puesto que no es , en cierto modo, más que el no decir de esa nada. De ese modo escribir el atravesar la nada con el trazo de la letra. Escribir sería una tarea imposible si se ignora ese imperativo.

            La utopía política es una forma de amor …esclavos y asesinos yo me quedé mirando y escupiendo…; del recuento de los poemas, emerge una voz  que se va configurando en torno de algunos trazos indelebles: amor y pasión, pero también desesperanza, cansancio y dolor ineluctable; como dos caras inseparables de la misma moneda amor y dolor se interpenetran incesantemente. Esta poesía, muchas veces al borde de la desolación, se despliega en una conjunción entre el decir y las resonancias de los silencios que asedian cada palabra.

            La voz poética de Liliana Céliz en  A los que fueron pájaros es una elección entre la vida y el vacío de la muerte; la experiencia de la escritura en sus poemas es inseparable del silencio que se impregna de desierto en el blanco de la página que los acompaña.

            Carnes que flotan como cuerpos/ (el mar o capturar el fondo como verbo)/el tiempo en refracción exacta del suceso/la muerte es joven… la rebeldía se vuelto interrogación, el carácter de desgarro del decir se erige en una extensa forma metafórica centrada en  la oquedad, una forma que resiste y que continúa erecta en búsqueda de una victoria sobre la nada del olvido, una exploración sobre la memoria de los muertos y de los amantes inciertos.

La forma moderna de la utopía aparece ciertamente como lo opuesto a la atopía del peregrino.  Busca la superación plena del nomadismo. Y sin embargo la soledad se revela una vez más como relación esencial: sin la decisión de Ulises con respecto a toda tierra firme, sin la indiferencia soberana de los grandes peregrinos por todo lugar que no sea símbolo de la meta, sin su manía de buscar ese único punto su epopeya sería vacua. Para los náufragos modernos al enfrentar el peligro del mar la navegación es una forma de iniciación.

Me refiero a Ulises como cifra de una memoria puesta en el futuro, en cambio la utopía perdida que se deja entrever en los poemas de Céliz,  es un retazo inasible de lo que ya no fue ni será.

            En los poemas de A los que fueron pájaros reverberan vastos rumores ininteligibles, un más allá de las palabras, que como oleadas formidables confrontan contra los indecibles en las que parecen que van a deshacerse, pero dejan la espuma brillante de sentido inasible.

            Liliana Céliz modela sus poemas en un diálogo continuo con la memoria, en el que persiste una cierta reticencia al saber de la mirada; acaso con la convicción de que una mirada que se desliza sobre el mundo no es más que una tentativa del presente, de ahí que su palabra se adentra en el tiempo ampliando las limitaciones del campo visual y afirmando una poética que insiste una y otra vez en examinar el sentido en un más allá de la mirada.

            La luz atenuada que emerge de estos poemas, ¿no retiene acaso la conciencia de la oscuridad y al ternura? La ternura nos recuerda el pudor. Es una característica “discreta”, la palabra poética es una palabra discreta, porque confiere a las cosas visibilidad, sin pretender atraparlas, ni dejarlas al desnudo, ni hacerlas por completo trasparentes; y para hacer eso no debe acercarse a ellas demasiado. Preserva justamente porque, retenido, logra mantener cierta distancia. Su hacer aparecer es el intento de mostrar las cosas garantizándoles su alejamiento y, en consecuencia, también su condición de ser invisibles. El gesto de esta escritura equivale pues, también, a un retraerse, y a una invitación hecha a nosotros sus lectores a fin de que preservemos por nuestra parte, el retraerse de las cosas. Velar significa lograr la adopción de una ctitud que es un ver sin la pretensión de captar y absorber, que es un modo difícil de contenerse y mantener distancias. Ese es riesgo que corre la ternura del pudor; es difícil mantenerse entre el cielo y la tierra, permanecer sobre la tierra sin sepultarse, alzar los ojos al cielo sin dejarse llevar, ilusionar, deslumbrar. En cada caso, hace falta practicar el arte del menos, introducir el silencio en la palabra, errar a través de la palabra.

Mi mirada ha sido atravesada y arrastrada en todas direcciones. Esto que digo, hoy y aquí, esto que trato de compartir con Uds. Es, como todo trazado cartográfico, un intento de dominar  lo indefinido de la letra impresa imponiéndole un diseño de lectura, ése es el fundamento que explica la construcción de una imagen que duplica, en un emblema gráfico, el sentido. La imagen  a la que me refiero, no es bidimensional a la manera clásica de los mapas, sino que pretende traducir en marcas lineales un espacio volumétrico. Su configuración, necesariamente reducida, incluye márgenes que forman un marco. El resultado se asemeja, quizás, a un espacio de experimentación gráfica articulado en la tensión inestable entre la decibilidad, siempre vacilante, y los perfiles aleatorios de la topografía, los cuales, al no constituir  nunca un afuera del texto absoluto desbaratan toda instancia de inmanencia ideal, no hay un exterior absoluto del texto sino bordes que se pliegan  en bordados virtuales. El texto  y mi  mirada dicha como cartografía posible erran buscando qué lee la mirada de Céliz posada en el fluir del mundo; en los límites de esta operación especulativa se atraen  todos los predicados mediante los cuales se asegura la emoción desligada de todo sentimentalismo provocativo y altisonante.

 Creo haber descubierto una posibilidad de nombrar ese movimiento de deslizamientos protéicos de una mirada sobre otra: la disposición de los artificios de apertura y de cierre no son estables ni definitivos. La no clausura de texto se articula  y mueve sobre  goznes de ejes libres,  la lógica que autoriza el cierre o la apertura es la misma que abre la biblioteca y la galería de pinturas, el borde es el pasaje del interior al suplemento.

            La visibilidad no concierne a una lucidez general que ilumina objetos preexistentes;  está conformada de inesperados resplandores, intervalos en los que el sentido se esfuma y/o se hace emblema, se difunde y/o se condensa, distribuyendo lo visible y lo invisible, constituyendo la vacilación lábil y persistente del sentido, no como un símil de la fotografía, una remisión a  una imagen paralizada, sino como una sucesión alucinada de fulguraciones, una arqueología que se hace con algo más que con restos trascendentes, una arqueología de la inscripción en el cuerpo, territorio desmesurado en términos de memoria. El cuerpo es la extensión de una memoria cribada de olvidos. Una memoria discontinua, un territorio asediado por la bruma, la distancia, los cerrojos, el terror, la abulia de la rutina, la irrupción erótica.

            La luz, la mirada, la palabra, la imagen, el sentido. Sobre esos territorios inciertos se traza la poesía de Céliz.

            La luz oscura de un vaso de vino o de un café cargado en las que su palabra poética se detiene es un campo de intensidad en el que se entrelazan y divergen múltiples imágenes. Ninguna de ellas – la luz, el claroscuro de las sombras, el insomnio, la ebriedad, la dulzura agria de abandonarse a la soledad- es reductible a una sencilla representación; mucho menos es posible semejante reducción a medida que la figura se estratifica más y más y se complica semánticamente.

            En la poética de Céliz se extiende una zona incierta, un espacio de oscuridad, una densidad de la sombra que se derrama excesivamente por entre las palabras; es como si junto con cada   uno de sus libros el lector se enfrentaran con otros libros no escritos, enigmáticos y arcanos, que se ocultan haciendo ostentación del misterio. Sin embargo,  cohabita en ellos un gesto de entrega a  la intuición de cada lector para producir un encuentro único, irrepetible y distinto en cada itinerario.  Los poemas de Lilina Céliz provocan impúdicamente al resto de escritura que habita en la mirada quien se anime a compartir la travesía.

El valor de un texto no puede ser calculado, aunque si entre-visto. A los que fueron pájaros para un lector amante de la palabra poética, para un lector formado en las modulaciones de la escritura literaria, para un lector que intenta para compartir con Uds. hoy y aquí su lectura como celebración, para ese lector A los que fueron pájaros no depende de los vaivenes del mercado sino antes bien de la búsqueda de los lectores en la diferencia.

 

 

 

Buenos Aires, Coghlan, noviembre de 2008.