Vanguardia y escritura, Pablo Palacio |
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Hacia la segunda década del pasado siglo, los programas estéticos de las nuevas escuelas vanguardistas coincidían en el rechazo al pasado y el culto a lo nuevo. Había, para las vanguardias, una necesidad de cambio radical, de remover el convencionalismo académico, provocar, atacar y destruir al pasado o al presente artístico inmediato a través de un doble movimiento que apuntaba a lo estético, pero también, y por ese mismo medio, a lo ético. En adelante me propongo una aproximación a Pablo Palacio (1906-1947), abogado y profesor de filosofía, pero también, y esto es lo que me interesa, narrador y ensayista ecuatoriano que hacia finales de la década del ´20, disparó con sus textos hacia un centro cultural literario dominado por el realismo social, para imponer desde los márgenes un efecto de experimentación y desintegración de lo ya establecido. No es casual, por lo tanto, que a partir de una serie de operaciones de poder ligadas a la configuración del canon literario, Pablo Palacio haya resultado silenciado, desplazado, y que la cuestión de su locura se haya transformado en una de las grandes coartadas de los críticos que le negaron el valor a su producción. La enfermedad mental y la transgresión literaria se confunden, para la crítica, durante décadas y transforman a la escritura del ecuatoriano, como a la de tantos otros escritores, en un espacio de exclusión e imposibilidad de producción de verdad alguna. Afortunadamente, los límites que había trazado la cultura y que habían desplazado a la región del sin-sentido a los textos de Pablo Palacio, se han replanteado. Con el tiempo, su obra se ha ido recuperando para ser colocada, nuevamente, en el plano de la producción crítica, estética y política. Intentaré señalar, en adelante, por qué es posible afirmar que “El antropófago” (1926), “Un hombre muerto a puntapiés” (1929) y Débora (1929) nos convocan en este sentido. En Débora el narrador acusa y rechaza al realismo tradicional: “la novela realista engaña lastimosamente. Abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da una continuidad imposible, porque lo verídico, lo que se calla, no interesaría a nadie”. Pero la denuncia no vale únicamente para una tradición literaria que defiende una continuidad en la forma narrativa y una estructura de relato sostenida sobre la base de relaciones de causa y consecuencia, sino también para un modo determinado de configurar la experiencia como un todo acabado, ordenado y con sentido. Por otro lado, en “Un hombre muerto a puntapiés” hay una operación que tiene que ver con la parodia, con poner en evidencia una serie de procedimientos propios del pensamiento inductivo y señalar sus faltas. El narrador encarna la figura del detective: enciende una pipa y analiza la cuestión del método. Descarta la deducción y opta por la inducción. Pero entre la afirmación del método elegido en el texto se intercalan, entre paréntesis, comentarios que ponen en duda la posibilidad de reconstrucción de un Saber: la inducción es algo maravilloso, parte de lo menos conocido a lo más conocido... (¿cómo es? no lo recuerdo bien... en fin ¿quién es el que sabe de estas cosas?) (...) Este es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir.
Empieza, entonces, un proceso de investigación en el que las pruebas se manipulan constantemente. El detective saca sus conclusiones a partir de una serie de garabatos que dibuja sobre una foto de la víctima y organiza sus inducciones sobre una lógica proposicional que llega al ridículo.[1] El método inductivo es el mecanismo propio del policial de enigma, que supone que la realidad es ordenable y abarcable en su totalidad. La crítica, en este caso, está dirigida a una estructura de pensamiento según la cual existiría una Verdad que se puede revelar y, además, un sujeto que, distanciado del objeto de estudio, puede adquirir conocimiento y sacar sus conclusiones, interpretar determinadas circunstancias sin intervenir activamente en la investigación. En “Un hombre muerto a puntapiés” el personaje-detective transita el proceso de narración como un paso del no-saber al saber, pero se trata de un saber caprichoso, propio de una investigación delirante. La puesta en evidencia del momento de producción trunca, esta vez, la legalidad de las conclusiones. El pacto de lectura es, por lo tanto, distinto. El modo en que se articula el proceso de reconstrucción del caso hacia la resolución del enigma no hace otra cosa que problematizar la supuesta conciliación que el detective propone entre el discurso y la realidad. La narración redirige la desconfianza del lector hacia quien era, en principio, el encargado de revelar el sentido. Por otro lado, el relato policial es el relato acerca del modo en que una sociedad marca sus límites, delimita al “otro puro”, a ese monstruo que funciona como amenaza porque constituye un afuera-de-la-ley, una alteridad perturbadora del orden establecido. Ese paradigma es, justamente, lo que se pone en cuestión en “El antropófago”: ese “otro” a quien la sociedad encarcela, separa, castiga y espectaculariza, no es un monstruo sin-sentido, aislado, distinto del resto del mundo. El narrador se encarga de señalar que lo que a este personaje le ocurre le podría ocurrir a cualquiera. Hay una apelación al lector que lo sugiere: “¿no ha comido usted alguna vez carne cruda? ¿por qué no ensaya? Pero no, que pudiera habituarse y esto no estaría bien. No estaría bien porque los periódicos, cuando usted menos lo piense, le van a llamar fiera”, se advierte. En ese borronear fronteras y acercar las categorías de lector y personaje, hay un gesto interesante que es el que enciende la alarma: ese “otro” no tiene límites tan claros, no es tan “otro”. Los márgenes se desplazan hacia el centro y se ponen en juego dentro de un relato que cuestiona las doctrinas que clasifican y organizan un saber que construye las identidades antitéticas –el otro y el nosotros, el adentro y el afuera- por medio de la violencia que implica todo disciplinamiento. Las críticas de Débora, “Un hombre muerto a puntapiés” y “El antropófago” tienen que ver con un modo de leer, pero también con formas de interpretar el mundo y de hacer política. Lo que se rechaza es una relación entre el sujeto y el objeto que supone distancia y dominación. Se propone, en cambio, cuestionar lo establecido, pero no sólo desde el contenido, sino desde la propia materialidad lingüística. Los textos contrarrestan aquello a lo que se oponen con la movilidad y el dinamismo. En lugar de un encuentro con un sentido único, el efecto de lectura tiene que ver, en cambio, con el estallido del sentido. Toda una declaración de principios se deja leer a partir de la decisión de rehuir a la acción de enmascarar la discontinuidad con un orden que deforma.[2] El estilo fragmentario, propio de los textos vanguardistas, consiste en revelar, por un lado, que todo relato implica un trabajo sobre los materiales narrativos, y por el otro, que se ha producido una transformación en el modo de actualizar la experiencia a partir de que la Modernidad ha tomado el escenario de la vida cotidiana y que lejos de mostrar verdades a partir de historias coherentes y –aparentemente- sin baches, la producción de conocimiento debería coincidir en la tarea de sacar de quicio a la mirada mecanizada. Hay, en los tres textos que se están analizando, un ejercicio de revelar el antes de la creación, pero en Débora la apuesta se extiende un tanto más: hay un gesto que consiste en señalar que algo se resiste al congelamiento, un resto irreductible. El narrador expone los materiales con los que cuenta para la narración y se arriesga a experimentar qué ocurre con cada elección que se hace, dejando en claro que existen siempre otras opciones: “llega el marido...no; no estará bien que sea casada...aunque tampoco estaría mal. O llegan los padres. ¿Quiénes son los padres? ¡Fuera! Siga este sueño dominical”. Lo que el texto presenta es una muestra del proceso de producción de la obra, al tiempo que niega su posibilidad de cierre completo. La acción política de la obra de Pablo Palacio no se inscribiría, entonces, en el programa de la literatura propagandista, sino en un modo de intervención sobre la dimensión del lenguaje, que es, en definitiva, la que determina las estructuras de pensamiento y las formas de ordenar el mundo.[3] Aparecen, en este sentido, los juegos con la tipografía y la espacialidad en Débora, y el trabajo con las onomatopeyas y el espacio en blanco en “Un hombre muerto a puntapiés”. Son textos que marcan territorio en principio como ruptura pero, también, como afirmación violenta de lo nuevo, en el sentido de violentar las normas y explorar un más allá de la ley. La escritura pone a prueba sus límites, se vuelve objeto-plástico, se contacta con otras artes y se inscribe en un movimiento que opera sobre la cultura. Convoca a tomar del relato una serie de elementos que nos ofrecen la posibilidad de ingresar en un juego que hace de la literatura una cuestión en sí misma, un problema para pensar, un paradigma que puede transgredirse y reformularse constantemente, pero que hace también de la literatura una herramienta que dialoga, increpa, nombra e ilumina asuntos que a ella misma la trascienden. En ese sentido, el espacio textual se hace práctica, recorrido y gesto.
[1] “El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede llamarse de otra manera)”. [2] En el caso de Débora, el gesto de “hacer proliferar” se lleva al extremo con las reminiscencias y las fugas imaginativas. [3] No es casual la elección, que se hace en Débora, de la ciudad como espacio de la narración, ni de las referencias al cine, que con la técnica del montaje organiza dentro de la Modernidad un nuevo tipo de imaginario. En una de sus fugas imaginativas en torno al encuentro amoroso, el Teniente declara: “bueno, todo esto lo he visto en la pantalla”.
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