Ausencia, resistencia y apropiación en Para una tumba sin nombre de Juan Carlos Onetti. |
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Para una tumba sin nombre[1] comienza con un cadáver y una muerte pero no continúa con la explicación de las circunstancias anteriores ni finaliza con la dilucidación de las causas. Ya desde esta estructura, se nota el distanciamiento que esta novela supone con el relato de investigación clásico, como observa Josefina Ludmer[2], del enigma y el develamiento. Toda pretensión de realismo es abandonada para dar lugar a un texto que ficcionaliza el proceso de escritura, mostrando su complejidad y resistencia a la unificación de sentido y a una relación de identidad con un referente. Esta resistencia se va a ver materializada en el texto a partir de la fragmentación de una voz monológica y la consideración de los procesos de lucha y apropiación que acarrea todo discurso, los cuales problematizarán, al mismo tiempo, las implicaciones sociales de estos conceptos.
El texto comienza situando al narrador como parte de “todos nosotros, los notables” con derechos y privilegios y con la capacidad de “dibujar sus iniciales” y firmar un pago (p.9). Ellos conocen cómo es un funeral en Santa María y saben que hay dos maneras de hacerse cargo de un cadáver: al estilo de Grimm, en donde sólo se trata a “la muerte como un negocio” (p.9) con reglas ya dispuestas, con un procedimiento a seguir; o al estilo de Miramonte, marcadamente más melodramático. A su vez, ellos pueden “describirlo a un forastero” o “contarlo epistolarmente” (p.11), esto es, pueden narrarlo, escribirlo. No obstante, todos estos saberes no explican este caso, y el narrador lo nota en el recorrido hacia el cementerio: No llegaron desde arriba, desde el camino de los entierros que todos nosotros conocemos. Vinieron desde la izquierda y se presentaron por sorpresa (…) negándose al itinerario de entierro que todos nosotros creíamos inevitable (p.14) Este entierro se presenta diferente, y así, con dificultades para ser narrado, lo que lleva a un texto que también va a negarse a un itinerario de escritura realista, poniéndose, en cambio, en primer plano como proceso. Para hacerse cargo de este cadáver, el narrador, por decisión explícita, pondrá en marcha un texto que no tiene en vistas una explicación de lo sucedido, ya que lo que a él le interesa “no tenía ninguna relación con la verdad de la historia” (p.82). Esto se ve, en primer lugar, en la presencia de la mentira, mismo en la boca de aquellos que narran la historia, como es el caso de Jorge Malabia. En los diálogos con el narrador, se insiste en la mentira de lo que está contando y hasta se ven momentos de duda entre mantener una mentira inicial o cambiarla por otra (p.64). Otra vez, por fuera del valor de verdad, el foco está puesto en los procesos de narración, dado que en estos diálogos, ambos están muy concientes de esa materialidad de la comunicación: Jorge le sugiere atención en algunas partes, explica qué tipo de receptor quiere (“basta que escuche” (p.38)) y tiene bien claro que lo más importante en la narración reside, no en un referente externo, sino en “la manera exacta de hacerlo” (p.25, cursivas mías); El narrador, por otro lado, toma una posición más crítica y analítica de la historia del joven, poniendo el foco, también, en los procedimientos que utiliza para construirla (p.42). Toda verdad que explique el sentido último del texto o de una historia (más aún de una muerte), tiene las características de ser suficiente y completa. Sin embargo, este no es el caso en Para una tumba sin nombre: el mismo texto, en un giro metanarrativo, nos indica su estructura, donde se presentan solamente pedazos “muy separados” y nunca se alcanza ni una “historia completa” (p.24), ni a “algo con principio y fin, como algo verdadero, en suma” (p.25, cursivas mías). El texto se resiste a su cerramiento a partir de la fragmentación que lo estructura. De esta manera, la narración que se lleva a cabo no ignora los vacíos, las contradicciones o las mentiras, sino que entiende que narrar es elegir y aquí elige desplegar el proceso de escritura y reescritura.
La fragmentación también se ve presente en la conformación del lugar de enunciación, dado que se construye polifónicamente. Las diferentes instancias de enunciación no sólo se superponen, resistiéndose a un discurso monológico, sino que se transforman entre ellas. Trayendo a colación un concepto foucaultiano, es posible pensar la organización enunciativa del texto como la del archivo en tanto “sistema general de la formación y de la transformación de los enunciados”[3]. Así, damos cuenta de la manera en la que toda escritura supone una reescritura, de la misma manera que toda formación, una transformación. “Lejos de ser lo que unifica todo cuanto ha sido dicho en ese gran murmullo confuso de un discurso, (…) es lo que diferencia los discursos en su existencia múltiple.”[4] Esta polifonía no lleva a un posterior cierre que consiga aunar el texto, sino que permanecen las versiones diferenciadas, y aún, intrínsecamente implicadas, como se detallará más adelante. Veamos esta fragmentación. En principio, el doctor aparecería como el narrador principal que engloba el texto (luego profundizaré sobre las implicancias de este narrador). Jorge Malabia toma la palabra de manera mediada, a través de líneas de diálogo en los que se cita encomilladamente a Godoy (y su historia que “era otra” (p.27)), quien, además, cuenta el “cuento” (p.28) que escuchó de Rita. En el capítulo III, se transcribe la historia que, luego de su conversación con Malabia, el narrador inventa. Este será el único lugar en donde se le de lugar a la palabra de Rita (aunque en momentos intervenida hasta por comillas y paréntesis simultáneos). Hacia el final, Tito cuenta su versión de la historia. A todo esto se le suman otros usos de palabras entrecomilladas o entre paréntesis con diferentes matices, como asumir pensamientos de un personaje o citar (incluso el narrador a sí mismo). Sin embargo, hay algo que atraviesa esta separación marcada en el texto: “una historia que inventamos entre todos” (p.83) (igual que la colaboración del armado del “cuento” que Rita repite) en la que no permanecen tan encajonadas las palabras. Sumado al tratamiento de la pareja principal que son Rita y el chivo, es el caso del personaje de Ambrosio, quien es bautizado de esa manera por el narrador en su escrito adivinado del capítulo III, aunque su nombre permanece en las historias de Jorge y Tito Perotti. En esta suerte de enunciación al estilo de cajas chinas, se está marcando un tipo de jerarquización relativa a qué tan mediado está el lenguaje. Es imposible obviar que este orden coincide con una estructura social de la propiedad, en la que Rita se define por la carencia. Veamos diferentes niveles de esta noción. En primer lugar no tiene voz, o no la tiene en tanto libre e inmediata. Por otro lado, no parece tratarse de una identidad firme, si se tiene en cuenta ya la manera de ser presentada: Rita García o González (p.13). Más adelante esto se intensifica cuando su cadáver, que sigue siendo Rita a los ojos de Jorge y para el motor de la historia, “no tenía nombre. No era nadie, era Rita” (p.64). Durante sus años con la familia Malabia, es indecidible si es “una sirvienta, una amiga íntima, una hija, un perro, un espía, una hermana” (p.32); en su relación con Marcos “era amante” pero “no era amante”, se acostaban y “nada más que eso” (p.33); ya en Buenos Aires, no era una prostituta aunque sí se prostituía, aunque para el caso no importa, es un detalle que sólo “refuerza lo patético” (p.67) de personaje, como considera el narrador. Porque ese patetismo, lo miserable, la carencia, está en la indefinición del personaje al que se llega a describir como asexual (p.41). Lo que sí se puede decir es que es “dispensable” (p.32), que no es difícil poner cara de no oírla o no darse vuelta para mirarla (p.30). Ningún hombre la abandonó, sino que cada uno “simplemente desapareció” (p.34). Su vínculo más fuerte es el de cuidado al chivo, sin embargo, es sólo una función, y como tal, ella es reemplazable por cualquier otra persona que pueda desempeñarla (p.64). Esta característica no es sólo propia de Rita, sino que configura esta vida en la pensión, ya que, de igual manera, el que la acompaña es siempre un “hombre de turno, condenado al anonimato, que la esperaba en la pieza” (p.62) que desaparece y es suplantado por otro; no desempeñan más que una función de “precursor” (p.45), de “perfeccionador” (p.47) o de receptor del dinero que Rita consigue diariamente. Esta es una manera de construir la escena en las pensiones de Constitución, de relatar la miseria, que se concentra en las funciones de los involucrados, con una gran carga de desubjetivización de los mismos. Si se ligaran las nociones de relato y de entierro, y propongo que lo hagan, sería posible asimilar esta narración al estilo de entierros de Grimm, opuesto al de Miramonte, en donde lo melodramático tiene mucho más lugar. Retomando el análisis, la estructura polifónica del debe ser pensada como un campo de lucha. Si hay presente un concepto de verdad, es sólo el de conquista a partir de una disputa, donde la historia significa necesariamente apropiación. Jorge explica que él no cuenta la historia, sino su historia, y a partir de esta última, el narrador (y ni nombremos al lector) hará su propia interpretación, a la cual él nombrará como “contrahistoria” (p.38) marcando claramente su carácter agonal. Con esto en mente, es preciso que remarque una vez más aquí la condición principal del narrador: él es el que firma. Pero la apropiación no sólo se presenta en términos de interpretación. También lo hace en un sentido de pertenencia y propiedad. …aunque su anterior relación con Rita le había hecho saber [a Jorge], desde el primer momento, desde que se enteró del cuento de Godoy, que la historia era suya, no de Tito ni de ningún otro, prefirió que la investigación, el acercamiento lo intentara Tito. Es posible que creyera ya entonces que la historia era más suya que de la misma mujer (p.35) La historia de Rita (ya “absorbida por la biografía del chivo” (p.54)) es propiedad de Jorge porque la vio desnuda con otro hombre, sí, pero también porque la poseyó como amante y como sirvienta. De ahí la rabia por que Godoy hubiera “puesto, antes que nosotros, las puercas manos, la puerca voz en la historia de Rita y el chivo” (p.27). La posesión es doble: con las manos y con la voz, y concluye, precisamente, en narrarla, en contar su historia (de lo que está tan ansioso en ese primer encuentro en el cementerio), justamente porque él la vio en lo que tenía “de extraño, de dudable, de inventado” (p.39), él la vio en aquellas marcas que la hacían una construcción, que ponían en jaque la identidad de la mujer. También la apropiación se presenta claramente en Jorge con sus diferentes poses. Se menciona en varias oportunidades que su manera de vestir responde a diferentes disfraces: el de joven citadino, el de campesino o ese “uniforme de la angustia, de la miseria que se había inventado” (p.81). En el texto, hay una gran atención al armado estético que Jorge hace de estos disfraces, siendo entendidos (tanto por Tito como por el narrador) como imposturas, procedimientos con los que Jorge “juega” para ser otro, para ser el hombre de turno, alguno de los que acompañaban a Rita y pasaba el tiempo tirado en la cama mirando el techo. Como ya se propuso previamente, se trata de un armado de una instancia ficcional, de un “simulacro” (p.37), espejado en la posibilidad de que sea una narración completamente inventada por Tito y Jorge que está probando su eficacia en el doctor. Jorge es, así, “a la vez sujeto y objeto” (p.58) de la creación. El disfraz, al convertirlo en otro, lo aleja de la identidad que, en definitiva, termina por alcanzarlo. Se trata de una identificación familiar y también de clase (ese “todos nosotros” en que el narrador tan decidido se incluye) que supone un “yo me salvo siempre” (p.25) y su nombre en membretes de facturas (p.37). El narrador va a hablar de una “pasión de rebeldía” (p.62) adolescente que rechaza un destino pautado de antemano y, mediante la construcción ficcional, apuesta a una desubjetivización de sí como huida. Uso este término dado que no considero que la personificación de Jorge en la pensión sea más que un gesto estético, formal. No hay construcción de un sujeto otro, sino que sólo es el rechazo, de crecer hasta adecuarse a “la gran nariz curva que sólo tendría sentido diez años después” (p.18), como hijo de Malabia. Sin embargo, “a pesar de las poses, él seguía siendo un hijo de ricos” (p.80). Y esta impostura no puede pensarse por fuera de un movimiento de apropiación. Jorge se emplaza en la miseria, porque es un lugar que no siente suyo. Si no está llevando a cabo una reconfiguración de su subjetividad, y no lo está haciendo, su “aventura” (p.37) consiste en la apropiación de una experiencia otra, de una clase ajena a la suya, siempre con la posibilidad real de una vuelta. Aquí se presenta, otra vez, ligados en este texto, las instancias de apropiación y de creación. Continuando en esta línea, es preciso introducir la figura del chivo “no nacido de un cabrón sino de una inteligencia humana, de una voluntad artística” (p.40). Ambrosio, “el creador” también está armando una puesta en escena “letra por letra”, para la que necesita idiomas que no tiene “en que le sería posible expresar las ideas que aún no se le habían ocurrido” (p.47). Y su invención es “una mentira” (p.40), en tanto ficción y en tanto no es una verdad a develar, porque “aquella dócil apariencia de chivo, era el símbolo de algo que moriré sin comprender; y no espero que me lo expliquen” (p.40). En el chivo se reúne el costado metanarrativo desarrollado en las páginas anteriores, con el elemento de la complejidad social que también está presente; el chivo inventado con el chivo expiatorio: Y tal vez ya no tuviera piedad que gastar cuando recorrí a pie Santa María con el chivo rengo siguiendo el coche fúnebre; tal vez sólo estuviera enfermo de sueño, histérico, ansioso de expiación y ridículo para exhibir un odio que poco tenía que ver con el odio antiguo, el que había hecho nacer en mí la piedad por Rita. Porque durante el año en que viví con ella, o viéndola todas las noches antes de que viviéramos juntos, la piedad, como sucede siempre, llegó a mostrarse inútil, se pudrió, y salieron de ella odios como gusanos. Empecé a sentir o saber que todos, todos nosotros, usted, yo y los demás, éramos responsables de aquello, del casamiento de ella con el chivo, de la pareja que maniobraba con torpeza entre las columnas de gente, que salían de la estación. Todos nosotros, culpables; (p.66) En este fragmento encuentro varios puntos a tener en cuenta. En principio, aparece ese “todos nosotros” que encabeza la novela en boca de Jorge, ahora incluyéndolo también. Por otro lado, se ve presente el campo semántico vinculado a la “expiación”: la piedad, “su forma impura, el remordimiento” (p.36), el odio y la responsabilidad. Estas palabras, que van tomando diferentes sentidos en diferentes posiciones del texto, como sucede repetidas veces a causa de esta polifonía enunciativa, son siempre, sin embargo, la razón de que exista la narración. Tito considera que Jorge inventó la historia del entierro de la prima de Rita, porque no pudo soportar el “remordimiento” de sus “perversidad” (p.78); el doctor, que la piedad es el motor de la narración de Jorge (p.36); y éste, en una ocasión se acerca al narrador para corregir su historia, por “el remordimiento de haberle hecho creer en una historia perfecta” (p.67). Todas estas conjugaciones se dan en la figura del chivo, “un chivo de mentira, reservado estratégicamente en la sombra, traído fácilmente, con un tirón de cuerda, como una impresionante máquina bélica” (p.41); una máquina de crear enunciados, en toda la complejidad anteriormente desplegada, los cuales se ven sometidos siempre a una lucha por apropiación, mientras que él mismo es tirado por un cuerda al cuello.
A pesar de las intrincadas relaciones y estructuras que configuran la enunciación en esta novela, es posible hablar de una instancia que la engloba: ésta es la del narrador. Para una tumba sin nombre es la ficcionalización de un proceso de escritura, cuyo resultado final se le entrega al lector. Toda instancia autoral conlleva la presencia de una firma, cuestión que ya aparece problematizada en el texto con respecto a las nociones de pertenencia y apropiación: el narrador firma con sus iniciales. Ahora bien, en el texto no hay mención alguna de cuáles son estas iniciales, no se le da nombre al narrador: esa instancia que englobaría todos los enunciados que se intercalan, contraponen y transforman, estaría signada por una ausencia. Y es esto mismo lo que va a permitir la complejidad de la enunciación y la ausencia de una verdad explicativa de la historia; se dejan de lado las pretensiones de verdad, de cerramiento, de suficiencia para poner en primer plano la escritura. Y para entender cuál es la noción de escritura que se maneja, creo productivo pensar, tal como lo expone Jacques Derrida[5], en su iterabilidad o dicho de otra manera, su posibilidad de repetirse en su alteridad. Esta condición deriva de la citabilidad del lenguaje que supone extraer un enunciado de un contexto y colocarlo en otro. Este proceso es el que permite la reescritura en los términos de la novela analizada. Derrida explica que el lenguaje no es otra cosa que este proceso de citación, lo cual hace estallar al concepto de contexto de tradición comunicacional. Escribir es producir una marca, entendida como la identidad de esta iterabilidad esencial, lo cual necesariamente significa la imposibilidad de que un contexto pueda cerrarse sobre él. No se trata de un caso accidental, sino que es la misma definición de lenguaje, su condición de existencia. Así, se reemplaza una escritura, o en el caso específico de esta novela, una narración, organizada en vista de un horizonte hermenéutico, por su propia materialidad en unidades de iterabilidad. La ausencia de este horizonte de sentido, hace de la escritura una máquina productora de sentido que funciona, justamente, con la ausencia como motor: Debo poder decir mi desaparición simplemente, mi no-presencia en general, y por ejemplo, la no presencia de mi querer-decir de mi intención-de-significación, de mi querer-comunicar-esto, en la emisión o en la producción de la marca[6] A falta de un principio organizador de sentido, Derrida propone la diseminación del sentido en un texto, lo cual se aplica perfectamente para el caso de Para una tumba sin nombre. El sentido no está oculto en lo profundo, esperando ser develado, sino que está distribuido superficialmente, diseminado en la materialidad del texto. Ludmer considera a Rita la narradora por excelencia en el texto, ya que es la que “cuenta el cuento” que funciona como matriz que se repite y circula permanentemente, aunque, agrega, este relato no está presentado de su boca en ninguna parte[7]. En páginas anteriores se desarrolló la importancia de la carencia y de la indecidibilidad en la figura de Rita, cuyo tratamiento le escapa a una verdadera configuración de identidad. El otro de los narradores de la historia es Jorge Malabia, cuyo proceso de desubjetivización a través del disfraz y de la puesta en escena ya ha sido desarrollado. Una vez más, el lugar de la narración signado por la ausencia de nombre, de identidad, de suficiencia. Si entierro y relato en el texto aparecen ligados, la tumba sin nombre es la imposibilidad de encontrar en la narración un referente unívoco de manera pacífica. Los discursos conviven en su diversidad y en su lucha, en un semejante grado de complejidad que los grupos sociales. Este texto se exhibe como resistencia al relato de investigación clásico, al melodrama de la miseria y a la verdad monológica, en un tratamiento de la narración digno de tal complejidad y problematización.
Bibliografía
[1] Onetti, Juan Carlos. Para una tumba sin nombre. Montevideo, Arca, 1959. (Todas las citas se referirán a esta edición, a excepción que se explicite lo contrario). [2] Ludmer, Josefina. “Contar el cuento” en Juan Carlos Onetti, Hugo Verani (Ed), Madrid, Taurus, 1987, p. 145. [3] Foucault, Michel. “El apriori histórico y el archivo” en La arqueología del saber, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, p. 221. [4] Ibíd., p. 220. [5] Derrida, Jacques. “Firma, acontecimiento, contexto” en Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1994, p. 356.
[6] Ibíd., p.357. [7] Ludmer, Josefina. Op. Cit., p. 148.
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