Fragmentos de un todo |
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El texto relata los vaivenes de una relación amorosa entre mujeres que se traduce en la relación entre la narradora y la escritura. El acto de escribir es un acto erótico, de amor y dolor que interpela a la narradora en su carácter de contadora, de organizadora del pasado en función del presente de la escritura y como lectora de su propia construcción. Su vida privada, su primera persona, es observada por otra -una tercera- por medio de la cual el lector accede al relato en segundo grado de su escritura, no leemos lo que escribe sino a ella misma escribiendo, escribiéndose. El momento de la escritura es casi onírico, envuelve al relato encerrándolo, conteniéndolo en las posibilidades amplificatorias de una escritura que solo cesa para dar lugar al fin de la novela, al fin de la historia, al fin de la escritura. Una escritura conjurada en vida, una vida que deviene escritura porque lo que espera no es la vuelta de otro -Renata o Vera- sino lo que la escritura pueda devolverle de ese momento vivido, sufrido, pensado…escrito. Lo que se escribe es la vida, la escritura. La vida como escritura padece el sentido encerrado en las palabras, en su breve cárcel. La intimidad que logra a través de la tercera persona que espía, no solo habilita para la contemplación del fragmento de vida que es hablado en el texto, sino que también provoca el desdibujamiento de los límites posibles entre contar y vivir, sentir y existir, decir y decir. El secreto compartido con el lector, ese asistir al otro que vive para ser observado, enriquece en paralelo una historia dilatada que no logra atravesar el dolor para centrarse en el placer, y sin embargo es en su propio acto -en su doble origen de lectura y escritura, en ese doble juego- doblemente puesta sobre sí misma. Reflexiva, inflexiva; se inmiscuye en el tránsito de una vida que es narrada a partir del tiempo y en la que ese mismo factor es arrastrado a pasados remotos que se articulan para conformar raíces ficticias pero funcionales, sobre-estructuras que son sub, micro, meta que proliferan sobre sí mismas diseminando el sentido del texto hacia múltiples espacios, posibles e imposibles. La escritura es entonces un acto de entrega total y desenfreno que implica que los posibles narrados sean ya imágenes creadas dentro de un limbo que no solo cuestiona la idea de verosimilitud, sino que borra el límite entre el texto y el texto mismo, entre sus posibilidades de existencia a partir de una vida que puede ser contada. En un relato en el cual la acción está casi restringida a los placeres de la carne, la escritura aparece impregnada en un cuerpo que no puede encontrar su propia palabra, que escucha los relatos de otras vidas sin poder construir el suyo propio. Escribe para saber, para olvidar, para existir en la escritura. La grieta que abre al escribir orada los puentes que tiende. El acto de escribir no es ya un acto volitivo, de existencia sino de vida. La escritura es la mujer que la abandona desnuda y devastada, que solo puede reproducir en su dixit la revelación de un sentido del sentir de estar diciendo y viviendo. Hace, genera, activa una situación que se gesta al mismo tiempo que se acomoda y eyecta otro sentido, el doble, el otro, el que saca al lector del texto y lo ubica leyéndolo. La palabra, el último lazo posible con una realidad inasible porque es de papel y no, es la simulación del ser en un texto en el que decir esta emparentado con el dar cuenta de que ser no es solamente un estado, sino una posibilidad más del ser en la escritura. Ser en la escritura, transitar el sentido de la palabra transversalmente pero siempre partiendo de ella, de las líneas en perspectiva que puede traslucir, de las inacabables formas que puede tomar en el espacio, de su significado fáctico, tácito, táctico. La existencia es un montón de relatos acumulados que se articulan para dar a luz uno otro que es el texto que leemos y no, que es el cuerpo que se acuesta con Vera y con Renata pero no puede dormir con ella misma, el mismo cuerpo que espera, que se infringe dolor para saber si él mismo existe, que escribe. La palabra no evoca sino que genera, arma y sostiene suspendiendo al lector en una atmósfera quieta de palabras e imágenes que se regeneran en su misma repetición resignificando la escritura en función de su existencia misma. En una habitación de una casa, en una mesa –la misma mesa- suceden el texto y la vida: la escritura. Con esta trama múltiple, quieta pero , Sylvia Molloy logra desencarcelar la breve cárcel de la palabra de su sentido sintáctico y semántico, conjugando voz y escritura sin que una síntesis entre ambas cierre la pregunta. El orden establecido por la palabra que nombra las cosas es desordenado por ellas mismas en una novela que calla lo que dice para regalarle al lector algo más que un romance -o múltiples. Poligámico y polisémico. Algo más que el placer y el dolor de escribir: el leer la escritura.
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