La negación al cubo

11/12/2017 De interes

Poética y pensamiento macedonianos en Nadie nada nunca de Juan José Saer

 
Por:   Diego Hernán Rosain

Entre las figuras literarias predecesoras que Saer adopta para autorizar su propia poética de la novela, sus modos de abordaje de la realidad y su autorepresentación de artista, Macedonio Fernández se ha convertido, junto con William Faulkner, Juan Carlos Onetti, Juan L. Ortiz y Jorge Luis Borges, en un núcleo ineludible. Por un lado, la forma de percibir la realidad de los personajes y narradores de Saer, ese descomponer la sensibilidad a sus mínimas afecciones desligadas de la materia totalizadora, es deudora de las postulaciones filosóficas macedonianas que aparecen en No toda es vigilia la de los ojos abiertos (1928); por otra parte, muchas de las concepciones acerca de la escritura como continuo devenir, sin principio ni fin, sino puro presente que se repite y relata a sí misma, de una obra fragmentaria formada por retazos que quieren constituir una imagen acaba sin lograrlo (así puede verse la empresa de la saga literaria de Saer compuesta por cuentos y novelas), se afianza a las premisas expuestas en los prólogos del Museo de la Novela de la Eterna (1967). Su novela Nadie nada nunca (1980), quizás sea el ejemplo más acabado de su adhesión a los preceptos del filósofo. Ya desde el título podemos observar cómo coincide con la hermenéutica filosófica y estética que propone Macedonio: tanto el Sujeto (Yo), como el Espacio y el Tiempo, son configuraciones accidentales cuyo origen se halla en la falsa creencia en la Ley de la Causalidad. Esa triple negación no es un vacío, sino que denota la imposibilidad de lo inexistente; pero, a su vez, derrumba las leyes universales, los conceptos abstractos y las nomenclaturas porque lo único real es la afección. Es allí que se asienta la escritura de Saer.

La novela se sostiene narrativamente sobre un argumento mínimo pero poderoso. Un asesino serial de caballos anda suelto, generando pánico y desconfianza en los ciudadanos. El Ladeado, propietario de un bayo, va en busca del Gato Garay para que lo cuide mientras persistan los crímenes equinos. El resto es accesorio. La novela se empecina en sostener, desde múltiples y reiterativas formas, que nada más ocurre.[1] La palabra “nada”, así como el resto de sus variantes, no se utiliza de un modo inocente, es decir, en el sentido literal del término (inexistencia total o carencia absoluta de todo ser), sino como una crítica y una desconfianza en la capacidad de representación del lenguaje. Es imposible para Saer, así como para Macedonio, que exista la Nada. El lenguaje siempre debe valerse de vocablos imperfectos, incompletos e imprecisos para poder comunicar. Para estos autores, si la Nada es intrínsecamente inexistente, las oraciones declarativas de polaridad negativa que contienen una negación y un término de polaridad negativa en el Español, a diferencia de otros idiomas como el Inglés y el Alemán donde sólo aparece un término negativo, resultan todavía más absurdas, ya que se refuerza la idea de un imposible.[2] Otra palabra que Saer emplea empecinadamente en su novela es “vacío”, lo cual indica la existencia de una forma sin contenido alguno.[3] Este vacío puede estar asociado o bien a la idea de secesión del pensamiento (fenómenos internos), o bien a la falta de vida en un espacio determinado (fenómenos externos). Nuevamente, Saer genera una tensión entre los términos empleados de un modo coloquial y los conceptos utilizados por la ontología, rama de la metafísica que estudia al ser y sus propiedades, y la fenomenología, escuela filosófica que da una explicación del ser y la conciencia a partir del análisis de los fenómenos observables. Saer y Macedonio coinciden en que el ser es dado, posee existencia (“Hay, entre nosotros, formas, volúmenes, colores, movimiento y luz, transparencia y desierto”, Saer 2016: 210), pero desconfían de las categorías de abordaje para su análisis. “Nada” y “vacío” reponen una ausencia, una carencia o una falta que no es tal porque, narrativamente, siempre es suplantada por otra cosa: la percepción.[4]

Conocemos la realidad a través de lo que percibimos por nuestros sentidos. El universo como lo entendemos es sólo la suma de afecciones que recibimos e interpretamos a través de la vista, el tacto, el olfato, el gusto y la audición. Esta es la única forma que tenemos de abordar la realidad, pero siempre se imponen obstáculos entre el sujeto que percibe y la cosa en sí que dificultan apreciar tanto un conjunto como la totalidad de la realidad.[5] Otra tendencia es la propensión de los sentidos a engañarnos. Lejos de ser una herramienta infalible, están sujetos a error.[6] Con todo esto, no podemos formular leyes universales y eternas, así como tampoco podemos etiquetar al mundo bajo nombres caprichosos: nada nos afirma que la suma de naranja, áspero y cítrico equivalga a mandarina; cada una de las afecciones es independiente de la otra, pero el lenguaje persiste en yuxtaponerlas en un solo término o nombre. Esto mismo ocurre con el Espacio (extensión que contiene toda la materia existente), el Tiempo (magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos) y la Subjetividad o Yo (sujeto humano en cuanto persona que posee una identidad y es capaz de relacionarse con su medio). Macedonio se limita a criticar la existencia del Tiempo y el Espacio arguyendo que son abstracciones, conceptos creados a partir del lenguaje sin sustancia real. Acerca de la idea de Yo es aún más crítico y opina que es el resultado de ligar causalmente todas las afecciones que fuimos percibiendo a lo largo de nuestra vida; sin embargo, ya que el tiempo no existe, la construcción de un Yo a partir de la concatenación de experiencias es simplemente accidental y se debe al pensamiento a través de palabras. Existe otra forma de reflexión, más válida y fructífera para Macedonio, que es el pensamiento por medio de imágenes: mientras que la palabra sirve para comunicar, es capaz de provocar equívocos y hasta generar efectos no buscados en el oyente;[7] la imagen, en cambio, es, aunque imperfecta, más fiel a la afección, sin ser la afección misma, que resulta única e irrecuperable.[8]

El ser no conoce la inexistencia. Es imposible existir por momentos y por momentos no; la secesión de la existencia es imposible. De esto se desprende que estados como la muerte o el ensueño son sólo otras formas que adopta el ser, diferentes a la vigilia, pero igual de válidos. La araña a la cual el Gato mata con una alpargata una vez y luego otra vez a su descendencia no se desvanecen, sino que siguen ahí, transformadas en una mancha oscura en el suelo cuya huella en el mundo no se puede borrar.[9] Las diferencias entre vigilia y ensueño, para Macedonio, no son tales: ambos representan estados complementarios del ser ya que las percepciones en uno no son menos verdaderas que en otro; las intensidades pueden variar, pero lo que percibimos dentro del sueño es, para nosotros, tan real como lo que percibimos cuando estamos despiertos. Es por ello que ambos permiten penetrar en la realidad de manera diferente. Sin embargo, Saer presenta un tercer estado de transición, la somnolencia, un estadio intermedio entre la vigilia y el ensueño que se vuelve un obstáculo para acceder a la realidad.[10] La voz del narrador se confunde con la de los personajes en su modo de contar, pero todos buscan comprender las leyes por las cuales se mueve el universo; existe en ellos una verdadera preocupación e interés por desmadejar el ovillo que constituye las cosas a pesar de que nunca lo logran.[11] Los hombres padecen, para Saer, de un exceso de realidad; están esclavizados por las normas que rigen el Tiempo y el Espacio o, más bien, la Ley de la Causalidad, obsesionados incluso en desmenuzar el universo hasta sus últimas consecuencias.[12] Los animales, en cambio, no están sometidos ni a leyes ni a palabras, por lo cual poseen un pensamiento abierto, en palabras de Agamben, en sintonía directa con las cosas: un razonamiento por medio de imágenes donde confunden su yo con su entorno.[13] La utopía del hombre es alcanzar esa forma de pensamiento ya lograda por los animales. El Gato, Elisa y el bañero vislumbran por momentos aquella utopía, pero continúan presos de su individualidad. El crimen de los caballos es sólo la manifestación de aquel miedo, el de ser asesinados por nadie. El temor a perder su yo es lo que impide a los personajes encontrar, no la muerte, sino la eternidad.

Mientras el hombre continúe sometiéndose a la causalidad, lograr el mundo anhelado es un sueño inalcanzable. Ésta, fundada en las ideas de experiencia, tiempo y espacio, sólo trae angustia a los hombres;[14] pero también trae tranquilidad el hecho de saber que existe un orden en las cosas y que formamos parte de ese orden; que, por más que no las conozcamos, el universo responde a normas inalterables y predecibles.[15] Creemos que no existe otro modo de concebir el mundo cuando en realidad vivimos atrapados en nuestra zona de confort delimitada por la causalidad. Lo único que puede romper con aquella falsa paz es el asombro por el ser, el cual se logra por medio de una conmoción a través de los sentidos. Tanto el arte como la reflexión metafísica deben generar, para Macedonio, un estado de conmoción conciencial. El asombro por el ser es una consecuencia inútil del pensamiento a través de palabras y es lo que ha generado los grandes equívocos en materia filosófica. Sin embargo, es una instancia necesaria que el sujeto debe atravesar para desestabilizar su percepción errónea del mundo. El universo no significa nada, no simboliza nada y, por lo tanto, no debería de sorprendernos en nada.[16] Los personajes de Saer viven abstraídos en su cotidianeidad hasta que un hecho puntual los adentra en lo real y desequilibra su percepción. Elisa se tropieza en la calle y cae de bruces al atascarse su taco en un cordón con brea derretida, el bañero pasa setenta y seis horas flotando en el río como ejercicio de resistencia, el Gato lee La filosofía en el tocador del Marqués de Sade. Todos estos actos provocan una conmoción en el modo en que los personajes perciben su entorno y ya no vuelven a ser los mismos. Desconfían de sus sentidos y del mundo que los rodea, aunque no intentan modificarlo, sino que mantienen sus apreciaciones al margen.[17] El acceso a un determinado aspecto de lo real no corresponde tanto a una experiencia metafísica, sino, más bien, a una experiencia mística que, por medio de la contemplación, los personajes parecen vislumbrar, pero jamás alcanzan.[18] Al no poder obtener un verdadero acceso a la realidad, Macedonio encuentra en la Altruística (la entrega por el otro, la vida a través de la vida de los demás) la justificación del ser. El punto clave de la Altruística es la pérdida del yo o de la identidad que, nuevamente, los personajes de Saer alcanzan pero por un breve período.[19] La vida se convierte, así, en un desvivirse por el otro, un despojo absoluto de la propia identidad a través de la identificación y convivencia en los demás.[20]

La poética de Saer también encuentra afinidades con la empresa artística impulsada por Macedonio. El punto más evidente es la tematización y la potencialidad narrativa de la nada. El devenir de y en la nada coloca al lector en una situación desconcertante, fuera de lo común: un texto sin sucesos, sin acontecimientos, sin eventualidades. Esto se contradice con las pautas formales del género novelesco en donde lo primordial es lo episódico, la aparición de un conflicto que irrumpa en la cotidianeidad de los personajes y su posterior resolución. Una novela sobre nada, en cambio, se detiene en el presente y en los personajes que sufren o padecen la pura existencia. El narrador saereano y el Gato son roles intercambiables pues en lo único que difieren es, sólo por momentos, en el traspaso de la tercera a la primera persona. Personajes, narradores y lectores están atrapados en aquella nada que se vuelve material narrativo y donde lo importante no es el porvenir de la trama, sino la suspensión de los sentidos, la reflexión y la percepción del entorno; en una palabra, la descripción. El crimen de los caballos se convierte en un hecho anecdótico pues nunca se define quién o quiénes son los culpables; la respuesta más certera a esa incógnita sería, más bien, nadie.

Los otros puntos a tener en cuenta son la crítica a la novela realista decimonónica y la autorreferencialidad. Por un lado, Saer lleva hasta las últimas consecuencias la noción de realismo configurada por los franceses. Los mundos ficcionales de Saer son abrumadoramente detallistas a tal punto que llevan a desconfiar de la existencia de lo real, y más aun de las posibilidades de su entendimiento.[21] Si lo que intenta la novela realista es generar la ilusión de vida, Saer no hace más que resaltar el artificio literario y destacar su condición de ficción en contraposición a lo real.[22] Por otra parte, si bien los personajes no son conscientes de su condición, sí existe cierta conciencia sobre que, aquello que ocurre, es similar a una trama narrativa.[23] Pequeños postulados macedonianos como este pueden rastrearse a lo largo de Nadie nada nunca: la relación entre lector y objeto libro, la influencia y la potencia de la lectura.[24] Pero sobre todo, la capacidad metadiscursiva del lenguaje es algo que tanto Macedonio como Saer comparten: los textos hacen lo que dicen, la narración se vuelve un tratado sobre las limitaciones y falencias del lenguaje; no es sólo una novela, es también un manifiesto sobre las insuficiencias de las palabras para representar lo real. En palabras de Silvana Mandolessi, el relato de Saer es una novela espectral, un estatus ambiguo que no llega a estar presente ni ausente y que destruye la certeza de lo real (2013: 139).

Sin duda, el predominio de Macedonio dentro de la poética saereana encuentra su validez por “su afincamiento en las zonas verdaderamente problemáticas de la existencia” (Saer 2014: 103). Más allá de las afirmaciones explícitas que Saer pronuncia acerca de su adhesión ineludible a las premisas de Macedonio ubicables en El concepto de ficción (1997) y La narración-objeto (1999), sus textos dialogan y avalan las postulaciones que Macedonio ha hecho a lo largo de su trayecto como escritor. Para Macedonio, no existen misterios en el universo; todo es tal y como lo conocemos, todo es fenómeno. Vivimos una realidad rodeada de afecciones en la cual somos generadores y receptores de experiencia. No existen las leyes universales (Tiempo y Espacio) porque vivimos en un presente puro, constante y continuo; no hay forma de predecir lo que va a ocurrir, así como la concatenación de la experiencia no nos asegura nada. No hay misterios en la experiencia así como tampoco hay progreso (gran oposición al pensamiento positivista). Como afirma Marisa Muñoz: “Macedonio se sitúa en lo que podría denominarse una filosofía de la presencia, al apartarse abiertamente de la división entre sujeto y objeto, que supone una interposición, una mediación en el conocimiento que él postula como total y absoluto. No hay incognoscible para el autor sino plena cognoscibilidad” (2007: 347). Los dos objetivos que se propone la metafísica de Macedonio son: por un lado, purgar al hombre de todas las nociones erróneas y las estructuras aceptadas para comprender la realidad, brindándole una nueva forma de percibir el mundo como la de un niño o como la de los animales, libre de palabras y experiencias previas; por otro lado, hallar en el altruismo, la entrega y el vivir en y por el otro, la finalidad de la existencia.[25] Saer encuentra en la figura de Macedonio la piedra angular de una larga tradición estético-filosófica que, sin llegar a conformar una doctrina ni una escuela, permite abordar los límites de lo real, las falencias de la imagen y las aporías del lenguaje. Así, la escritura y la literatura se convierten en un espacio fructífero para el pensamiento y la reflexión.

 

Bibliografía

 

Agamben, Giorgio (2006), Lo abierto. El hombre y el animal. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Dalmaroni, Miguel y Margarita Marbilhaá (2000), “‘Un azar convertido en don’. Juan José Saer y el relato de la percepción”, en Jitrik, Noé y Elsa Drucaroff (dirs), Historia crítica de la literatura argentina. Volumen XI. La narración gana la partida. Buenos Aires: Emecé, pp. 321-343.

Dalmaroni, Miguel, (2007), “Incidencias y silencios. Narradores del fin del siglo XX”, en Jitrik, Noé y Roberto Ferro (dirs.), Historia crítica de la literatura argentina. Volumen VIII. Macedonio. Buenos Aires: Emecé Editores, pp. 83-123.

Fernández, Macedonio (1966), No toda es vigilia la de los ojos abiertos y otros escritos. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.

------------------------------(1975), Museo de la novela de la Eterna (Primera novela buena). Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.

Gramuglio, María Teresa (1979), “Juan José Saer: el arte de narrar”, Punto de Vista, nº 6, julio, pp. 3-8.

Mandolessi, Silvana (2013), “Nadie nada nunca. Saer y lo espectral”. En Logie, Ilse (coord.), Juan José Saer: la construcción de una obra. España: Universidad de Sevilla, pp. 139-152.

Muñoz, Marisa A. (2007), “Cartografías en clave filosófica”, en Jitrik, Noé y Roberto Ferro (dirs.), Historia crítica de la literatura argentina. Volumen VIII. Macedonio. Buenos Aires: Emecé Editores, pp. 337-358.

Saavedra Guillermo (1993), “Juan José Saer. El arte de narrar la incertidumbre”, en La curiosidad impertinente. Entrevistas con narradores argentinos. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, pp. 173-186.

Saer, Juan José (1999), La narración-objeto. Buenos Aires: Seix Barral.

-------------------(2014), El concepto de ficción. Buenos Aires: Seix Barral.

-------------------(2016), Nadie nada nunca. Buenos Aires: Seix Barral.

Vecchio, Diego (2007), “‘Yo no existo’. Macedonio Fernández y la filosofía”. En Jitrik, Noé y Roberto Ferro (dirs.), Historia crítica de la literatura argentina. Volumen VIII. Macedonio. Buenos Aires: Emecé Editores, pp. 381-410.

 



[1] “No hay, al principio, nada. Nada” (Saer 2016: 11), “No piensa en nada” (12), “durante unos segundos no hago nada” (21), “Por un momento no pasa, o pareciera no pasar, nada” (44), “Por un momento no comprendo nada” (47), “Los gritos y las voces de los bañistas, que llegan intermitentes, no modifican, ni siquiera por un momento, ni una sola vez, nada de nada” (48), “Los ojos no tienen nada que mirar” (48), “Los gritos y las voces de los bañistas, que llegan intermitentes, no modifican, ni siquiera por un momento, ni una sola vez, nada de nada” (64), “Elisa, inmóvil a su vez contra el fondo inmóvil de la cortina azul, baja la cabeza y murmura: no, nada. Nada” (87), “Mis ojos, habituados a la luz de la cocina, no distinguen nada —o casi nada— en la negrura homogénea del fondo del patio” (84), “Un intervalo semejante al primero, en el que no pasa nada ni se ve nada, antecede a la reaparición de su cabeza, brusca otra vez, cerca de la orilla opuesta” (128), “Después de ese eco demorado del ruido del motor no se oye más nada” (129), “Aparte de algunos coches estacionados, no hay nadie, nada, en toda su extensión” (138), “No ha venido buscando nada preciso: ni una persona, ni un paisaje, nada”, (139), “Nadie se ha extendido sobre toallas de colores a tomar sol, nadie se pasea por la playa, nadie se humedece los pies en la orilla, nadie nada” (203).

[2] Para ver el funcionamiento de las oraciones declarativas con polaridad negativa ver Di Tullio, Ángela (2010), Manual de gramática del español. Buenos Aires: Waldhuter, pp. 262-263.

[3] “Con la cabeza gacha, la cara sin expresión, Elisa permanece inmóvil durante varios minutos. Por dentro no pasa nada. La hilera de imágenes, de representaciones, la cadena de postales que fluye en lo negro, natural, se ha atascado en alguna parte y ahora en el punto en el que en general se hace vívida no hay nada, no pasa nada, ni siquiera la negrura o la conciencia de la negrura; hay apenas un vacío incoloro al que ni siquiera la palabra hueco puede aplicársele, porque un hueco sugiere una forma y de la mente de Elisa toda forma está excluida. Durante unos minutos ninguna decisión, aunque más no fuese la de desplazar unos milímetros la mano sobre la mesa, puede ponerse en marcha desde ese vacío incoloro” (Saer 2016: 145).

[4] “El Gato alza la cabeza y contempla el espacio a su alrededor; no hay nada, nada. El río liso, sin una sola arruga, la arena amarilla, y del otro lado, en la luz del crepúsculo que comienzan a enturbiar los mosquitos y que la proximidad de la noche no refresca, vacía, la vegetación enana enmarañada al borde del agua, dos sauces llorones inclinados con su ramaje que cuelga blando hacia el río, la barranca amarilla que baja hacia la costa en un declive imperceptible, medio comida por el agua, la isla” (Saer 2016: 78), “Aquí, desde luego, todo es desierto, pero no hay lugares desiertos. Nadie ha visto nunca un lugar vacío. Cuando uno lo mira, ya no está vacío —uno mismo es el que mira, la mirada, el lugar. Sin uno, no hay mirada ni tampoco lugar” (209-210).

[5] “Y al asomarme a la ventana, fumando, veo, en el medio del río, viniendo en dirección a la casa, al Ladeado, la cabeza hundida entre los hombros torcidos, sobre el bayo amarillo. El chorro de humo que dejo escapar se disuelve despacio poniendo, entre el río soleado y yo, entre el jinete que avanza dejando atrás el centro del río y la ventana protegida por la sombra, una bruma grisácea, delgadísima, que no acaba nunca de disiparse” (Saer 2016: 17), “El Gato alza su vaso de limonada, toma un largo trago, y se aleja de la ventana en dirección a la cocina: está completamente desnudo pero, visto de fuera, desde la playa, su aspecto no varía en absoluto ya que la parte inferior de su cuerpo, desde la cintura para abajo, no es visible desde allí” (72), “El viejo infinito no era ahora más que una yuxtaposición indefinida de cosas de la que no me era posible percibir más que unas pocas a la vez —y no había secuela alguna a esa percepción, como no fuese en la memoria engañosa” (80).

[6] “La muchedumbre reducida de la playa, ante mí, a pesar de los cuerpos tostados que se mueven y palpitan, e incluso se tuercen y se contorsionan por momentos, a pesar del tumulto líquido que levantan, con sus panzazos, del agua, a pesar de las voces y de los gritos y las risas que suenan y resuenan como para mostrar bien que ellos son en este momento la vida y ninguna otra cosa aparte de ellos lo es, no me son, sin embargo, al ojo, y al oído, y a las yemas de los dedos, tan accesibles como debieran” (Saer 2016: 49).

[7] “Elisa quiere impedirme entrar porque tiene el presentimiento de que voy a perder. Me recomienda sobre todo que no juegue el número tres. Yo le hago notar que su recomendación es ambigua: ¿me está queriendo decir que no juegue el número tres, como si yo tuviese un número tres para perder, alguna cosa designada con el número tres, o bien que no juegue al número tres, es decir que no haga ninguna apuesta a ese número?” (Saer 2016: 28), “El empleado hace una especie de saludo militar, con la bolita de la ruleta en la mano, y dice “Partida”. Yo no sé si interpretar eso en el sentido de que va a jugarse una partida, de si es el comienzo (la partida) de la partida, o de si se trata lisa y llanamente de que estamos por partir” (29), “El hombre ha dejado de hablar y escruta en la cara del bañero los efectos de su largo relato: su propia cara refleja la ansiedad del narrador que, ya vacío de su relato, indaga en la expresión del oyente si el destino de sus palabras ha sido aproximadamente el buscado, y si los gestos del otro corroboran la eficacia de su narración” (116).

[8] “El Gato cierra el libro y lo deposita en el suelo, junto a sus alpargatas descoloridas. Por unos momentos permanece en ese estado de ensoñación que durante la lectura se ha llenado de imágenes y que ahora es como un limbo incoloro que refleja, sin ser consciente de estar haciéndolo, la pieza iluminada en la que los dos cuerpos desnudos yacen inmóviles sobre la cama y en la que no se oye más que el zumbido monótono del ventilador” (Saer 2016: 180)

[9] “Cuando la suela de la alpargata ha golpeado, rápida, a la araña, he visto salir, en todas direcciones, una docena de arañitas despavoridas, que han desaparecido. Ahora la alpargata vuelve a golpear. Queda una mancha negruzca, viscosa, en la baldosa colorada. Las arañitas han encontrado, seguro, refugio bajo los muebles, o en las junturas abiertas entre las baldosas coloradas y la pared blanca. Queda la mancha negruzca, viscosa: ya no es araña ni nada. Es una mancha, viscosa, achatada, negruzca, que puede significar, para el que no sabe, cualquier cosa: en sí, ya no es prácticamente nada” (Saer 2016: 19).

[10] “[…] me tiemblan todavía las piernas, entorpecidas, todavía, de sueño, o por el sueño, y me golpea, todavía, ligeramente el corazón […]. También de la vigilia me veo obligado, con un esfuerzo imperceptible, a desembarazarme y paso, parado otra vez sobre las baldosas coloradas, a un estado intermedio, ambiguo, donde todo no es más accesible a la yema de los dedos que un barco en el interior de una botella. Las yemas tocan, a lo sumo, el vidrio pulido sin saber de antemano que estaba ahí y reciben, en lugar de la rugosidad esperada, una lisura insípida, uniforme” (Saer 2016: 48), “Durante

unos minutos se adormece, con un sueño rápido, superficial, que más que un sueño es una especie de incertidumbre un poco más aguda que lo ordinario acerca de su estado —acerca de la vigilia engañosa y del sueño turbador— y del que despierta, o al que deja atrás, más bien, con la boca pastosa y un poco embrutecida (165-166).

[11] “La masa confusa, tibia, es amarillenta, llena de nervaduras luminosas; hay, puede presumirse, un exterior desde el que esa luz llega. Deja escapar un murmullo profundo, asordinado, múltiple, diseminado alrededor y que permite entrever, por la presencia constante, su extensión. Pequeñas convulsiones semisólidas se levantan, por momentos, del fondo, y quedan durante largo rato en suspensión, como si las partículas que las componen estuviesen sometidas a leyes nuevas y rigurosas. Todo parece estar, todo el tiempo, en movimiento y expansión, pero de un modo entrecortado, sin apuro ni violencia. La masa es como elástica, apretada; avanzo, por decirlo así, con dificultad” (Saer 2016: 19-20), “El bayo amarillo cambia el ritmo de su carrera de un modo brusco, como si hubiese pasado, no a otra velocidad, sino a una nueva dimensión de la que el galope no es más que una pantalla que oculta, a diferencia del trote donde cada detalle es más visible, el esfuerzo infinito de cada movimiento gracias al cual cada detalle y el conjunto entero cambian, infinitesimales y bruscos, en el espacio, de lugar (77-78).

[12] “Atravieso, despacio, la habitación: la pierna izquierda, la derecha, la izquierda, la derecha, la izquierda ahora, la derecha ahora, abro la puerta negra ahora, y entro en la segunda habitación. La primera habitación queda atrás. Cierro ahora detrás de mí la puerta negra.

”Detrás de mí está la puerta negra, y a mi derecha, en la pared lateral, otra puerta negra. También hay una puerta negra enfrente, en la pared blanca, más allá del espacio vacío y del piso cubierto de baldosas coloradas. Girando hacia la puerta lateral, la izquierda, la derecha, la izquierda ahora, la derecha ahora, abro la puerta negra que dejo, detrás de mí, después de atravesar el hueco, entreabierta” (Saer 2016: 21).

[13] “Creo ver venir, desde la penumbra, hacia mí, la mirada, más espesa, aunque menos visible, que el aire azul, del caballo. Sale por los ojos, de ese cuerpo caliente, de pelo y sangre, que se sacude y que palpita, material. Atraviesa, blanda, el aire azul, sin dejar en él ningún rastro, y llega hasta mí” (Saer 2016: 21-22).

[14] “Tomatis y su socio vitalicio, Horacio Barco, argumentaban, dos o tres noches atrás, en el bar de la galería, que el escepticismo ante la posibilidad del fin del mundo se basa exclusivamente en el concepto de experiencia; porque no hubo fin del mundo hasta ayer, ni hasta esta mañana, no lo habrá en este momento, ni mañana a la mañana” (Saer 2016: 40-41).

[15] “Hasta que después de unos segundos de extrañamiento, en los que no pasa nada, salvo la exterioridad contra la que la comprensión rebota, el recuerdo, que parecía atascado en el umbral de la zona iluminada, como un actor al que un contratiempo inesperado impide avanzar dejando por un momento el escenario vacío, vuelve a fluir trayendo consigo cosas conocidas que van desfilando unas tras otras tan ordenadas y tranquilizadoras como las imágenes de un programa de televisión” (Saer 2016: 143).

[16] “[El bayo] espeso, opaco, sin significación, empeñado en ser, y prolongándola por la boca, la vida” (Saer 2016: 52), “No tiene historia […]. Me incorporo: sé que están desapareciendo, a pesar de su tranquilidad, sé que estamos hundiéndonos, imperceptibles, para renacer, en un intervalo que sería ridículo llamar tiempo porque sé que no tiene nombre y no podría responder a ninguno” (53), “El motor de la lancha de control, que ronroneaba apagado en el amanecer, no lo sacó tampoco de su contemplación y viéndola aproximarse, cortar la superficie con su proa blanca —toda contaminada también de puntos luminosos— el bañero se preguntaba cómo diablos podía progresar en ese medio inconexo, cambiante, precario, que flotaba a la deriva en el vacío” (123-124).

[17] “El bañero tenía los ojos fijos en ellos. Los veía como desde un poco más acá de la retina, o de la atención, o de la conciencia, en un estado que no era del todo el de la vigilia ni tenía tampoco nada que ver con el sueño, pero incluso si hubiese tenido la idea de desviar la mirada y ponerse a pensar en otra cosa, lo que no ocurrió, le hubiese sido sin duda necesario un esfuerzo mucho más grande que el requerido para una decisión semejante en una situación corriente” (Saer 2016: 121-122).

[18] “Quedamos un momento inmóviles, mirándonos a través del espejo; el contacto de mi mano contra su brazo desnudo, del que se desprendían todavía la frescura y la humedad de la ducha reciente no era, sin embargo, desde el punto de vista de una experiencia posible, más revelador que el que hubiese podido obtener estirando la mano y tocando el espejo en el lugar de su superficie en el que el brazo de Elisa se reflejaba. Lisa o rugosa, mineral o carnal, el resultado no era más claro ni la penetración más profunda; en algún punto, el horizonte del contacto se volvía, cualquiera fuese el objeto que tocara, liso, uniforme, y sin mayor significación” (Saer 2016: 81).

[19] “Le costó semanas, meses, habituarse otra vez a la realidad de todos los días, la de antes de su inmersión, a ver un cuerpo, una cara, un lugar cualquiera, como una entidad constituida y no como una serie infinita de puntos en suspensión, sin otra relación entre sí que la de dos o tres leyes mecánicas y rudimentarias” (Saer 2016: 124), “[…] durante una fracción de segundo tuvo como una impresión de desdoblamiento ya que se creyó contemplándose a sí mismo desde la borda de la lancha de control” (125).

[20] “Por un momento, se experimenta hasta la impresión de pertenencia, de identidad. Todos esos cuerpos parecen tener en común algo más que la forma, la fisiología y las costumbres, más que las imágenes superficiales y mecánicas de la sociabilidad —algo, ni sustancia ni idea, común a todos en una dimensión más amplia que la materia y la animalidad, llamita idéntica en cada uno de un mismo fuego solidario” (Saer 2016: 190).

[21] “En la luz de tormenta, en la inminencia del aguacero —el primero, después de varios meses—, las cosas ganan realidad, una realidad relativa sin duda, que pertenece más al que las describe o contempla que a las cosas propiamente dichas” (Saer 2016: 211).

[22] “Llega, hasta sus oídos, sin estridencias, el rumor de febrero, el mes irreal, concentrado, como en un grumo, en la siesta” (Saer 2016: 12), “Es discontinuo, quebrado, como si las vocecitas debiesen, una y otra vez, tratar de sacar, desde dentro, un nuevo grito. Y la ilusión de continuidad que da, por momentos, el coro circular, no pareciera provenir de otra cosa que del error, o de la aceptación sin examen, a que induce la distancia” (24), “A cada golpe de los remos la canoa, que parece inmóvil, sale por un momento de su inmovilidad para caer otra vez, casi instantáneamente, en ella. No se sabe por qué esa sucesión entrecortada da, por momentos, una ilusión de continuidad” (33), “Si por casualidad la siesta sorprende a alguno caminando por una calle de barrio, sin árboles, en pleno sol, lejos del río y sin ninguna parada de colectivos cerca, la sensación de irrealidad es tan grande que la luz, sobre las veredas blancas, empieza a fluir rápida, a despedazarse y chisporrotear (39).

[23] “Ha debido haber, sin duda, caballos muertos, por accidente, o en el curso de algún tiroteo, pero toda esa campaña de los diarios, de la radio y de la televisión, según la cual desde hace meses, y en forma periódica, un asesino de caballos sale de noche a matar, movido por una fuerza irresistible, como Peter Lorre en “El vampiro negro”, le parece, de más está decirlo, un poco novelesca” (Saer 2016: 148).

[24] “Ha de estar ignorando lo que lo rodea, sosteniendo, él solo, en la noche de verano, el libro que sin él, sin su abandono, hubiese sido un objeto más, inerte y mudo, sobre la mesa de luz, olvidado y sin vida entre el ventilador que zumba continuo y la punta incandescente de la espiral” (Saer 2016: 171).

[25] Para más información acerca de las premisas metafísicas de Macedonio consultar Flammersfeld, Waltraut (1993), “Pensamiento y pensar de Macedonio Fernández” en Museo de la Novela de la Eterna, Macedonio Fernández. España: Archivos, CSIC, pp. 395-430.