El ojo invertido |
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Estar Fuera de foco puede implicar quedar por fuera de lo que se ve, pero también puede ser estar adentro de la imagen de manera borrosa, en segundo plano. Jorge Cáceres -personaje recurrente en las novelas de Roberto Ferro- tiene un ojo desviado y esta característica física, que repite de manera reiterativa y elocuente para hacer referencia a su modo de mirar, conjugada con su habilidad para leer como novelas las acciones que se encadenan en “su vida”, lo va a mantener en el juego y le va permitir ocupar el lugar del detective de manera efectiva, acertando en sus modos de leer la trama. La posibilidad de pensar los sucesos no como género policial, sino como novela sentimental es lo que lo diferencia del resto de los posibles investigadores y lo que le permite acceder a la verdad de lo sucedido. Saber leer, saber pensar la literatura como un cruce de géneros, y que eso se traslade a la vida -dentro de la novela-, lo acerca a la verdad -como augura el epígrafe- y le permite correrse del foco del debate y trascender la teoría amalgamando las correspondencias que deslindan los páramos semánticos que descuida, atraviesa, evade o perturba en la búsqueda de sentidos. Ver es, en la novela y en la vida, un acto de saber desmedido al que se accede no siempre por propia voluntad pero que, una vez consumado, no tiene retorno; ser visto viendo, desatar las envolturas que contienen los secretos, es doblemente irreparable. Luca está donde no debe en el momento impreciso y por eso ve la traición por una hendija de la pared infranqueable del monasterio. Se desmorona su vida ante el engaño y todo toma un rumbo diferente al planeado: la ficción ordena los hechos para que suceda algo digno de ser contado, proliferando aún más cuando es descubierto viendo -sin querer- el asesinato y queda involucrado en una trama ajena, la muerte de Lasman. El recurso del diario de notas que corta el relato en el momento en que Luca va a ver quién le toca el hombro para salvarlo o hundirlo en un pesado y oscuro transe de identidad, da fuerza y vitalidad a la trama policial sosteniendo la tensión y jugando con la idea de autor tan recurrente en las novelas de Ferro. Una visión marcada por el diferimiento de la escritura y las posibilidades de vivir en ella. Ser un buen lector va a salvar a Cáceres de los finales desalentadores que rodearon siempre sus novelas personales, como augura negativo al comienzo de la novela. Estar en lugar preciso en el momento indicado lo pone resguardo del policial y le permite transitar espacios inesperados, sutiles y de gran atrevimiento como perdonar a Irene y su hermano cuando ingresa, impertinente, en Casa tomada; o cuando utiliza el aparato de la curia, cedido “inocentemente” por Ubertone, para resolver el caso de corrupción de los medicamentos. Desviando la acción, haciendo foco en lo que rodea la imagen principal, logra tenuemente alumbrar los espacios que decide transitar para dejar a la vista ciertos funcionamientos. En su deseo por ser filólogo en alguna de las esferas de sus sueños incumplidos, Jorge Cáceres, el narrador del diario inexistente que le permite a Vieytes -¿y a Roberto Ferro?- correrse del foco de una narración ajena y secuenciada, se identifica compartiendo iniciales con Julio Cortázar -por fuera de la novela- y no gratuitamente con Julia Corley – por dentro- personaje por demás extraño e indescifrable que atraviesa las páginas con diferentes trajes y celadas siempre mostrando un costado incierto que encubre la resolución. El triángulo formado por los que cuentan se repite para demoler los estereotipos binarios que articulan el pensamiento sexista y ordinario, acompañado por las tres mujeres que conmueven la atención de Cáceres: Melissa, Paredes y Oschiro; los tres enigmas que vertebran la trama -la pintura, los papeles de la muerte de Lasman y el libro-, inscriptos de soslayo en la escritura de tres referentes: Borges, Piglia y Cortázar, a través de tres capítulos: vendettas, la libreta de notas y la adenda, que desenmascaran tres instituciones: los museos como transmisores de la memoria, la iglesia como espacio de paz y armonía o comprensión de las diatribas del hombre y la medicina o los hospitales como lugares de servicio desinteresado y comunitario. La concesión -el préstamo- es ruptura, y su sentido prescinde de las ausencias que delimita y habilita. En un esquema fibroso en el que ver no siempre es saber o haber visto, la presencia o sentencia de realidad en la ficción se ve cuajada por la novelización de los hechos que ocurren cuando la novela cede sus espacios a las voces que la articulan. Dentro de un juego intenso de intrigas y claroscuros, traiciones y corrupción, lo borroso de la lente desenfoca la escena y permite entrever la tersura del enigma, la envestidura de la trama, los ejes amenazados, concedidos, desdibujados; los estereotipos burlados, los homenajes y los descuidados que subrepticiamente abundan en las novelas de Roberto Ferro.
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