La figura de una constelación |
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Más allá de la búsqueda amorosa de la trama policial que mece devotamente las series de esta saga de Jorge Cáceres -que entrecruza con su ojo desviado la lectura de los libros y de la vida desde una óptica tergiversada por el estrabismo, la soledad y la coyuntura-; la sangre, la injusticia, la marginalidad, no llegan a teñir definitivamente el pulido de las palabras, ni el trasfondo temático que se despliega como telón de fondo en la búsqueda novelada por transitar los laberintos de la palabra. El enigma actúa en la novela como un satélite pero también como una puesta en escena que es al mismo tiempo escenario de las reflexiones e inflexiones en una historia que va entramando las secuencias a partir de intentar develar su propio mecanismo -el de la vida y el de la escritura-. Como un artífice de su propia escaramuza, monta el espectáculo que tiene como interlocutores no solo a Proust, a quien dedica un capítulo relacionado con la perversión que el mismo narrador JC experimenta en la novela, sino también a Barthes, Genette y Deleuze que, siempre presentes en las novelas de Ferro --y en su vida-, dan sustento y otro sentido a ese doble narrador perverso, perseverante, atrevido y avocado que es Jorge Cáceres, Roberto Ferro, ambos o ninguno. La condensación y el tránsito de los recorridos devenidos imagen múltiple de la misma cara -no del mismo rostro- se inmiscuyen por los pliegues de la trama y dejan entrever cómo esa forma de leer, esa mirada de lector, de escritor, de narrador que puede entender los sucesos desde otro lado, es no solo la que lo introduce en las tramas policiales sino también la que le permite colocarse en el lugar del investigador y resolver el enigma que termina siendo siempre un ajuste de cuentas con la verdad y la justicia. Amparado por su oficio de vendedor de libros usados es la literatura la que le permite vivir y contar múltiples historias, ser todos lo que quiera ser, sentir y paladear sus propios posibles narrativos. En esta novela, el narrador Jorge Cáceres decide deslindar su escritura de la pluma del Dr. Ferro aunque finalmente cede ante la tentativa de otorgarle la autoría a la que asistimos como lectores dobles en nuestro carácter de conocedores de las múltiples constelaciones. La escritura, eso que sucede como un hecho en el juego del libro, es plasmada en la novela cuando ya todo ha pasado. En un intento por reconstruir las escenas de decisión y conminación de esa escritura añejada en la libreta negra, el narrador portador de un diario -que es la novela-, habla sobre estas líneas anteriormente creadas, signadas por la palabra clinamen intentando así contribuir a la verosimilitud en el acto de negarla. Al mismo tiempo que da cuenta de la posibilidad de la espontaneidad de la trama, no deja nunca de dar cuenta de que es escritura. Al ser la historia parte del pasado, invierte la apuesta dejando ver la influencia de la memoria en el orden de los acontecimientos, de las palabras en el orden de los sucesos y de las acciones en el orden de la espesura y la intensidad. La narración y el acto de escritura están en pasado y los abismos que las recubren insuflan sus hálitos fogosos de existencia que late en la alternativa de rememoración que se contrapone con la libreta de notas, objeto fetichista que intenta nublar el estigma de la ficción y hacer volver al objeto parte del suceso, y todo de vuelta a la escritura. La personalización y reapropiación del relato le permiten indagar con mayor detalle y precisión las escenas eróticas e introducir temáticas que tienen que ver con la intimidad y la pareja -para no hablar de amor porque sería un exceso que escapa a sus posibilidades-, con las señales físicas del paso del tiempo que lo van a llevar a revalorizar lo estético como una marca de lo posible y hacer hincapié en los sentimientos de tristeza, placer, desilusión y abnegación que esas secuencias transitadas le producen. La ficcionalización de ese tránsito, de esa especie de vida programada en actos que sostengan la intriga, va a ser más íntima y acérrima en esta novela ya que el manejo de la figura del narrador protagonista va a habilitar el acceso del lector a sectores más oscuros de la vida de JC acercándolo quizá hacia aristas que lo emparentan con los referentes nombrados. La lectura amplificada, exacerbada de los indicios y las anticipaciones, la conjunción de pistas y sensaciones ante posibles huellas sobre el devenir de la trama policial confieren espesura a las acciones siendo ellas mismas actos dentro del mismo juego de sucesos. La escritura en su carácter de ordenadora de las secuencias logra con maestría y sin perder sagacidad, en esos escondrijos de lo que va a suceder, sostener el misterio y proponer constantemente un nuevo posible narrativo que, en su resolución, no alberga al enigma inicial sino que fuga en otra dirección completando la imagen construida en torno a las figuras que aparecen y desaparecen frente al narrador, desacomodándolo e instándolo a continuar con la búsqueda. La muerte, su inexplicable e inefable existencia, los huecos que deja tras sus pasos, aparecen en la novela como espacios de experimentación que interpelan la ficción; el placer y el dolor combinados dan como resultado una perturbación y una pérdida que la escritura no puede suturar. Ante la muerte, la literatura perpetúa las palabras pero no el ímpetu vital que puede reescribirlas, releerlas, reinventarlas; no puede volver a ser carne en las letras; es, finalmente, parte de los opuestos irreconciliables que se involucran paralelos e implacables. Son también -tal vez- formas del abismo condenatorio, dulce y perturbador de la escritura, de esta escritura
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