Divertimentos y ruinas en un museo de poesía |
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Sin nombres propios, ya una novela de la mente o un rollo de poesía que se desenreda en una lengua que coqueta, se entrevista imaginariamente en un mar de inspiración tantálica. Ana Abregú nos presenta, en esta oportunidad, una rutilante colección de divertimentos y ruinas en un pequeño museo, el de una escritura posible que funciona como un set de incisiones que la poesía le hace al lenguaje. Lo tantálico del poema: divulgar un secreto en voz baja e inaugurar una ceremonia de transfiguración mística. Atrave(r)sar es una extraña materialidad de instantes y escombros que quedan como un suspiro de un mundo que se dice mundo para que solo haya un mundo en que el lenguaje sea posible. Hay una serie de palabras más o menos organizadas en “estados de cosas”, “estados de espera”, átomos que son universos donde el significado y la pertenencia a un lugar no caben juntos. Se escoge, por acto de una gravedad que puede cambiar inusitadamente. La escritura da. La escritura quita. Abregú emplea el recurso de la posibilidad de cambiar una palabra por otra en un texto, ¿creando otro texto? ¿Otro sentido? ¿Otra potencialidad semántica? ¿Más sintaxis en un hablante que solo es una puesta en escena o una prueba de canal? La escritura de este libro se organiza en apartados que van del uno al ciento ochenta y ocho. Apartados o incisiones, como dije antes, la preocupación de la autora es a que esas mismas palabras le hagan algo al lenguaje, le quiten su inmutabilidad, generen adendas (escrituras añadidas) o una metanoia (un cambio de la mente, un cambio del curso de las aguas que caen). En el número veintitrés, Abregú sitúa: «Somos lenguajes individuales dentro de cada ser, profundos e inalcanzables, tras un texto que se resiste (**) a ser encontrado (…) (**) Donde dice “resiste”, podría decir: “elude”» (p. 18) Hagamos una prueba: «Somos lenguajes individuales dentro de cada ser, profundos e inalcanzables, tras un texto que se elude a ser encontrado» Un texto que se esconde en otra representación. Una máscara, ¿o la realidad de “lo leíble” o “lo ilegible”? Un acervo oculto de significados. En el número veintiséis, más estados posibles en la materia. “Todas mis palabras son un estado de ánimo (…) Todas mis palabras son un estado de cicatrices” (p. 19) Ánimo, cicatrices. Otra vigilia, una de ojos abiertos, pero hacia dentro. Pasión y una yuxtaposición de presencias y ausencias, traduciéndose entre promesas de un poema que llega, se va y que nunca llegó. Setenta y seis, para hablar de la promesa, por ejemplo: “La resistencia es organizar las tensiones según un plan, donde no existan interrogaciones, respuestas a preguntas que no se hicieron. El desconcierto es fingir que falla una instancia del diálogo en que la mente navega en paralelo; y lo faltante enmascara su importancia tras una palabra definitiva o la deserción de un signo, como la ausencia del punto final” (p. 34) Las preguntas que no se hicieron. Lo que el lenguaje no pudo llevarse, lo que no pudo dejar. Una experiencia inmediata, efímera. Una poética que sucede en ningún espacio y en ningún tiempo. No es que falle una instancia del diálogo en que la mente navega, donde el punto final es el sitio de la instalación con toda claridad. Y de lo borroso, borrar no es mejor plan, tampoco decir, sino desertar y no dejar nada como inmutable ni como dogma. Todo está sujeto a revisión. La poesía de Abregú se lee, se hace, se sueña en un encuentro imaginario de algo que está a punto de suceder, un escolio de algo que no lo pidió ni lo necesitó. Me recuerdo de un poema de Cecilia Vicuña, titulado “El quasar” de El zen surado (1973, 2013), copio un extracto para seguir comentando:
“Era su no ser nada aún, su ‘not yet’ lo que me atraía
Su ser ‘casi’ un borde, un ‘a punto de suceder’
En ese estado me mantenía, buscando una forma antes de la forma.
La forma no nacía de una idea.
Era la idea desvaneciéndose.”
Atrave(r)sar es una idea transformándose, dejando una gota de energía que busca su sueño y la chance de soñar. Al mismo tiempo, Abregú pone y expone la materia prima pre-textual y textual, tejidas y teñidas en un mapa que cruza las relaciones hipotéticas entre los componentes y los derroteros de sus propias palabras que no alcanzan a llegar a un campo de maniobras. En el número ochenta y dos se inscribe: “En algún lugar del universo podría estar formándose la materia de otro modo, una recreación diferente que no esté hecha de lenguaje, y por ello, aterradoramente incorpóreo. Lo que se toca y percibe es lenguaje”. (p. 36) Tacto y percepción es lenguaje. Con buena probabilidad, lo único que tenemos a mano. La vivencia de cada día es nuestro acceso al lenguaje. Lo cotidiano nos mueve al verbo. Hablar, escribir, leer, pensar, imaginar, construir, diagramar, son tentativas. En el Museo de la Novela de la Eterna (1967) de Macedonio Fernández, que nos recibe en epígrafe en Atrave(r)sar (y en buena parte de los libros de Abregú), en una parte se escribe: “Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada” (Madrid: ALLCA XX, 1996, p. 8). De pequeña diosa a poeta, ida y regreso. Una flor que florece en el poema. O que se marchita. Algo le ocurre a la flor en y con el lenguaje. La vida transcurre allí. En los márgenes de la casa, en contexto cuarentena y aislamiento. En los márgenes de la página, en la construcción de algo que se pone el atuendo libro. La vida está supeditada a terminar en lenguaje. Vuelvo a Macedonio: “Yo quiero que el lector sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir, no presenciando 'vida'” (Ibíd, p. 38). El destacado en novela es mío. La producción literaria de Abregú está casi, en su totalidad, compuesta por novelas. Atrave(r)sar puede ser leído como una novela de la mente, de las circunstancias, del período en que, como bien dice en el número ciento veintiocho, “el yo es otro que muta / para seguir siendo el mismo” (p. 50). Las palabras son los ojos de la autora. Se esfuman por cada parpadeo. Se esfuman en el momento en que ya no reflejan una imagen. El inicio y el fin se trastocan. Nada es definitivo. El libro de Abregú es un libro de cambios, de mutaciones. La obra se codifica en un espejo profundo y ocupado por el aspecto cambiante de una realidad sin realidad. En el número cincuenta y uno: “El espejo insiste en devolverme emociones ajenas” (p. 27). Con y en el espejo se habla. De allá para acá. Un recorrido de lo que viene y lo que se va. Una trayectoria entre una sinergia y una entropía, un caos donde las cosas se desorientan y el instante es extraordinario y de ahí, una medida y desmedida de ser una palabra. Las cosas quieren ser palabras y vivir para siempre. Algo principia: el bosón de Higgs al centro de un cuerpo. En la incisión ciento cuarenta y cinco: “En el poema comienza una historia recuperada una ligereza, como un frágil objeto, blanco y utópico, hasta que se va mestizando en pecados como una noble lanza al espléndido declive del significado” (p. 56). Se adelantaba lo que principia, un tiempo recobrado que es un testamento de dulce y cándida identidad. Ser. O tratar la autonomía de la imagen, de su inútil eternidad. La vida transcurre en dos realidades. Una con lenguaje. Y otra sin. La poesía es la energía que atrae y contrae. Salto hacia la incisión ciento ochenta y uno: “La palabra se proyecta diferente a la historia misma de su enunciación. Sufre una transformación armónica, como la música; juega retruécanos entre significados y significantes” (p. 67). Se proyecta, un proyecto, un proyectil. Pienso en Cecilia Vicuña nuevamente, esta vez con su PALABRARmás (1984) y traigo esta cita al frente: “Una historia de las palabras sería una historia del ser, / pero este texto no es más que una meditación que / avanza por fragmentos y sugerencias, desde / y para la imaginación / imagen en acción” (p. 83). Una historia que Abregú articula, una meditación que se fragmenta y sugiere la vista de las palabras desde un hoy, una vista al revés (como re ver, ver otra vez). Y a continuación, el número ciento ochenta y cinco: “Lo textual desde su valor sintomático propone un conflicto entre realidad, verdad y construcción; en el límite lábil la literatura es el efecto” (p. 68). La literatura, al parecer de etiología viscosa, se desliza y desarrolla entre imaginación, duda y pensamiento. A la postre, crear o destruir. Ya lo sugería Vicente Aleixandre con un magnífico título “la destrucción o el amor”. Lo lábil de un efecto que se habla para callarse. Escribir es un placebo de otro verbo, tal vez el de desear. Leer es un placebo de otro verbo, tal vez el de levitar. La literatura sucede, después de un peso muerto que carga quien lee en otro ejercicio –como propone Roberto Ferro (p. 76)- enmudeciendo o reescribiendo. Y por lo mismo, una aproximación más o menos modesta desde lo evidente a lo oculto. Un poema habla desde un cruce, desde una relación incompleta e imperfecta entre la inestabilidad de las palabras y lo difícil que es permanecer en un solo lugar. La vida extravía, pero insiste en un reencuentro. Más tarde que temprano. Atrave(r)sar es un cadáver de sintaxis. Seguirá aquí cuando ya nada de lo que habla y de lo que se habla quede. Un sedimento del barro con que la poesía viaja, en un tiempo posible, como revelación, un volver a velar un efecto, verbos, pronombres, adjetivos y sustantivos que se desencadenan en nuestras terminaciones nerviosas más sensibles y más endurecidas.
Chile, julio del dos mil veinte. Atrave(r)sar se baja gratis con CLIC AQUI.
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