Cebolla
Mientras descargaban las bolsas con la compra del supermercado traté de calmar a Matías moviendo mi brazo izquierdo. Con la mano derecha firmaba el recibo. El hombre me ayudaba, serio y sudado, sosteniendo el papel contra la mesada de granito. Antes que encontrara alguna moneda para la propina, los 2 empleados cerraban la puerta del ascensor.
Matías seguía llorando. Hacía calor. Un pañuelo gigante, doblado y anudado en las puntas y colgado de mi cuello me servía para llevar a Matías conmigo al tiempo que utilizaba mis dos brazos en otras tareas. Con mi hijo en ese lugar entendía por qué en España les dicen canguros a quienes cuidan a los niños. Me convertí en canguro de mi hijo un mes después de quedar sin empleo, cuando nos convencimos de que el chino que inventó que crisis es igual a oportunidad era un conformista o simplemente un farsante, y que no sería fácil reinsertarme en el mercado laboral. Entonces despedimos a la baby sitter, y yo ocupé su lugar.
Preparé una mamadera, la calenté apenas en el microondas y me senté en uno de los bancos de la cocina con Matías encima. Mientras le daba su leche del mediodía dejé que mis ojos recorrieran las bolsas del supermercado. Lo primero que descubrí fueron las cebollas. Cuatro cebollas chicas y redondas. En mi casa no comemos cebolla porque a mí no me gusta. Luego vi los champiñones, la manteca, el jamón crudo. Claro, me habían dejado un pedido equivocado. No era nuestro pedido. Desde que dependemos únicamente del salario de Paola, mi mujer, hemos adoptado algunas medidas para controlar los gastos. Una es hacer siempre la misma compra por internet. De eso se ocupa Paola. Luego yo soy quien recibe el envío mientras mi mujer trabaja. Ese día no estaba en casa pero tampoco estaba trabajando. Un día antes había llamado su hermana desde Córdoba para avisar que su madre, es decir mi suegra, había empeorado y probablemente no tenía para mucho más. Eso fue lo que dijo.
Decidimos que Paola viajara, que no valía la pena que Matías, con tan solo 5 meses afrontara tantas horas de ómnibus. Yo pensaba que unos días de separación nos vendrían bien, aunque no lo dije.
El sonido del portero eléctrico me tranquilizó. Seguramente los del supermercado habrían descubierto el error y volvían a cambiarnos estas bolsas por las nuestras. Me levanté y apreté el botón para abrir, giré el picaporte de la puerta de servicio del departamento y me senté con Matías en un sillón del living para no entorpecer el paso.
Escuché que alguien entraba y luego el silencio. Sin dejar de darle la mamadera a Matías me levanté y caminé hasta la cocina. Una mujer joven, de unos 25 años, me miraba con algo de vergüenza.
- Disculpe, Señor, buen día –saludó. –soy de la empresa Carver Pot. Usted se ha ganado una demostración gratuita de esta nueva línea de ollas y sartenes importadas de los Estados Unidos de Norteamérica.
- No –dije yo- debe haber un error, nosotros no tenemos ningún interés…
- Se trata de una demostración gratuita y sin ninguna obligación de compra. Mire –dijo, y me extendió una credencial donde estaba su cara con el pelo recogido en la nuca en una cola de caballo. En la foto parecía realmente linda, con alguna virtud que se escapaba en su versión personal. Le devolví la credencial.
- La empresa es la más antigua de los Estados Unidos, pero es la primera vez que intenta vender en la Argentina, y como confía en la potencia de su catálogo prefiere promocionar casa por casa para que los clientes comprueben las bondades del producto que una campaña publicitaria que se olvide a los pocos días.
- Se lo agradezco pero no estamos interesados, muchas gracias.
Se agachó a buscar un enorme bolso en el que yo no había reparado hasta ése momento. Con esfuerzo trató de levantarlo. La imaginé caminando por la calle, tocando una puerta tras otra, castigada por el sol y el desinterés. Me recordé en las filas buscando trabajo, mirando adelante y atrás para medirme con los otros postulantes y adivinar cuál sería mi suerte. Miré sus zapatos y pensé en sus pies, deseando un descanso. La volví a mirar y sí, era linda, de esas bellezas bien acomodadas, que no atropellan, que es necesario descubrir.
Cierta parsimonia exagerada en sus movimientos me convenció de que no quería irse.
Matías había terminado la mamadera y dormía contra mi estómago. Le hice señas a la mujer para que me esperara. Dejé a Matías en su cuna y volví a la cocina.
La mujer había puesto el juego de cacerolas, sartenes y cacharros sobre la mesada. Lucía un delantal de cocina sobre su ropa y un gorro un tanto ridículo que le quitaba el cabello de la cara y la hacía parecerse a la de la foto.
- ¿Cómo te llamás?
- Leonor –me dijo.
Le pregunté en qué consistía el premio. Me dijo que me prepararía la comida que yo deseara para dos personas utilizando las Carver Pot. Levanté los hombros, indeciso. Escuché el llanto agudo de Matías y fui a su cuarto. Lo saqué de la cuna y lo acosté boca abajo sobre mi antebrazo, haciéndole una presión suave con la mano en el vientre y subiéndolo y bajándolo lentamente hasta que expulsó un gas largo y ruidoso.
Volví a la cocina y Leonor había acomodado las compras. Una sartén flamante se calentaba en la hornalla, y en su interior un montículo de manteca se desintegraba cerca de una rodaja de cebolla que nadaba alegre en un charco de aceite de oliva. Leonor me sonrió. De a poco fue introduciendo más rodajas de cebolla que caían desarmadas dentro de la sartén. Un olor dulce se apoderó de la cocina.
El aceite dio algunos saltitos dentro y fuera de la sartén y Leonor parecía no poder controlarlos. Revolvía con una cuchara de madera. Unas gotitas brillantes le cubrían la frente.
Si bien sabía que no estaba en condiciones de comprar ni uno de los cacharros que vendía Leonor, ya era tarde para frenar su número. Pensé que tal vez ella cobrara por cada demostración hecha, sin importar si vendía o no las Carver Pot. Ese pensamiento me tranquilizó. Igual supuse que no estaba mal convidarla con un vino blanco helado que reservábamos con Paola en la heladera.
Abrí la ventana de la cocina y la del living pero el aire permanecía inmóvil. Leonor cortó los champiñones y los introdujo en la sartén. Antes de la segunda copa de vino brindamos y sonreímos. Agregó azúcar y dejó caer un chorro del vino blanco de su copa en la preparación. Se secó la frente con una servilleta de papel. Tomó otra servilleta y se secó el cuello deslizando la mano hacia el escote, pero frenó ahí, justo antes de lo que yo hubiera querido. Me contó lo difícil que era vender, que muy poca gente aceptaba tan siquiera la demostración gratuita, como si tuvieran miedo, como si una mujer sola pudiera hacerles daño.
Me preguntó si era separado.
Conversamos y dejamos que se escucharan los sonidos de la cocción en la sartén. Y el calor.
Me sorprendió pidiéndome pan viejo. Tenía. Lo cortó en cubos. Manejaba el cuchillo de cocina con energía y con lentitud. Bajó el fuego. Me miró a los ojos. Volvió a secarse, esta vez deteniéndose un poco en cada estación. Echó el pan en la sartén.
- ¿Qué te parece? – me preguntó.
- ¿Qué cosa?
- Las Carver Pot, ¿qué iba a ser? –dijo y se rió.
- Ah, bien, pero no puedo comprarlas –aclaré.
- No importa, igual tengo que seguir con la demostración hasta terminar.
Fui al cuarto de Matías, que dormía tranquilo. Pasé por el baño, volví a la cocina. El olor a cebolla predominaba sobre los otros. Leonor me sonrió. Había apagado el fuego.
- Ahora a probar –dijo. Metió el cucharón en la sartén y sacó algunos pedazos de pan, champiñones y cebolla. – ¿Te animás? –dijo y extendió el cucharón hacia donde me encontraba parado. Di un paso y al mismo tiempo ella acercó el cucharón a su cara. Quedamos ahí nomás, nos miramos, sonreímos, le miré la boca y ella me interceptó la intención con el cucharón que chorreaba. Probé un sorbo.
- Cuidado, no te quemes –me avisó- ¿Y, qué tal?
- Impresionante –dije disimulando el esfuerzo que hice al tragar.
Volví a acortar distancias y llegué junto a su boca. Sonó el teléfono. Pensé en dejarlo sonar pero me dio miedo que Matías se despertara. Levanté el tubo. Era Paola desde Córdoba. Me dijo que había pasado lo peor.
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