Hablar de la poesía de Rodrigo Perea (Ciudad de México, 1997) es hablar de poesía latinoamericana, desbordada y dedicada. Tuve la posibilidad de conocer este libro antes que fuese pensado como tal. Tengo varias visiones de las diferentes metamorfosis que sufrieron estos poemas. Recuerdo cuando Rodrigo tuvo un intenso paso por Chile el 2018. Coincidimos en la siempre difícil Santiago. Fueron períodos de crecimiento para ambos, yo me aprestaba a publicar mi primer libro, y mi querido estaba bocetando, sin mayores ambiciones, algunos de los poemas que aparecen en este volumen.
Algunos se acordaban tiernamente de Rodrigo por su poema de los aspersores, quizás porque para muchos chilenos la palabra aspersor suena extraña -como de doblaje de película o serie estadounidense- o porque la imagen directa del aspersor no es tal, es una manguera en las plazas que parece un río. El aspersor aparece, sin embargo, en el horizonte como una tecnología burguesa. Ese verso no quedó perdido, se quedó en el esqueleto de “La noche es un sueño que se lleva la mañana”, cuya idea de fondo es esa tonada que los trovadores llamaban aubade (alborada). Los aspersores son esa señal indefectible del fin del mundo, pero el poema tiene otros planes para el acontecimiento al que se precipitaba quienes recostados en el pasto veían a los demás llorar y despedirse. Nada de ramplona es el ejercicio de invocación de este momento cúlmine, sino todo lo contrario: el último verso es capaz de subvertir todo lo que había construido previamente. No sabría decir con exactitud cómo era ese poema que escuché en un recital que organizamos en Santiago hace seis años. Y eso es lo hermoso, porque ha quedado esa imagen que nos recuerda a Rodrigo. Decía antes que el motivo de fondo está en ese canto amoroso medieval dedicado a ese amor a escondidas, que se consumaba por las noches y que, la sola alba, se llevaba al silencio. Una mudez cuyo sedimento permanecía en el poema. De seguro quienes encontraron a Rodrigo en su residencia chilena ejercitarán su fascinación al tratarse de un nuevo viejo poema.
Las últimas noticias de la poesía de Rodrigo venían de él mismo y, recientemente, del Premio de Poesía Joven, edición 2022, organizado por la Universidad Autónoma de México (UNAM) y la Secretaría de Educación, Ciencia, Tecnología e Innovación (SECTEI) que se adjudicó. En efecto, esto último fue un impulso para que escapara de la inedición. Desde ahí que en su 2023, el libro lo movió por distintos puntos de su país y, a través del formato e-book que venden compañías como Amazon, puede tener una resonancia transfronteriza.
Para el epígrafe de la primera parte, “Poemas para épocas posteriores”, recurre a Roberto Bolaño: “En aquel tiempo yo tenía veinte años / y estaba loco. / Había perdido un país / pero había ganado un sueño”. Justamente, Rodrigo con veinte años enciende esa mecha que no sabe a dónde lo va a conducir: comienza a fraguar su primer poemario. Por ahora esto es lo que sabemos. Puede que haya poemas anteriores, sin embargo, concentrémonos aquí. Esas épocas posteriores tienen un pasado próximo y un futuro anterior en común: una escritura contemporánea. Y sus poemas se parecen a eso que Agustín Fernández Mallo describe como “postpoesía”. Aunque las credenciales de la poesía española del siglo XX y XXI en América Latina ya no son las que eran antes del tajo que el modernismo hizo en el corazón colonial de la poesía latinoamericana (cuando no tenía la consciencia de tal), observar que hay un giro -ya generalizado en la lengua castellana- a la retroproyección nostálgica del fin de siglo y de las situaciones y objetos producidas por el neoliberalismo. Hay una subjetividad poética inteligente que habla a través de este libro y que se entrecruza con el contacto de la experiencia con los dispositivos análogos y cómo eso genera una química de los afectos. Escribir desde este lugar, también tiene conexiones con el exterior. No hay una tradición, pero los manantiales tienen que ver con el humor como vector del pensamiento o la emoción que encierra el poema. Hay algunos escritores que recuerdo que Rodrigo leía con bastante fruición. Witold Gombrowicz, Fabián Casas, Héctor Hernández Montecinos, Gladys González eran, en efecto, algunos de los nombres del tiempo en que nos veíamos seguido. Leer y de ahí, la locura empeoraba: sugerencia, ¿qué nos dice una selección de epígrafes? ¿Hay un relato involucrado?
Podemos seguir mirando esas citas, esos amores al margen de un libro o apuntes guardados en las propias páginas como un placer culpable, pero hablamos de Postales desde el fin del mundo (2017-2022). Una postal puede ser la separación de los amantes al amanecer, un test de personalidad, una caída libre. No obstante, los poemas de Rodrigo no están compuestos con la precisión y estaticidad de una imagen fija, de la que solo podemos limitarnos a hacer conjeturas o juicios de valor, sino que su base es el movimiento mismo. La sugerencia sigue en el espíritu del poema, pero hay una movilización del pensamiento: en la explosión a la que se precipitan los versos se ven las esquirlas narrativas de un corto, de un tráiler. Alguna vez este libro llevó por nombre el verso de Mariano Blatt, poeta y editor argentino, “papelitos de locura”. Desclasificando aún más: “Algo parecido al final de una peli” fue un título anterior que evidencia cómo Rodrigo busca la arquitectura cinematográfica es la que persigue lograr el poeta. Si ni la teoría del poema como montaje ni el cut-up en la creación literaria nos parecen grandes novedades, no se puede obviar que el ingenio vuelva a un punto quieto de su militancia en la poesía. Si el epigrama en Grecia y Roma echaba mano al ingenio -considerando la cantidad de agua que ha pasado bajo el puente desde entonces- como base del sentido que transmitía una composición. No es que haya necesidad de tener una historia del humor a mano, pero el ingenio es precisamente algo que se apaga ante otros estilos de lo poético. O ante algunos trabajos poetástricos cuya configuración del lenguaje busca apelar a las emociones. La pregunta es cómo pueden hacerlo sin caer en el cliché, en el lugar común o peor aún en la banalidad de las emociones. El siguiente problema, probablemente también de la postpoesía de Fernández Mallo, se trata de criticar la economía libidinal que produce la publicidad a partir de un lenguaje presuntamente poético. Criticar, porque es el mismo fenómeno que produce éxitos de ventas y banaliza los modos de pensar el poema. Lo devuelve, es más, a un reducto de cursilerías de donde no debió salir.
Rodrigo mira a ese lector posible, le ofrece una torre de vasos, pero antes si puede quitar el mantel que la sostiene. A veces con ironía construye el poema. El poeta sabe que así hay una exención de adoptar una actitud trágica: casi como si fuese el meme “This is fine”, ya saben el perrito ese que está tomando café en una casa que se incendia. Ese es el límite, más allá el humor tipo Joan Cornellà más que irónico es irreverente y cruel. Los poemas de Postales desde el fin del mundo (2017-2022) nos guían por una insinuación -pese a que a ratos nos revuelven- y hacen todo lo posible para ser siempre transparentes. No hay artificios en las palabras escogidas, pero -como decía un amigo cuyo nombre no recuerdo- ser chistoso cuesta tiempo (y trabajo). Más que chistoso, ingenioso. Hay una fantasía profunda que se transmite y que se conecta, por afinidad, con lo imprevisible del placer y el dolor: parece una cierta maestría de este poemario que vuelve público a su autor.
La buena poesía sabe que no es necesario decirlo todo: ya ha renunciado a la exhaustividad. Por ejemplo, en “Una ciudad nueva donde nadie te conoce”: “Con el tiempo detenido cuesta trabajo moverse / entre los márgenes / de una fiesta que termina”. No es que no quiera decir algo de la referencia bolañesca, pero es también una actitud infrarrealista que se traduce en una postura ante la vida. “Hoy vi de nuevo Karate Kid”, a la vez, que revisita la experiencia de la película, sujeta el discurso en un tropo: “Uno busca su destrucción / con la misma fuerza con que da una patada”. En ese registro, Rodrigo es fiel a la creación con la metáfora, buscando un trampolín para llevar al lector al siguiente pensamiento. El viviente lírico se ve rodeado se encuentra a sí mismo. El poeta dice al lector: conserva el cambio.
Postales desde el fin del mundo (2017-2022) es un presente que contiene muchos pasados, un desafío y que nos recuerda la luminosidad de los escombros de una vida que se rehúsa a ser borrada. La creatividad es una ofrenda a la memoria. Así quedan sus postales de un lustro: viajes, amores, extravíos, desamores y la voluntad de tejerlas perennemente a la literatura. Aunque la última postal que envié a Rodrigo, a estas alturas, nunca llegó, hay que celebrar las que él nos ha confiado en su opera prima.
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Literatura latinoamericana
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