Habían llamado a la comisaría por ruidos molestos en una de las diagonales del sur. Llegó sentado como acompañante en el patrullero de su padre. Era cierto, la música se oía desde dos cuadras antes de llegar al domicilio. En el lugar, la familia de Cristina celebraba una fiesta, desbordada. Varixs invitadxs estaban sentadxs en la vereda, a los gritos, tomando cerveza. La puerta de chapa de la casa estaba abierta y se veían hombres y mujeres que entraban y salían al compás del cuarteto. En el patio, sobre una mesa, Cristina bailaba rodeada por unos cuerpos que la aplaudían y alentaban como si hubiera conquistado la tierra entera. No fue eso lo que conquistó, sin embargo, el corazón del cabo que bajaba con su padre, serio y enojado porque todo estaba fuera de control. Golpeando el cipote contra la pared exigió a los padres de Cristina que apagaran los parlantes infernales que ponían en vilo el descanso de los vecinos. Cuando consiguió que el silencio retorne, les dijo que habían llamado a la comisaría por ruidos molestos y que tenían que bajar la música. Cristina, enfurecida, tomó una botella y se la arrojó. El ruido del cristal estalló contra la pared, al tiempo que la mujer gritaba que los vecinos eran unos reverendos hijos de puta que no le podían cagar el festejo de su cumpleaños. El comisario, naturalmente, intentó detenerla como pudo, pero ya era tarde, los invitados habían formado una trinchera humana y les comenzaron a arrojar vasos, basura, panes, botellazos. Los policías tuvieron que huir, no sin antes amenazar con que estaban todos denunciados por desacato a la autoridad. El cabo estaba compungido y sonrojado; mientras se retiraba, la veía a Cristina de brazos cruzados reírse en medio de la fiesta, mirándolos desafiante y electrizada. Por supuesto, la denuncia no prosperó. Los ruidos siguieron y la fiesta también.
El cabo comenzó a recorrer todas las noches esa zona del pueblo. No lo hacía ni como rutina ni como forma de control por el altercado. Era por amor. La mujer le había generado un puntazo en medio del cuerpo y no lo resistía, lo tiraba hacia ella. Pasaba diez, veinte, treinta veces por noche. Tanto que comenzó a ser sospechoso y, naturalmente, los vecinos empezaron a hablar. Los rumores decían que la policía preparaba una venganza contra la familia fiestera. Por eso, una noche, mientras se distraía en mirar las ventanas de la casa de su amor –una vez, la cortina se había corrido y allí estaba ella, tomando mates y mirando la tele con sus ojos preciosos-, Cristina se tiró con prepotencia sobre el capote del auto y le preguntó qué quería, si tenía algún problema con ella. El cabo la miró, hizo una leve sonrisa con el rostro y le dijo no, problema, no; vengo a ver si aparecés y hoy lo hiciste; me cambiaste la noche. Cristina se quedó tiesa, sin poder creer lo que había escuchado. La mujer brava y atrevida titubeó un bueno y se metió, sonrojada, a la casa, sin decir nada más. El cabo miró las estrellas y les agradeció como si ellas fueran las responsables de todo.
A partir de entonces, los consabidos patrullajes fueron acompañados por la espera de Cristina en la vereda, hasta que vino la primera salida juntos en la chata que terminó en un camino rural, perdida en la oscuridad. A los tres años se casaron. Primero nació el hermano mayor de Marian, luego, una hermana, siguió ella y pocos años después, vino el último hijo varón. Para entonces, el amor había pasado a una zona de penumbras. Pero es imperioso recordar que, antes del nacimiento del último hermano, el padre, gracias a las influencias del abuelo de Marian, había sido designado comisario en Leones, a menos de 40 km de Noetinger, adonde se mudaron con toda la familia. Cristina y el cabo emprendieron la nueva vida. Si bien viajaban a Noetinger todas las semanas, las amistades en la casa del barrio sur que habían comprado comenzaron a proliferar y, con ellas, las escenas más escabrosas. Cristina no podía abandonar su tono festivo, al que el cabo suscribía con devoción. Organizaban reuniones con amigos multitudinarias. El alcohol, la música y la comilona no faltaban. Muchas veces, los vecinos se sumaban, aunque otras mandaban a pedirle que bajaran la música. Cristina se les reía, porque con quién se iban a quejar si esa era la casa del comisario. De todos modos, muchas veces, fuera de las ocasiones especiales, cedía para tratar de vivir en paz, decía y suspiraba.
Pero ese mundo comenzó a resultarle medio incomprensible al cabo. Sacó fuera de su interior a un hombre osco y desaprensivo. Al principio, llegaba malhumorado y comenzaba discusiones interminables con Cristina. Ella se enojaba, pegaba dos gritos, rompía unos platos y se iba a dormir. Con el tiempo, hasta los nuevos amigos dejaron de ir a su casa. El cabo comenzó a celar a su esposa con un adolescente de dieciocho años, al que culpaba de acosarla. El muchacho dejó de ir a la casa, como muchos de sus amigos. Fueron quedando aislados, por “problemáticos” y “mala onda”, casi sin contacto, más que con una vecina con la cual Cristina había entablado una relación inclaudicable. Lo peor llegó con el último embarazo. La familia del cabo acusó a la mujer de haber engañado a su hijo con el adolescente y de querer adosarle otro hijo más, cuando no era suyo. Cristina se sintió profundamente entristecida.
Marian había oído esas discusiones donde su madre era poco más que una criminal en la casa de sus abuelos y hasta en la propia. Pero a decir verdad, sentía algo contradictorio. Amaba a su padre, de hecho, el cabo le había demostrado una calidez y atención privilegiada. Era su favorita, lo confesaba siempre que podía. Pero también sabía que su madre jamás había hecho nada con otro hombre, como decían, y ese que venía no solo era su hermano, si no que, por eso mismo, también el hijo de su padre. Cuando el niño nació su parecido muy evidente con la familia paterna no aminoró el desastre. Tenía un problema genético, por el cual requería una cirugía de esófago, muy simple, pero que debía hacerse. Eso era la prueba de que el niño había nacido en pecado, según la familia paterna. El cabo se sintió cada vez más trastornado. Las peleas que presenciaba Marian llegaron a un nivel en el que no podía soportarlas y se encerraba en el baño a llorar. Una mañana, cuando se levantó, vio que su madre gritaba desconsolada. El ropero donde el padre guardaba su ropa estaba completamente vacío. El cabo se había ido y los había abandonado.
Nadie supo nada más del cabo. Las penurias económicas y el hostigamiento de la familia paterna a su madre se prolongaron desde entonces. Los niños recibían ayuda económica de su abuelo. Muchos fines de semana viajaban a Noetinger y volvían de allí llenos de regalos. Todos, excepto el menor, que se quedaba con Cristina, sin comprender, al principio, porqué. La mujer tenía ataques de cólera en contra de su suegro, le inició acciones legales a su hijo por abandono de persona, pero nadie sabía dónde estaba y la astucia de su padre comisario lo salvó de las acciones judiciales a partir de contactos políticos que nunca había perdido. Marian, sin embargo, trataba de no meterse. No quería hablar mal de su padre, pero sabía que todo era horrible. Ella comenzó a sentir un deseo irrefrenable por buscarlo y por dar con él a como dé lugar.
Mientras, la economía de su madre y hermanos se derrumbaba. De la prosperidad por ser la familia del comisario, pasaron a quedar prácticamente en la calle. Cristina comenzó a trabajar de empleada doméstica en la casa de varios patrones. A su hijo, le hizo terminar la primaria a los empujones para que comenzara a laburar full time como electricista. A los 11 años, el muchacho sabía hacer circuitos eléctricos, arreglar electrodomésticos, cambiar perillas, absolutamente todo el oficio. Los fines de semana volvía a su casa y le entregaba el sueldo completo a su madre. Ella comprendió que sus hijos, si no querían estudiar, podían ser buenos trabajadores. Les consiguió empleo a los cuatro. Las chicas quisieron terminar la secundaria, pero no pudieron. Era mayor la necesidad de hacer dinero. Marian se dedicó a la limpieza. Su hermana, si bien al principio vendía tortas artesanales, luego conoció a un buen hombre de cincuenta y tres años que le ofreció estudio y dinero a cambio de amor. Cristina los había presentado. Terminaron teniendo un affaire. La muchacha quedó embarazada a los dieciséis años y Marian se enfureció con todxs cuando la querían obligar a tener el niño en contra de su voluntad. La hermana quería estudiar. Terminaron convenciendo a la madre del aborto y de la necesidad de ponerle fin a ese destino trunco. El hombre desapareció. Lo que le dijo a Cristina era que temía que le sacaran el dinero de sus hijos legítimos. De todos modos, les dejó una buena suma como para que la hermana de Marian terminara sus estudios. Y así fue.
Cuando Marian tuvo su primer celular, en contra de la voluntad de su madre, porque era un gasto extra que le generaba pérdidas a la familia, la esperanza por dar con su padre cambió para siempre. Comenzó a seguir su rastro por internet. Se abrió varias redes sociales. Buscaba el nombre del padre en todas ellas y en ninguna lo encontró. Una semana después de aquella tormenta memorable que dejó al pueblo en la ruina, cuando pasó el incidente extraño del que nadie habla ya y que nadie puede entender qué fue, pero que puso al pueblo en vilo durante una de las cuaresmas de semana santa más difíciles, mientras Marian volvía de trabajar de la Estancia del gringuito, un mensaje de texto entró en su celular:
-“Hola, soy t ppá. Este es mi nmero. Cuando quieras, hacmos una llamda de guasap. Tus abuelo m dice que siempre preguntas por mí. Te mde muchos regels. Espero q te hayan llegado. Bueno, ac estoy”.
Marian se quedó con la sensación de haber entrado en contacto con un fantasma que se debatía entre lo real y lo irreal. Tanto tiempo sin saber de él, tantos momentos perdidos, ahora, así, de la nada, los volvían a acercar por medio del celular. Era cierto, ya había tenido síntomas de acercamiento a lo largo de los años. Su padre le mandaba dinero y regalos en cuotas a través de sus abuelos, razón por la cual Cristina se encolerizaba hasta el limbo, puesto que eso significaba que ellos sabían dónde estaba, solo que no querían decirles con el silencio de una crueldad aborrecible. Al principio, sacada, había ido de manera frecuente con una barreta de hierro a Noetinger a romperle los vidrios de las ventanas, la puerta y la casa entera, cuando su suegro se negaba a darle información. Ella era la loca, la negra de mierda, la desquiciada, pero ellos, no, simplemente no sabían y eran atacados por una mujer demente. Eso le producía un dolor insondable a Marian, porque sabía que su madre tenía todos los motivos para tener esas reacciones, pero aún así no podía dejar de amar a su padre con un cariño que la ausencia había potenciado.
Ahora se encontraba allí, luego de tanto tiempo, diciéndole hola, acá estoy. No pudo aguantarse. Estaba ahí y no lo perdería. Lo guardó en contactos y, de inmediato, inició una videollamada, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. El cabo tardó en atender. Pero ahí estaba. Parecía una especie de barco de junco y tenía un sombrerito de paja en la cabeza, de esos chinos, en medio de un espejo de agua. Alrededor, se veía el turquesa de un agua cristalina que se sacudía, apenas, por un oleaje leve. Había otras personas con él, mientras comenzaban los consabidos saludos esquemáticos. Los dos se largaban a llorar y una nena trepó por la espalda del cabo para preguntarle por qué llorás, papi. Marian se dio cuenta de que tenía una hermana más. De que el padre estaba con su otra familia dando un paseo o de viaje. De viaje, confirmó después, por China. La mujer se llamaba Renata. A Marian le sonaba de algún lado. Después se enteró de que era la secretaria de la comisaría, con la cual su padre había decidido escaparse. Ahora, un guía turístico, atrás, hablaba en inglés, dando unas indicaciones de un colosal edificio que el padre enfocaba con el celular. Tenía una especie de dragón negro enorme que se enroscaba en torno de una flor de loto en la cúpula. Él también estaba emocionado. Había tenido que pactar con su mujer que lo dejara atender; ella no estaba en desacuerdo, era la hija al fin de cuentas. Unos peces de colores pasaban por debajo de la embarcación. Eran una cantidad incontable que llegó hasta darle un poco de miedo a Marian. El hombre decía que allá tenían otro nombre, pero que eran carpas. Que no podía creer, tampoco, que ella estuviera así de grande, que la recordaba tan chiquita, tan indefensa. No le pedía disculpas porque tenía un nudo en la garganta. Se sentía apenado de tantos años sin verla y ahora, ahí estaba, una mujer desconocida que, sin embargo, era su hija. Se notaba que estaba nervioso porque su esposa abrazaba a la hija de ambos, con un gesto que nunca le había conocido. Ahora una embarcación más grande pasaba cerca de ellos y sacudía la chapola de manera violenta. Una ola le salpicó la cara y quedó completamente empapado. Y se largaron a reír. Esa risa de la que ya no era pequeña le produjo una ternura inmensa al hombre, porque la reconoció de las imágenes inaprensibles del pasado, y no pudo contener las ganas de verla: le propuso que lo esperara en el aeropuerto a su regreso, que le iba a llevar regalos, que tenía muchas ganas de estar con ella, que la había extrañado y pensado todas las noches de su vida. Su mujer lo miró con intensidad desde el otro extremo y, a pesar de que tenía la voz quebrada, hacía todo lo posible por disimularlo. Marian no hablaba, solo miraba la chapola ondulante, los campos de arroz, los monumentos gigantes a lo lejos y las pecas de su nueva hermana y madrastra. Claro que sí, te voy a ir a esperar, le dijo a su padre. Ahora el barco se tambaleaba en una especie de oleaje furioso. No era difícil reconocer la tormenta y el viento desaforado que había llegado de golpe para quedarse. Los chinos a cargo de la embarcación corrían desesperados. El guía trataba de mantener una calma que la tripulación había perdido, excepto el cabo que seguía embobado con su hija, ignorando la catástrofe con la cual lidiaban todos, incluso su mujer que había abrazado a la pequeña en un gesto de protección maternal. El barco de junco era acechado por unas olas agitadas que desestabilizaban a los cuerpos. Por momentos, parecía el movimiento nervioso del dragón que habían visto esplendoroso bajo el sol hacía poco más de diez minutos. Una tormenta repentina en un lugar de China le traía la noticia del riesgo de una nueva desaparición de su padre. La muchacha se asustó, le dijo que, por favor, corte y se ponga a resguardo, que después hablaban, que iba a ir a esperarlo a Ezeiza en Buenos Aires en su arribo. Que luego lo volvía a llamar.
Era tanta la información que tenía que procesar en esas imágenes que acababa de presenciar; no estaba segura de nada. El campo plano se extendía hacia el final del planeta, mientras unos aviones con aspersores descargaban los plaguicidas sobre la soja. El pueblo se veía envuelto en una nube de vapor, polvo y el rocío de las fumigaciones. Marian miró ese paisaje y no procesaba al principio cómo era que su padre había llegado a la China, con qué dinero, cómo, si ellos apenas tenían, a veces, para comer. Seguramente debía existir alguna explicación. No obstante, con o sin ella, se amargó. No sabía cómo contarle a su madre. Mandó un mensaje al grupo de amigos de la plaza. Parecían alegres. Todos festejaron la noticia. Ella ya no sabía. Ahora, en su bicicleta, entraba al pueblo, doblaba por el boulevard al costado de las vías, después pasaba por la plaza Belgrano, tomaba por calle Sarmiento y terminaba en la amplia avenida donde estaba su casa.
La noticia cayó como una bomba. Cristina tuvo una crisis de nervios, tuvieron que llamar a los bomberos para que la trasladaran al hospital. Vinieron con la ambulancia, la sedaron, le dieron los primeros auxilios y los cuatro hermanos terminaron rodeando a su madre en una habitación descascarada. Marian se sentía terriblemente culpable, sobre todo porque sus hermanos y también Cristina le habían dicho que esto era por ella, por andar revolviendo el pasado. Ahora tenían una verdad más terrible que la ficción que habían construido durante todos aquellos años. Su padre los había abandonado pero no por las versiones de infidelidad de su madre, sino porque él se había enamorado de otra mujer y constituido, a la luz de las imágenes recibidas, otra familia con esa muerta de hambre con cara de mosquita muerta, sentenció Cristina. Le pidió el número para llamarlo. Marian se negó y la mujer tuvo otra crisis. Le aplicaron un sedante y quedó dormida.
Sus hermanos también le pedían el número, para llamarlo y decirle todo lo que se merecía ese sorete inmundo. Marian se negó también. No podía hacerle eso a su padre amado. Quisieron sacarle el celular. Entendió el riesgo de que le robaran el número y lo agendó con el nombre de una de sus amigas, sin la característica del pueblo. Cuando Cristina salió del hospital y ante la negativa sistemática de su hija, en una discusión encendida y desbordada, la echó de la casa, porque ella no era más de la familia. Sus hermanos aprobaron la decisión de la madre, puesto que su hermana se lo había buscado.
Marian estaba desolada. De repente, esa tarde, se encontró sola con una mochila y una bicicleta. Pensó en pedirle ayuda a sus amigos. Pero desistió porque se le cruzó una idea tan fascinante como riesgosa. Viajaría en bicicleta a esperar a su padre en el aeropuerto. Total, ya no tenía nada. Algo de dinero de las casas que había limpiado aún le quedaba. De alguna manera se las rebuscaría. Calculaba que en unos diez días llegaría a Buenos Aires, haciendo algunas paradas en los pueblos a los que llegara al caer la noche. Y así fue. Subió a su bicicleta y tomó dirección a la autopista. Tenía puesto un rompeviento, con una calza y zapatillas fucsia; el casco de ciclista y la mochila con la ropa en la espalda. Ahora los campos llenos de soja se sucedían los unos a los otros en cada minuto que pedaleaba. La primera parada fue en Tortugas. Descansó en una plaza y pidió a una señora que le cargara el celular. Comió un pancho esa noche, mientras los chicos del pueblo, curiosos, iban a ver a la ciclista que había llegado a dormir y que nadie sabía a dónde se dirigía. A la mañana siguiente, salió con el sol inundando la línea blanca de la ruta. Por suerte, tenía unos lentes oscuros y se los puso. Por la noche, estaba en Cañada de Gómez. Allí entró por una de las calles y llegó hasta la terminal, donde pudo ducharse y comer algo para guardar energía. Le contó a la gente del bar cuál era su historia y durmió en los bancos de espera mientras llegaban y partían los pasajeros de los ómnibus. La tercera noche la encontró en Carcarañá. Descansó en un camping municipal al costado de un río pequeño que fluía entre los tornasoles de la luna. La cuarta noche, durmió en el Parque Independencia de Rosario, acosada por unos mendigos que le hacían señas obscenas desde unos bancos. La quinta noche, estaba en Villa Constitución, en una plaza, donde la gente empezó a rodearla y a tomarle fotos que subieron en las redes sociales. La sexta noche, en San Nicolás de los Arroyos, en una estación de servicios al costado de la ruta, donde pidió propina a los automovilistas a cambio de lavarles los parabrisas. La séptima noche durmió en otra estación de Ramallo. La octava, en San Pedro, en medio de una plaza al costado del río, donde la gente se asombraba por esa ciclista aparecida de repente. Cuando llegó a Alsina, luego de meterse al pueblo por un extenso camino desde la autopista, algo raro sucedió. Mucha gente se había amuchado en las banquinas y la recibía aplaudiéndola, registrando su llegada como si fuera algo inaudito. De hecho, al llegar a la plaza del pueblo, la esperaban periodistas locales, que le hicieron una entrevista sobre ese viaje del que se habían enterado por las redes sociales y que la gente celebraba y esperaba con amor. Ella entendía poco. Apenas si había contado su historia a una o dos personas, pero esta se había expandido de tal manera que ahora todos estaban entusiasmados con su viaje. La asistieron en el hospital por las quemaduras que el sol le había hecho en la cara y en los brazos, llevándola en caravana con la ambulanacia por las calles principales. El intendente de Alsina le pagó un hospedaje y la agasajaron con una cena.
A la mañana siguiente, la gente la acompañó en caravana con sus bicicletas hasta la orilla de la autopista, donde Marian, aún sin entender demasiado lo que pasaba, se reía como atolondrada y los saludaba con alegría. Luego vinieron Zárate, Campana, Escobar, Tigre. En cada uno de estos lugares se repetía el suceso, con el agregado de que ahora los medios nacionales habían puesto su atención sobre la aventura de la ciclista. En Zárate, un canal de aire, la puso en contacto por Zoom con su padre que, en ese momento, visitaba, antes del regreso, la Muralla China. Detrás del hombre se veía la ondulación de piedras que se prolongaba hasta convertirse en un punto de fuga. Allí, ella supo cuándo llegaba, con el horario correspondiente. Faltaban pocos días. El fenómeno de la ciclista que se encontraría con su padre estaba en todas las redes sociales, en la televisión, en la radio. Se la veía en tomas desde drones cuando llegaba o partía de la ruta, dando entrevistas, contando su relato. Naturalmente, en su pueblo de origen, a Cristina y a sus hermanos les hicieron notas. La mujer decía estar enojada con su hija y que no quería hablar, pero sus hermanos y hermana decían estar orgullosos y orgullosa por lo que ella estaba haciendo, que se encontraban emocionados y agradecida.
A los pocos días, en el aeropuerto, las cámaras estaban desplegadas en la puerta de llegada de los vuelos internacionales. Hasta el presidente de la Nación se había acercado a saludarla y valoraba el esfuerzo y el amor de la mujer que se anteponía a todo. Como se había enterado del dolor y los padecimientos económicos por los que había pasado, había decidido traer a sus hermanos en colectivo, quienes la esperaban, junto a él. Cuando Marian entró, las puertas de acceso del aeropuerto se abrieron y comenzaron a caer papelitos de colores del techo. La gente aplaudía y se emocionaba, mientras ella sonreía y saludaba con una simpatía hermosa. Sus hermanos corrieron a abrazarla. Los flashes de las fotos y las cámaras de televisión se multiplicaron. El presidente de la Nación se metió entre los periodistas y la saludó, dirigiéndole unas palabras cálidas y festivas.
La chica miró el tablero. El vuelo había llegado ya, según indicaba, hacía 20 minutos. Miró hacia la puerta de salida. No venía nadie. Los canales transmitían en vivo la figura de la ciclista aguardando el momento del reencuentro. El Presidente se había retirado a realizar sus obligaciones y ahora sus hermanos la habían rodeado y tomado de las manos. Entonces, los pasajeros comenzaron a aparecer y, en un momento que pareció detenerse, el padre con su nueva hija y esposa, emergió desde el fondo, sonriendo, saludándola y extendiendo los brazos abiertos durante todo el trayecto. El hombre no entendía toda esa avalancha de cámaras que se le tiraron encima. Y fue ahí, en ese momento, cuando el padre abrazó a los cuatro hijos abandonados, que Marian tuvo un impulso incontenible y mirándolo de frente, con ternura, pero firme, delante de todos los micrófonos, dijo:
-Te extrañamos mucho. Nunca entendimos porqué nos dejaste. Mamá la pasó mal. Yo te amo, eso nunca va a cambiar, pero ahora que te encontré y abracé, y sé que estás bien, es mejor que te quedes con tu nueva familia y que cada uno siga su camino porque todos nosotros ya no sabemos quiénes somos. Vos elegiste eso y yo hoy elijo estar con quienes siempre se quedaron conmigo. Te quiero, papá. Pero ahora te abandono yo. No me busques más.
Entonces, la ciclista dio media vuelta y lo dejó al padre y sus hermanos con la boca abierta y sin reacción. Al minuto, las noticias se dividieron entre quienes estaban a favor y en contra de la muchacha. Su madre, en el pueblo, solo dijo esa es mi hija y sintió unas ganas irrefrenables por abrazarla. Mientras los canales de televisión convocaban a los analistas para determinar si la muchacha había socavado a la autoridad paterna, incluso a la presidencial, o no, si eso había sido un acto de justicia irreprochable o un acto de resentimiento banal, ella tomaba su bicicleta, le sacaba el candado y emprendía el retorno a su verdadera casa, de la que la habían expulsado, comprendía ahora, en un arrebato de desesperación.
A pesar de las reacciones moralistas del periodismo, el fenómeno de la muchacha no dejaba de crecer en los pueblos por los que regresaba. La gente se nucleaba en torno de la ruta, le ofrecía regalos, dinero y sus hogares para pasar la noche. Muchas mujeres la abrazaban y le decían que entendían perfecto lo que había hecho y que eso, a ellas, las había liberado. Las cámaras, diez días después, filmaron el abrazo largo y tendido con su madre en el pueblo. Marian se convirtió en una celebridad. Las marcas de bicicletas la contrataban para publicidades y, poco después, tuvo sponsoreo para dedicarse al ciclismo profesional del cual vivió, en distintos roles, durante toda su vida. Cristina, hasta su muerte, le reclamó, mensualmente, el diez por ciento de todas sus ganancias, que Marian le daba para evitar problemas. Nunca se casó. Pero sí tuvo una horda de ciclistas con los que mantenía amores en simultáneo –y a veces, en grupo- que disfrutaba en cada encuentro. Murió a los 85 años, rodeada de los amantes ciclistas que la habían acompañado, abrazados entre ellos y compungidos porque nunca volverían a amar de la misma manera a ese mujerón hermoso.
*Este texto forma parte del libro Las lloronas, en preparación.
La Llorona Molina nació en Leones, Córdoba (1981). Es puto y escribe. Tiene los estudios primarios completos. A veces, se hace el docente, otras, el investigador y otras, el gestor. Le sale todo mal o mediocremente, porque se hace. Pero él es feliz así. Ha publicado varios libros -lo cual demuestra una trayectoria larguísima ante la cual deben exclamar “¡Guau!”: La Juanita. Su película (2021), Poesía Molotov (2020), Gerarda, la mutante (2019), Machos de Campo (2017), Sus bellos ojos que tanto odiaré (2017), Wachi book (2014), Lu Ciana. Plaga xombi sodomita (2013), Un pequeño mundo enfermo (2014), Relatos de mercado en el Cono Sur (2013), Blog (2012). Lxs ama a todxs cuando quiere.
La imagen es de Maxi Crespi.
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