METALITERATURA

Beca Creación 2021. Fondo Nacional de las Artes 2021.



El monolito y los monos de Héctor

12/24/2024 Comentarios

Allí donde hay un interlocutor, un solo interlocutor, allí se constituye un mercado.” Con minúscula, no está de más puntualizar, lejos del Mercado (con mayúscula) y aún más del Supermercado (no lugar anti-literario por excelencia). Ese interlocutor, ahora, estimado lector itálico, es usted. Tiene el privilegio, además, de ser partícipe de la primera traducción a cualquier lengua de este libro único.

 

 
Por:   Marcelo Damiani

Su autor, Héctor Libertella (1945-2006), fue un verdadero autor de culto, venerado por una fiel minoría de entendidos que atesoraban sus publicaciones y departían ideas de vanguardia en uno de los bares históricos más emblemáticos de la ciudad de Buenos Aires: El Varela Varelita, cuya mesa presidencial está rubricada por una de sus fotos, que lo muestra en pleno acto de escritura, como debe ser.

Héctor nació en Bahía Blanca el 24 de agosto de 1945, el mismo día que Borges festejaba sus 46 años, y tal vez esta circunstancia fortuita marcó desde el comienzo el precoz destino literario, puesto que a los 13 había escrito, ilustrado, encuadernado y hecho circular dos novelas. Por eso, cuando a los 23 ganó el importante Premio Paidós, con más de 10 años de oficio sobre las espaldas, se podría decir que ya era un escritor más experimentado que experimental.

Luego vinieron otros premios y otros libros, viajes y reconocimientos, una verdadera existencia bohemia que, desde la forma o la mirada, y sobre todo desde la actitud, conservó hasta el final. Durante los últimos años de su vida, por ejemplo, se lo podía encontrar a las horas más inverosímiles en su bar de cabecera, charlando socráticamente con algún parroquiano o barruntando alguna “cosita”, como le gustaba repetir modesto. Ahí escribió gran parte de El árbol de Saussure, esta pequeña joya que usted tiene ahora en sus manos, gracias al oficio intachable de su traductora etrusca: Annabella Canneddu.

Tampoco era inusual verlo caminando por el barrio de Palermo rumbo al correo, siempre con algún manuscrito bajo el brazo; manuscrito que, por cierto, él mismo se había encargado de encuadernar artesanalmente. Los amigos recibíamos estas verdaderas obras de arte en nuestra propia casa, y después de leerlas con avidez lo llamábamos por teléfono, entusiasmados, para comentarle nuestra opinión lo más rápido posible, aún a sabiendas de que probablemente sería demasiado tarde. El manuscrito que nos había mandado, en los pocos días transcurridos, había sufrido una transformación casi absoluta, nos confirmaba Héctor entre risas, e incluso el nuevo texto ya había sido enviado otra vez a nuestra morada para ver qué pensábamos de los cambios, y así el juego se repetía una y otra vez, como una nueva versión de la clásica carrera de Aquiles contra la tortuga. Este juego, cabe aclarar, era un efecto de la fe que Libertella tenía en el poder de la corrección. Era capaz de corregir todos sus libros hasta el paroxismo, como de hecho lo hizo, e incluso bromear con que a sus obras completas aún les faltaba un poco de todo.

No hay que dejar de señalar que Héctor, por otra parte, más allá de una proverbial modestia y un currículum impresionante, era una persona entrañable. Su conversación, indefectiblemente brillante, siempre nos hacía sentir que era él y no nosotros quienes estábamos aprendiendo algo de la charla, como la de Macedonio Fernández según Borges. Jamás había tocado una computadora, y sus originales estaban redactados con la vieja máquina de escribir portátil que había comprado en una tienda de segunda mano en Manhattan, cuando daba clases en la universidad de Nueva York. Ahí había desplegado, como en tareas de editor en México y Argentina, y también a lo largo de toda su obra, una mirada muy personal y fina sobre la literatura latinoamericana, convirtiéndose en una especie de testigo ocular de los rituales y las performances artísticas ajenas, experiencias que eligió documentar cuando percibía que el trabajo realizado con la propia lengua hacía que pareciera una lengua extranjera, es decir, otra lengua.

Así, coherentemente, podemos leer en el fragmento 34 de su póstumo Zettel (2009): «Góngora en traducción. “Demás que honra me ha causado hacerme oscuro: Hablar de manera que a los ignorantes les parezca griego”». La apuesta libertelliana, de este modo, podría ser vista como una arriesgada apertura a la clausura del lenguaje, suerte de versión conceptual del célebre relato de Kafka: “Ante la ley”. Es decir, vivir al límite del sentido, mostrando el resplandor de los confines, esa línea del horizonte inalcanzable, paradójica y curiosamente oscura, pero que de alguna forma estructura y potencia nuestro deseo vital.

En parte gracias a lo antedicho, durante bastante tiempo (alrededor de 20 o 30 años) Héctor fue una suerte de código o clave secreta del sentido y el afán literario argentinos. No obstante, como suele pasar, muy pocos sabían realmente cuáles eran los algoritmos de ese código misterioso, y menos aún los que podían explicarlos, aunque muchos insinuaran hacerlo. Este prólogo es un humilde intento de diseminar algunos de ellos. No ignoro, por supuesto, el carácter necesariamente inacabado de la empresa. Pero lo inacabado, como el vacío que convoca, está en el centro de la poética libertelliana:

 

La verdad de la red”, señala en este libro, “es puro agujero”.

 

Ese agujero vacío, para Héctor, era el ejemplo perfecto de su creencia en la potencia de los textos, en el doble sentido de fuerza y potencialidad aristotélica. Una característica en la que cada interlocutor, incluyéndolo a usted, estimado lector, es una actualización fehaciente e irrefutable.

Tal vez por eso hay una suerte de requerimiento o reclamo que los escritos de Héctor parecen invocar secretamente. En principio, es una idea de lo arcaico y de lo ancestral que se repite bajo distintas formas desde el mismo título de su opera prima, luego no casualmente corregida y rebautizada como Hiperbóreos. Allí están los miticistas, los cavernícolas, los patógrafos, las sagradas escrituras, el semidiós, el deseo de que lo escrito parezca griego, la aparición del “Mono Rhesus” en este libro (¡traducido por una etrusca!): todo orientado a subrayar que su supuesto neo-vanguardismo era en realidad una especie de retro-retaguardia (para nada reaccionaria, por cierto), como si la verdadera vanguardia fuera una búsqueda de orígenes o genealogías perdidas en territorios arrasados por la flecha del tiempo y sus adalides civilizatorios, ante cuyo avance violento suelen sucumbir hasta las más encumbradas manifestaciones artísticas.

Pero también está el escriba o amanuense chino Huang-Tsé (probable pariente bastardo de Lao-Tsé), con su terror a “no poder llegar acabadamente a esa página” en blanco, usando “pequeños pinceles y frascos de corrector”. Más atrás aún tenemos la escritura como dibujo, como hendidura, como marca, como trazo sin retraso, como asombro, como mística, como enigma y como secreto y secreción, antes de convertirse en técnica y poder.

Ahora se entiende la invaluable insistencia en las colaboraciones de Héctor con el gran Eduardo Stupía. Claro, porque el primer escriba (o quizá deberíamos llamarlo `tallador`) está más cerca del artista plástico que del escritor. Incluso si tomamos la primera edición de su excelente libro Nueva escritura en Latinoamérica (1977), notaremos que está impreso a la vieja usanza, en prensas con relieve, no en Offset, y uno puede pasar la mano por sus páginas y sentir la hendidura de la letra y la tipografía con la punta de los dedos, como para refrendar que etimológicamente la escritura es una cicatriz sobre el papel.

«Le langage est une peau», sostenía ese mismo año Roland Barthes: «Je frotte mon langage contre l'autre. C'est comme si j'avais des mots en guise de doigts, ou des doigts au bout de mes mots». Es decir, una acabada muestra de teoría háptica (o de ficción teórica táctil), una escritura no sólo para el ojo sino también para el tacto, casi como si tratara de una pequeña instalación artística que invita a ser acariciada.

Héctor, a diferencia de su homónimo homérico, parece haber escuchado atentamente el consejo de su lugarteniente y amigo, Polidamante, y ahora repite una y otra vez que hay que volver atrás, retroceder, en especial si uno quiere avanzar, aunque suene paradójico, acaso porque la verdadera resistencia siempre empieza por uno mismo.

Su escritura, por lo tanto, reclama todo el tiempo una lectura diferente, flotante, una especie de anti-lectura, sobre todo si entendemos el acto de leer como una acumulación de significados o capital simbólico auditivo-visual; para no decir que lo que aquí se reclama es una lectura diferida o diferencial, no de cálculo ni de cálculos, sino una suerte de pura puesta entre paréntesis de nuestra patológica búsqueda de sentido y satisfacción inmediatas. Se reclama una experiencia extrema, un estar abierto a un resto que se sustrae, como si hiciéramos equilibrio en un puente colgante destruido, cuya base y lazos están al borde de la ruptura, la caída y la desaparición.

En La arquitectura del fantasma, como ya adelanté, Héctor cuenta cómo en sus tiempos púberes, entre los 12 y los 13 años, redactó, editó y “dirigió” sus dos primeros libros-objeto, con “una edición industrial de dos ejemplares para cada título”. Los primeros lectores fueron los amigos de la escuela primaria. “Nunca más en la vida tuve lectores tan puros”, señala: “Pocos habían leído un libro completo, así que el mío (…) lo leyeron tocándolo con temor y desconfianza, como monos que sostienen en sus manos una cosa extraña (…) Un mundo un poco salvaje, sin lectura literaria, sin interpretación culta. Sólo el ´raye´ físico con el objeto, más parecido al de un artista plástico o un obrero gráfico. A aquellos monos me debo, a esa manera de leer sin la prótesis de la opinión o la doxa”, remata.

Leer”, escribió Ítalo Calvino, “es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué será…” Casi toda la obra de Héctor nos posiciona en ese estadio intermedio de la lectura en acto, pero previo a la comprensión cerrada, que está siempre en un estado potencial o virtual: Futuro. Es un estadio que precede a la revelación del ser de las cosas en el lenguaje, y en especial, muy anterior a la tranquilizadora interpretación final. Es un estadio de latencia o lactancia lectora que a veces se prolonga hasta límites insospechados, como si sus frases corredizas estuvieran tratando de formar, al expandirla, una línea punteada de un dibujo imposible, algo que no podremos ver con claridad hasta mucho tiempo después que nos alejemos de él, gracias a la ayuda a posteriori del insight de la perspectiva.

Frente al empobrecimiento de la producción literaria globalizada, como muy bien ha sostenido Julio Premat, y a la transformación del libro y la figura misma del escriba en mera mercancía, es quizá el escritor de culto uno de los pocos que aún hoy mantiene viva la esperanza de que sea dicha esa palabra sagrada, única, que le atribuiría sentido al mundo, y renovado valor al lenguaje literario.

Tal vez por ello, ya lo he dicho en otra parte, Libertella escribe en castellano no sólo como si fuera una lengua extranjera, sino como asentando que toda lengua es en principio extraña, exótica, casi extraterrestre; su estilo anfibio, impredecible, se despliega en la (propia) lengua (ajena) interpelando las certezas semánticas del lector (para que llegue a sentir que lo que lee parece griego; o mejor: Bárbaro), siempre en busca de la frase que lo condense todo, pero no como en “El Aleph” de Borges, sino más bien como en una impensable carambola o calembour sin fin; una búsqueda que no reniega del azar y que no parece tener precursores, salvo quizá el mismo Macedonio Fernández (otro griego en potencia), y que por supuesto tampoco, hasta ahora, tiene descendientes (quizás porque paradójicamente todos lo somos un poco).

Héctor, como todos los grandes escritores del siglo pasado, era un amante del cine. Fuimos a ver juntos la obra maestra de los hermanos Coen: “The Man Who Wasn´t There” (título que homenajeó en “El lugar que no está ahí”). Le tenía especial cariño a “La soledad del corredor de fondo” de Tony Richardson, tal vez porque se identificaba un poco con su personaje principal: Colin Smith. No tanto por su capacidad para correr largas distancias, sino más bien por saber cuándo detenerse. Por último, una de sus películas favoritas era “2001. Odisea del espacio” de Stanley Kubrick, especialmente por la escena del monolito con los monos, porque era una metáfora brillante de la relación entre la literatura y los lectores. Alguna vez, incluso, habíamos jugado con la idea de hacer una verdadera instalación que emulara el monolito ya intervenido por los monos, puesto que ellos, sin duda inspirados y geniales, con sus cinceles rudimentarios de huesos, habrían de convertirlo rápidamente en una magnífica letra Hache (ahora sí: Mayúscula).

Por eso creo que no sería descabellado pensar que llegará el día en que, para nuestra sorpresa y nuestro asombro, una mera Hache solitaria o acompañada, ladina y feliz, nos señale el espectro libertelliano en los resquicios más recónditos de la lengua (castellana, italiana, universal). Ese día, paradójicamente, Libertella se habrá liber(t)ado (en principio de su apellido); habrá alcanzado su páthos, su éthos, su hýbris, su télos, su meta, su blanco, su fin. ¿Cómo evitaremos pensar, en ese futuro inexorable, que la Hache silenciosa de nuestro maestro del oficio mudo es el sonido ausente de una literatura que jamás necesitó estar demasiado visible para existir? ¿Cómo podremos negar la estrecha relación entre su ausencia presente y la presencia ausente de la Hache al pie de su foto sobre la mesa presidencial del Varela Varelita? ¿Cómo haremos para no ver su fantasma todo el tiempo y en todas partes, sonriente y distraído?

Seguramente será imposible, y ahí, él, entonces, cumpliendo con su deseo de frenarse frente a la meta, como Colin Smith, por fin habrá logrado ese corte, esa pausa, ese cambio de ritmo esencial que estuvo persiguiendo durante toda su vida.

Y el resto será literatura.

 





Ana Abreg�.

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Literatura latinoamericana