“¿Cómo limitar la violencia sino mediante otra violencia?”
R.Barthes.[1]
Dos veces Rivera, los comienzos de la lectura.
La vorágine se publica en 1924 y Rivera, autor y político, abre con ella en la sociedad colombiana un juego de construcción novelesca. Para entramar el tejido textual puede valerse el autor de cuanto mecanismo encuentre o invente. El texto presenta, para el país de gramáticos, una historia que se confunde con la propia vida del autor. Datos de viajes que él mismo realizó a la selva están reforzados por dos procedimientos: prólogo y epílogo, y la inclusión de tres fotografías. Estos procedimientos leídos desde afuera podrían resultar mecanismos de verosimilitud, pero en 1924 en Colombia resultaron confusos. Autor de la novela, firma un prólogo con su nombre (el nombre que aparece en la tapa, debajo del título está repetido adentro del cuerpo textual). A modo de instrucción de lectura se construye como personaje. Un personaje que está dispuesto a enmarcar la historia de Cova. Una historia que empieza a funcionar antes que el mismo Cova la narre. Ese Rivera que firma el prólogo, anuncia y encuadra el relato de la denuncia. Y sin esto ser suficiente, antes de entrar en el capítulo uno, un pedazo una carta de Arturo Cova oficia de epígrafe. Es en esa porción de carta en la que más tarde se podrá entender el final. Es que el final ya está anticipado por Rivera y por Cova, o, tal vez, por el propio título.
Tres fotografías aparecen en la primera edición, y para complicar las cosas en una de ellas aparece Rivera. Debajo de ésta se lee: “Arturo Cova en las Barrancas de Guaracú, fotografía tomada por Madona Zoraida Ayram” Entonces lo que aparece acá no son sólo mecanismos de verosimilitud, porque el texto no es una autobiografía ni un documento legal, es una novela, es ficción, y ni bien se lee el título ya se entra en el juego. Lo que podría aparecer acá, con ese prólogo firmado por un personaje cuyo nombre es homónimo al del autor de la tapa, con esas fotografías en la que se reconoce a Rivera pero en cuyo epígrafe se señala al personaje Cova, es la propia construcción novelesca desbordándose del texto. Nos encontramos con un autor que no agota sus mecanismos adentro de la trama, que no agota los mecanismos de construcción textual entre las dos tapas del libro. Nos encontramos con un autor que inserta datos conocidos por sus lectores. Fotos y una denuncia real (a la Casa Arana) en un texto ficcional. Un autor dispuesto a pervertir la realidad, haciendo de esos datos reales caminos por los cuales entrar a la selva y enredarse con sus ramas.
Tres veces selva.
Es una la selva y es tres. Capitulo I: la huida de la ciudad, el viaje hacia lo nuevo[2], hacia los extremos del país. La primera selva es la dama que invita a recorrerla, que engalana con su belleza al poeta necesitado de experiencia. “Casanare no me aterraba con sus espeluznantes leyendas. El instinto de la aventura me impelía a desafiarlas, seguro de que saldría ileso de las pampas libérrimas y de que alguna vez, en desconocidas ciudades, sentiría la nostalgia de los pasados peligros.”[3] El Cova del capítulo primero es el poeta modernista que escapa de la ciudad que nada le provee, que emprende un viaje a lo desconocido con la confianza en que podrá ponerle marco al espacio -que hará paisaje del espacio. Será la selva, entonces, la escenografía de su viaje y mirarla, antes que nada, será ponerle un marco, será enmarcarla para luego colgarla en una habitación llena de arte, llena de cuentos.[i] Pasando por las estepas y los pueblos del interior, Cova va elaborando el viaje y con éste, el texto va construyendo (transformando) el paisaje. Así, la selva primera, el prometedor paisaje, se va dibujando y abriendo como un espacio que de idílico tiene muy poco. Al acercarse al verde, trazar un recorrido hacia la selva, el poeta va descubriéndole las ropas, quitándoselas. Paso que da, paso que el ella le muestra su peligro.
Con sus esdrújulas y sus metáforas Cova se mete en el laberinto verde. Capítulo II: se abre la puerta que nos deja entrar en la segunda selva. Estamos presos, junto con Cova. Presos de los árboles, que todos entre ellos se parecen. Enredados en un mar de verde que se niega a mostrar su salida. La segunda, es selva de la denuncia, es la cárcel verde de la que Cova querrá salir “¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vista no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre!” (Pág. 120). Para este capítulo no le sirven los marcos modernistas. La selva le tuerce el cuello al cisne de engañoso plumaje. Poseedora de su propio lenguaje y herida por las manos del hombre, ya no es el paisaje virgen y romántico. El laberinto en el que penetra Cova está atravesado por el hombre. La selva sufre las mutilaciones de los caucheros. Y en ese espacio mutilado, en el que rojo sangre, verde hoja y blanco savia se mezclan, la amenaza de muerte se levanta como el árbol del caucho. Se rompe el marco que quería hacer paisaje del verde. No le sirve la poesía para escapar de los dientes de la selva lastimada.[ii] Y entre hormigas carnívoras, zancudos, sanguijuelas, caimanes y otros bichos, los cuerpos de los hombres que la caminan van desparramando sangre, van haciendo chorrear de leche pegajosa el vientre de los árboles. El espacio se levanta violento y entre el grito de amenaza, surge la historia de los caucheros. Una vez que Cova entra, que abandona la estepa para ingresar en la selva, ya no habrá camino de vuelta, la realidad verde se volverá propia y padecerá los encantos de un espacio al que ya no podrá abandonar: “Aquellas inmensidades me hirieron, y, no obstante, quería abrazarlas.” (Pág. 122)
Capítulo III: llega la venganza[iii]. El laberinto se traga a su poeta. Se presenta la selva con su último traje. Fuerza centrífuga que logra que Cova, quien ha estado deseando salir de sus brazos, encuentre en su estómago la única salida “Sí, es mejor dejar este rancho y guarecernos en la selva” (Pág. 319). Es, esta tercera construcción (o esta última transformación) la más violenta de las tres. La selva enreda y pierde a los compañeros de Silva. Mueren todos por dejarse asustar por ella. Las tambochas se mastican sus cuerpos, la desesperación hecha locura toma forma de fratricidio[iv]. Poderes encantadores tiene ella: “Souza Machado quería meterse entre los demás: juraba que los árboles le hacían gestos.” (Pág. 235) y con esos encantos enloquece, confunde y mata. Y, aunque, en definitiva los hombres, transformadores de ese espacio, son quienes cargan con el mayor grado de violencia[v], es la selva quien los sumerge una y otra vez entre sus entrañas mortuorias, “mezclando al jugo del caucho su propia sangre” (Pág. 316).
Entrar al la selva que nos propone Rivera implica, tal vez, mancharnos con sangre, inundarnos de verde y someternos a la pegajosa savia del caucho. Enredarnos entre las ramas de los árboles. Selva que es una y sin embargo tres, y que comienza con el viaje de Cova, porque La vorágine es, si se quiere, la historia de un viaje. Cova huye de la ciudad y se dirige al interior, a zonas marginales del propio territorio nacional. Viaja hacia lo nuevo. Y, la construcción de ese paisaje que busca en un comienzo y que va a terminar siendo un espacio devorador, se instala en un contexto histórico particular. Hay en el dibujo de esta selva riveriana cierta voluntad de construir, poner en letras, un espacio marginal, alejado de la configuración nacional. Al igual que muchos países latinoamericanos Colombia a lo largo del siglo XIX y principios del XX, está conformando su identidad nacional. Tal como en el caso de Argentina (salvando las obvias diferencias), los intelectuales buscan definir la idea de identidad nacional. Elaborar esa identidad nacional. Para eso resulta importante conocer el territorio que forma parte de la Nación. Sólo conociendo las entrañas completas de un pueblo se puede empezar a pensar en una identidad nacional propia. En el caso de Colombia, también se pone en juego la soberanía. Después de la guerra de los mil días y bajo el constante asecho del monstruo (tal y como lo definió Martí), la denuncia de La vorágine, podría no sólo estar poniendo de relieve el trabajo esclavo, sino el desconocimiento que posee el propio Estado de aquello que sucede en sus propias tierras: “porque a esta pobre patria no la conocen sus propios hijos, ni siquiera sus geógrafos.”(Pág. 295). La denuncia no sólo va dirigida al “Cónsul” sino también, por qué no, a un Estado medio ausente que por mero desconocimiento deja explotar impunemente tierras desconocidas en las que la justicia la ponen los esclavizadores: “Tiene tantas rémoras este negocio, exige tal patriotismo y perseverancia, que si el gobierno nos desatiende, quedarán sin soberanía estos grandes bosques, dentro del propio límite de la patria” (Pág. 195-6) La construcción de la selva construye a su vez, la topografía de ese espacio marginal, despojado de ley y de Estado. Traza el mapa del laberinto y denuncia no sólo su propia voracidad, sino también la voracidad del hombre capitalista. Denuncia la explotación, la del hombre por el hombre. “El ansia de riquezas convalece al cuerpo ya desfallecido, y del olor caucho produce la locura de los millones. El peón sufre y trabaja con deseo de ser empresario que pueda salir un día a las capitales a derrochar la goma que lleva, a gozar de mujeres blancas y a emborracharse meses enteros, sostenido por la evidencia de que en los montes hay mil esclavos que dan sus vidas por procurarle esos placeres, como él lo hizo para su amo anteriormente.” (Pág. 171).
Selva, una que no es la misma siempre, que no es la misma para todos. No es la misma para Silva que para Cova. Entramos a ella de a poco, en el viaje de Cova, allá por el primer capítulo en el que el peligro sólo era una mera adversidad: “¡La adversidad es una sola, y nosotros seremos dos!”. Pero al llegar al capitulo II, al salir de la estepa y abrirle la puerta a la selva antropófaga, nos encontraremos con un espacio en cuya fuerza centrífuga caeremos todos, para luego, en el capítulo III dejarnos devorar.
Naturaleza y sociedad. El otro leguaje.
Una tensión entre la naturaleza como espacio y la sociedad encarnada en Cova, se presenta desde el comienzo. Es una tensión que hace funcionar al texto y que sufre transformaciones con el correr de las páginas. “Las significaciones de los elementos particulares de la obra constituyen una unidad que es el tema (aquello de lo que se habla). Es tan lícito hablar del tema de la obra completa como del tema de sus partes.”[4] Tomaré esta licencia que da Tomashevski allá por el ’25, sólo por querer pensar la tensión entre naturaleza y sociedad (y sus transformaciones) en un solo plano del texto. Tomar al lenguaje como el sitio en el que esta tensión se manifiesta.
Dos lenguajes entran en contradicción, el de la selva y el de Cova. Sin embargo, no me referiré al lenguaje de los hombres que viven y trabajan en la selva, sino al de la selva misma. Dejo de lado sin culpas la tensión manifiesta entre el discurso de Cova y el de, por ejemplo, Silva o Griselda. Una tensión que, por cierto, se despliega a lo largo de todo el texto.
Cova escribe y suponemos que habla como escribe. Su discurso, plagado de las esdrújulas modernistas, de frases rimbombantes y de metáforas, intenta dar cuenta de aquello que ve. Y lo que ve al principio de la novela no es lo mismo que ve al final. Contrastemos: “Y la aurora surgió ante nosotros: sin que advirtiéramos el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron, y en la lontananza de ópalo, al nivel de la tierra, apareció un celaje de incendio, una pincelada violenta, un coágulo de rubí.” (Páginas 24-25). “¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea la lomas? (…) Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos (…)” (Pág. 119) La primera cita corresponde al primer capítulo en el que Cova va entrando cada vez más a la selva y a su lenguaje. Lo que podría aparecer en el contraste de estas dos citas, no sólo es la diferencia entre la construcción primera de la selva y la segunda, sino cómo Cova lee esa construcción. En tanto y en cuanto la selva y el desierto se presentan, al comienzo, para Cova como un paisaje que puede leer con su lenguaje, ese que trae de Bogotá, la ciudad de los gramáticos. No hay problemas ni tensiones si él puede, con su discurso asimilar el paisaje. Sin embargo, eso que se creía paisaje es un espacio devorador. El problema no va a estar solamente en que ese paisaje resulte no ser tal, sino en que Cova no va a poder leer el lenguaje de ese espacio. La selva habla “el idioma de los murmullos”, un idioma que no sólo Cova desconoce sino que además lo enloquece. Cova intenta construir su propia historia en la cabeza, pero “Mientras discurría de esta manera, principié a notar que mis pantorrillas se hundían en las hojarascas y que los árboles iban creciendo a cada segundo, con una apariencia de hombre acuchillados que se empinaban, desperezándose hasta elevar los brazos verdosos por encima de la cabeza.”(Pág. 221). Cova escribe en su cabeza su propia historia, como poeta elabora la narración literaria, pero ésta es interrumpida por la selva. Ella le gana, le impone su lenguaje de árboles y murmullos y se levanta por encima del lenguaje de Cova. Le trastoca la percepción y “Por primera vez en todo su horror, se ensanchó ante mí la selva inhumana” (Pág. 223). Lo que sucede es que esos árboles que copan el espacio son todos iguales para Cova, uno es otro y otro podría ser uno. No distingue el sistema de valores. Cada árbol es el signo del lenguaje de la selva, signo de un lenguaje diferente. La selva escribe con su verde y con el hombre. Atravesada por la mano del hombre, esos árboles/signos están escritos por las marcas del cuchillo. La selva mutilada posee un lenguaje mutilado y cifrado al que Cova no logra acceder en ningún momento. Es, tal vez, Silva el personaje que lograr hacer mapas y resignificar los árboles, que puede salir y entrar del laberinto textual de la selva.
Los árboles son la escritura en la que se puede leer la salida o la entrada a la selva. Son signos en el sistema de lenguaje de la selva. Sólo quién hable el idioma verde, podrá distinguir la escritura, trazar el mapa de salida, leer la escritura y elegir el camino textual de la selva. Quien no sepa leer será devorado por el analfabetismo.
Cova es poeta, lleva en su discurso marcas que lo acercan al modernismo. Sin embargo, lejos estamos de encontrarnos en una narración modernista. Pues el lenguaje puro con el que Cova va a leer el entramado textual de la selva choca con ésta y se desmorona: “¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, dónde están las mariposas que parecen flores traslúcidas, los pájaros mágicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que sólo conocen las soledades domesticadas!” (Páginas 223-224).
Cova lleva consigo la marca de la sociedad pegada a sus discurso, a su forma de leer, de ver, de enmarcar. Lleva con él un lenguaje que entra en constante tensión y contradicción con un espacio irreverente cuyo lenguaje no puede ser descifrado. Allí, entre los árboles cortados, la savia y la sangre derramada, están los signos –los fonemas, los morfemas- de un lenguaje que se resiste a la traducción.
Notas:
[1] Barthes, Roland, “Opiniones sobre la violencia” en El grano de la voz, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005, Pág. 261.
[2] Cf. Roberto Ferro: Clase 3, Literatura Latinoamericana II, Facultad de Filosofía y Letras –UBA, 4 de abril, 2011, página 14.
[3] José Eustasio Rivera, La vorágine [1924], Santiago de Chile, Biblioteca Zig-Zag, 1953, pp. 14-15. (De aquí en adelante se citará conforme a esta edición, sólo aclarando entre paréntesis en número de página)
[4] Boris Tomahevski, “Temática” [1925] en Tzvetan Todorov, Teoría de la literatura de los formalistas rusos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, Pág. 271.
[i] Sin embargo, ese escenario que esperaría encontrarse Cova, le muestra los dientes desde el principio y no hace falta esperar a entrar en la selva, propiamente dicha, para encontrar el peligro. Recordemos lo siguiente: “Partiendo una rama, me incliné para barrer con ella las vegetaciones acuátiles, pero don Rafo me detuvo, rápido como el grito de Alicia. Había emergido un güio bostezante, corpulento como una viga, que a mis tiros de revólver se hundió removiendo el pantano y rebasándolo en las orillas.” (Pág. 27) Cuando Cova intenta acercarse, mover el agua, emerge el peligro. Agazapado en la profundidad de una “laguneta” el peligro de muerte, de herida, de contagio, está presente desde que Cova pone pie en Casanare.
[ii] Con esto no se pretende afirmar que la poesía efectivamente no le sirva a Cova, porque sería un error. Es la prosa de Cova, su escritura, la que lo salva aunque él muera. Sólo ella trasciende y se hace denuncia. Lo se que quiere marcar es que la poesía modernista, los mecanismos de encuadre modernistas, no pueden dar cuenta de esta “segunda selva”. Si bien podían encajar en lo que describimos como “primera selva”, ya no pueden abarcar la segunda.
[iii] Se podría hablar de una doble venganza. La de Cova con Barrera y la de la selva con Cova. Esta segunda venganza tendría que ver con la narración. Cova delata la violencia y la explotación que sufren los caucheros (en el libro que le deja a Silva que es, podríamos decir, en cierta medida, el libro que leemos como lectores), pero a su vez delata a la selva. Sobrevive la letra, vive la historia, pero el cuerpo perece como ya había sido anunciado: “¡Pero yo era la muerte y estaba en marcha!...” (Pág. 148), “El que siga mi ruta, va con la muerte.” (Pág. 164).
[iv] Esta escena se presenta como el desenlace de la historia que narra Silva. Todos mueren, pero es este asesinato (de hermano a hermano) el que genera que los colegas se disgreguen, se dispersen, se pierdan en la selva: “La última sílaba le quedó magullada entre la garganta, porque el otro Coutinho, con un tiro de carabina que le sacó el alma por el costado, lo hizo descender como una pelota.” (Pág. 243)
[v] Recordemos, en este mismo capítulo, la historia de Ramiro Estévanez sobre Funes: “Esta fue la señal terrible, el comienzo de la hecatombe. En las tiendas, en las calles, en los solares, reventaban los tiros. ¡Confusión, fogonazos, lamentaciones, sombras corriendo en la oscuridad! Al tal punto cundía la matazón, que hasta los asesinos se asesinaron.” (Pág. 283).
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