Instalado ritualmente en el marco del Homenaje, en las líneas que vienen he tratado de hacer un elogio a ciertas modulaciones de la escritura de Ricardo Piglia en las que disloca la parcelación de los géneros literarios conmoviendo su improbable identidad, al poner en cuestión uno de los puntos de anclaje de esos formaciones discursivas: la seguridad que otorgan las diversas figuraciones del nombre del autor a los textos para legitimar ese deslinde genérico. Lo que sigue, entonces, aparece también escindido en dos secciones, la primera es una ficción especulativa, una tentativa de escritura de las interminables lecturas que de sus textos he perpetrado y que seguiré perpetrando y, la segunda, un elogio al Piglia lector en vida.
I – Una conjetura/ Teoría y ficción acerca de la identidad
La novela de Enrique Vila-Matas El mal de Montano se da a leer como un artefacto heterodoxo y anómalo en el que las herejías se presentan como modos transversales de lectura e interpretación de textos que se despliegan a partir del motivo del doble:
Quizá la literatura sea eso: inventar otra vida que bien pudiera ser la nuestra, inventar un doble. Ricardo Piglia dice que recordar con una memoria extraña es una variante del doble, pero es también una metáfora perfecta de la experiencia literaria. (p. 16)[1]
En el curso de la narración novelesca se menciona en varios pasajes el nombre de Ricardo Piglia, a quien se le atribuye ser el disparador de las reflexiones del narrador; una y otra vez el relato de Vila–Matas parece aludir de manera cifrada y elusiva a una leyenda urbana que circula en los arrabales del mundillo literario argentino ya desde hace años, tomando casi siempre la forma elegida por quien la refiere, otras asumiendo los cambios que le imponen las modas literarias, perdiéndose frecuentemente en el olvido y reapareciendo de cuando en cuando.
El punto nodal del texto es el modelo mismo de la ficción para Vila-Matas: una situación narrativa que articula de una manera diagonal y excesiva la relación entre literatura y vida. Toda ficción es un modo particular de figurar la realidad; el gesto romántico consiste en fundar el nexo entre literatura y vida en la veracidad de lo expresivo, es decir, en una verdad parcial pero dicha de manera enfática; mientras que el gesto pragmático consiste en dar cuenta de la realidad confiando en el peso de la sola notificación de los hechos generales que se validan con la simple constatación de su ocurrencia; los textos que participan del espacio autobiográfico apelan indistintamente a cualquiera de esos dos gestos o los mezclan en dosis más o menos diferentes.
Esa versión deshilachada y confusa asegura, casi siempre entrelíneas y con la labilidad del rumor, que Emilio Renzi, al que algunos críticos avisados han dado en llamar, con una originalidad digna de todo encomio, el alter-ego de Ricardo Piglia, ha logrado llevar a su punto extremo la desaparición del escritor por la que tanto bregaron Pynchon y Salinger. El núcleo indeleble de la historia repite con las modulaciones propias de cada contexto que Emilio Renzi se ha constituido en personaje de los textos que escribe y ha cedido la representación pública de la figura del escritor a un actor –la coincidencia en cuanto al número, si es uno o más de uno, varía tanto como la insidia de los detalles con que se pretende otorgar verisimilitud al rumor–, que bajo su propia identidad, la de Ricardo Piglia, asumió desde que aparecieron las primeras publicaciones de Renzi la pesada carga que le corresponde a un autor que ha logrado interesar a los editores y a los medios.
La historia o lo que queda de la historia después de transitar por las entonaciones de las innumerables versiones que la diseminaron por los más recónditos márgenes del canon literario argentino, va a parar a una pensión para estudiantes cerca del centro de La Plata, a principios de los años sesenta. Una de sus habitaciones era compartida por Emilio Renzi, que fatigaba las últimas materias de la carrera de Historia, junto a Ricardo Piglia, que buscaba dar vuelo a su vocación de actor dramático, y Steve Ratliff, hijo de un vendedor de máquinas de coser del condado de Jefferson, en el sur de los Estados Unidos, apasionado lector de Roberto Arlt, que estaba en La Plata buscando infructuosamente los rastros de un tal Martina, poseedor, al parecer, de un manuscrito inédito del autor de Los siete locos.
En una de las tantas madrugadas en las que los tres compañeros de pieza conversaban sin otro objetivo que vagabundear sin rumbo definido, Ratliff tuvo una idea genial: entrecruzar en una intriga conspirativa los proyectos de vida de los otros dos. Renzi, a pesar de su juventud, desde hacía ya unos años había comenzado a escribir un diario, que era una suerte de artefacto heterodoxo y anómalo en el que las herejías se presentan como modos transversales de lectura y su escritura se desplazaba por todas las posibilidades genéricas teniendo como punto de partida el motivo del doble; su mayor problema era resolver la desaparición del escritor de la escena pública. Ricardo Piglia, marcado por las experiencias de la vanguardia, creía que para lograr el entrecruzamiento indecidible entre el arte y la vida, la representación teatral debía abarcar toda la vida y no reducirse a los límites impuestos por el principio y el final de las obras.
A Ratliff se le ocurrió que los proyectos de Renzi y Piglia eran la contraparte uno del otro. Renzi podría desaparecer en la escritura de su diario sin fin, mientras que Piglia podría actuar como el escritor de aquellos fragmentos que desprendidos del diario se fueran publicando.
Vila-Matas deja rastros de esa versión en varios momentos de la narración, inscribiéndola en los variados tonos paródicos que se entrecruzan en la novela:
Y en efecto, cuando he mirado bien, he comprobado que era yo, aunque me parecía ligeramente al escritor Ricardo Piglia. (97)
“Mi fragmentada vida”, he dicho. Y me viene a la memoria Ricardo Piglia, que dice que mientras un escritor escribe para saber qué es la literatura, un crítico trabaja en el interior de los textos que lee para reconstruir su autobiografía. (107)
La lúcida idea de Ratliff trastorna las pretensiones de las diversas concepciones teóricas de la autobiografía, las que de una u otra manera nunca se pueden desprender del prestigio del referente, ya sea para pensarlo como una referencialidad compartida, ya sea para aludir a su figuración ausente. La ficción en Renzi, entonces, no sólo abarca sus textos sino que se expande al mundo en el que ha instalado un referente apócrifo de sí mismo.
Hay varios indicios que permiten conjeturar que esa versión exhibe algunas fisuras que aunque muy sutiles, dejan entrever su consistencia:
–Emilio Renzi aparece en el cuento “La invasión”, que da título al primer libro de Ricardo Piglia publicado en 1967, y después suscribe la edición una antología de cuentos policiales y también, frecuentemente, ha firmado notas en periódicos y revistas. Y, básicamente, es, por una parte, el personaje del cuento “Fin del viaje”, el primero de un volumen, que llamativamente lleva por título Nombre Falso y, por otra, el narrador de Respiración artificial y de las novelas de “Piglia” Blanco nocturno y Los caminos de Ida además de participar como la voz narrativa de un periodista de diario El Mundo en Plata Quemada.
-En el cuento “Homenaje a Roberto Arlt” casualmente el último del volumen Nombre Falso, de 1975, en la nota al pie número 2, pp. 101-102, se atribuye a Pablo Fontán, la selección, el prólogo y las notas de una inexistente Correspondencia de Roberto Arlt, Editorial Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1973, que en Prisión Perpetua, de 1988, se sustituye por Emilio Renzi.
Por aquellos años, la notoriedad que alcanzaba la figura de Ricardo Piglia, por una parte, y la recurrencia de la aparición de Emilio Renzi en sus obras, por otra, exigían necesariamente proteger la conspiración, para no dejar ningún resquicio de duda, reforzando el procedimiento de construcción ficcional del personaje, introduciendo una modificación en un relato en el que la inscripción del nombre de Ricardo Piglia, enfatizaba la ambigüedad genérica de la escritura.
Así, en casi todas las entrevistas que se han realizado a Ricardo Piglia suele contestar las preguntas citando literalmente extensos párrafos de “su personaje” Emilio Renzi. No siempre esto se puede verificar puesto que a veces las afirmaciones que vierte Piglia para los medios, aparecen antes de ser publicadas en sus obras como parte de las reflexiones de Emilio Renzi; estrategia novedosa en la que el personaje corporizado se anticipa al escritor autoficcionalizado.
El 18 de mayo de 2003, en el diario La Nación de Buenos Aires, Piglia responde a Mauricio Montiel Figueiras con las siguientes afirmaciones:
-Emilio Renzi, el personaje que has diseñado para desdoblarte en varios textos, ¿es más un modo de narrar que un alter ego en el sentido estricto de la palabra?
-Más bien es una especie de doble, amenazador como todos los dobles, porque ya sabemos que esta figura tiene que ver con la muerte. Su envejecimiento me interesa en particular. Aunque hace algunas cosas que nunca hice -por ejemplo, él es periodista y yo no he trabajado como personal de planta en un periódico, sólo como colaborador- , muchos rasgos que lo caracterizan están tomados de mi propia vida […] En mi caso se trataba de ver si era factible secretamente la biografía de alguien a lo largo de una serie de relatos, que contaban otras historias pero que de modo paralelo se ocuparan de la vida de Renzi. Esto me plantea una encrucijada.
Durante la entrevista, elípticamente, Piglia alude a uno de los problemas de su actuación, el paso de los años y la verosimilitud; en relación con ese aspecto algunos atrevidos afirman que Piglia no es uno sino tres o cuatro que por distintas razones se han ido sustituyendo y desde que ejerce como profesor en Princeton, al menos son dos que actúan simultáneamente, uno en Buenos Aires y otro en Estados Unidos, con lo que se pueden turnar y así descansar al amparo de cierto anonimato basado en el hecho incontrastable de que el otro está cumpliendo adecuadamente su papel en un lugar distante; aunque esta posibilidad seguramente es producto del exceso al que deben recurrir quienes quieren convencer a los incrédulos dando pruebas de verosimilitud demasiado abigarradas para ser creíbles.
Correlativamente, las teorías de la ficción paranoica y la conspiración que Piglia actúa y proclama en sus conferencias y clases universitarias, no son más que variaciones de la poética de Renzi, que tienen como objetivo responder el interrogante de Blanchot acerca de la desaparición. De todos modos, el proyecto implica siempre redoblar la apuesta para mantener el secreto; en tal sentido, Piglia dice en la entrevista de Montiel Figueras: Blanco nocturno es una historia de amor que también tiene que ver con el diario de Renzi al que he tomado como protagonista para ver si logro sacármelo de encima.
¿En El mal de Montano, acaso Vila Matas rinde un homenaje cifrado a quien ha logrado fingir corporizar el mal de la literatura desdoblándose en un escritor ausente y un personaje apócrifo omnipresente?
II – El lector en vida
Miro críticamente ciertas decisiones de mi vida que fueron tomadas en función del futuro de mi literatura. Por ejemplo, vivir sin nada, sin propiedades, sin nada material que me ate y me obligue. Para mí elegir es desechar, dejar de lado. Ese tipo de vida define mi estilo, despojado, veloz. Hay que tratar de ser rápido y estar dispuesto a dejar todo y escapar”.
Este fragmento sobre una vida dedicada a la literatura pertenece a en Los diarios de Emilio Renzi, ha sido tomado de una página del diario íntimo de su creador, el escritor.
Retomando la cita de Borges del principio, pienso que la escritura de Piglia perturba y trastorna esa afirmación porque inventa “un artificio novelesco que pone en cuestión los bordes constitutivos de los géneros”.
Todos los escritores tienen un mito de origen, pero solo algunos atesoran también un mito final.
En su recuerdo de cuando era niño, Piglia se ve sentado en el cordón de una vereda mirando un libro hasta que su abuelo se acerca y coloca ese artefacto en el sentido habitual que hace posible la lectura, entonces afirma, que ese abuelo bien podría haber sido Borges. En ese momento comenzó una de las escisiones más fértiles de la literatura contemporánea. Por un lado, Ricardo Piglia, el futuro escritor, crítico y profesor, que leía a contrapelo, que leía en el envés de los textos. Por el otro, Emilio Renzi, el personaje, el protagonista de tantas ficciones, pero también del diario, el otro, el mismo. En sus famosas “Tesis sobre el cuento”, el escritor defendió la idea de que un relato siempre cuenta dos historias. Una, casi siempre, visible; la otra, por lo general, secreta. Una biografía, había decidido antes, también puede ser doble. Tal como lo evoca en los diarios de Renzi, Piglia dice haber tenido dos abuelos. El biológico, que le encargó y le financió la escritura de su primer proyecto; y Borges, que —como presencia o como fantasma— siempre estuvo ahí.
En otra secuencia de los Diarios dice: ¿Cómo se convierte alguien en escritor -o es convertido en escritor-? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción...,
"Años de formación" (2015), el primer volumen de los tres que integran Los diarios de Emilio Renzi, concreta su fantasía de publicar el diario privado que escribía desde la adolescencia como si fuera de otro, y darle su vida y su memoria al personaje al que Ricardo Emilio Piglia Renzi, ya le había donado un nombre y un apellido.
"La crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas ¿No es a la inversa del Quijote? El crítico es aquel que encuentra su vida en el interior de los textos que lee", dejó consignado en 'Crítica y ficción' (1986/2001), su gran obra teórica, plagada de historias y textos híbridos, como todo su corpus. Como lo son también los ensayos -o quizá habrá que decir cuentos- de 'Formas breves' (1999). Piglia ha desarticulado la configuración del ensayo invadiendo las entrevistas con modos cifrados de poner en circulación sus tesis sobre la literatura.
"Una escritura también produce lectores y es así como evoluciona la literatura. Los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer", afirma, como de pasada, en otro texto de Crítica y ficción. Y aquí tampoco bromeaba ni ejercitaba la provocación teórica, porque hace muchos años que tanto académicos como diletantes de la literatura o lectores de a pie que leen no sólo su obra, sino buena parte de la literatura argentina, asediados por la fascinación de su modo de lectura, tanto para compartir como para repudiar sus posturas.
Los grandes escritores lo son por cómo han leído, antes que por cómo han escrito. Y lo son por las escrituras que, con su propia obra, han sido capaces de suscitar. Pero también, y por eso mismo, lo son por las lecturas que lograron motivar, por haber transformado las maneras de leer una literatura. Ha dicho Martín Kohan, uno de sus lectores más infieles.
De todas maneras, de lo que he venido exponiendo hasta ahora se podría deducir que Ricardo Piglia es un perpetuo habitante de las Bibliotecas. Me permito apartarme de ese registro, conocí a Ricardo Piglia a fines de los setenta, cuando hacíamos con Jorge Perednik y Nahuel Santana la revista de Poesía Xul; de una larga galería de recuerdos voy a recortar dos que desmienten esa posibilidad, lo veo inclinado sobre el paño verde de una de las mesas de La Academia, midiendo la carambola con la seguridad del que sabe que puede errar y después la sonrisa y el consuelo del vaso de cerveza empinado y el desafío cayengue, “pero no te la dejé tan fácil”, exagerando la entonación imitando la de un compadrito; la otra es un fragmento de una larga caminata y de una conversación intermitente, la publicación de Plata quemada era reciente; en Página 12, había aparecido una reseña de la novela que un resbaladizo y ambivalente académico del Departamento de Letras de la Facultad había firmado; acomodándose las solapas del sobretodo me dijo con tres cuartas partes de ironía y una de cuarta parte de objetividad, qué podés esperar del tipo, uno escribe como vive y me parece que esa novela le molestó, no por la novela en sí, sino porque se publicó; recuerdo su entonación y su gesto de tomarme del brazo para convocarme a cambiar de tema. En las cuadras siguientes hablamos de Yoshio Shirai, el rival de Pascual Pérez que por nuestra edad, los dos recordábamos como formando parte de las epopeyas imborrables de la infancia. Años después, ese nombre se imprimirá en uno de los personajes de Blanco nocturno.
Piglia escribió El último lector, su gran exegesis sobre el acto de leer. Al releerlo en estos días, me reencontré con esa voz sobreimpresa en su prosa, señalando y explorando caminos para los que lectores por venir, tentándonos a insistir en nuestras búsquedas y revisando sin fin sus ensayos.
Según creo y asumiendo un adagio que afirma que la muerte de escritor empuja su obra hacia un horizonte poblado de lectores, retomo una cita de Formas breves, “la verdadera legibilidad siempre es póstuma”.
Entonces, por un oscuro deseo de remate artístico cierro mi exposición volviendo a citar a Borges en una ceremonia ritual que evoca el eterno retorno de la escritura de Piglia:
Ignoro si la música debe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de su propia disolución y cortejar su fin.
[1] Enrique Vila- Matas, El mal de Montano, Barcelona, Anagrama, 2002. Todas las citas son de esa edición; los números entre paréntesis indican la página correspondiente.
Video de la presentación, completo: https://www.youtube.com/embed/Sxo5gWQtb9w
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