METALITERATURA

Beca Creación 2021. Fondo Nacional de las Artes 2021.



Las babas del diablo. El lenguaje de la fotografía y la mirada de la literatura.

7/8/2012 Cortazar

El objetivo que el presente trabajo tiene es reflexionar sobre las disquisiciones que el texto de Cortázar realiza en relación con una serie de problemáticas teórico-literarias...

 
Por:   Pascuzzo Denise

El objetivo que el presente trabajo tiene es reflexionar sobre las disquisiciones que el texto de Cortázar realiza en relación con una serie de problemáticas teórico-literarias y que, en última instancia, se vuelven extensivas al acontecimiento estético, dado que estas reflexiones poseen un alcance mayor que la literatura desde el momento en que el desarrollo de estos problemas en el texto hacen eje en el cruce entre la literatura y la fotografía, situando ese diálogo como disparador y fundamento de buena parte de recorrido del texto sobre estos temas. “Las babas del diablo” acaso se desarrolle como una exposición de una serie de problemas que podrían estar formulados en carácter de preguntas inherentes al hecho estético-literario, que de alguna manera funcionan como bivalentes, en la medida en que alcanzan a la fotografía y a la literatura.

 

El texto comienza con un narrador que se pregunta cómo contar lo que quiere contar, que exhibe la problemática de la narración en la instancia de la escritura. Por lo que ya tenemos allí una mirada de la literatura sobre sí misma, un recorrido metatextual que propone inevitablemente una reflexión sobre el propio funcionamiento de la literatura y de su condición de posibilidad: el lenguaje.

 

Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos (p. 71)[1].

 

No sólo hay una  mirada hacia el interior del funcionamiento del propio texto, sino que allí se pone en escena la oscilación formal de los lugares de la enunciación de gran significación para el sentido que en el texto se va tejiendo, porque, entre otras cosas, uno de los problemas de la representación –y que el texto expone– tiene que ver con las posibilidades del acto de narrar algo que sucedió y transferirlo a lenguaje en términos de la posición o función que adquiere el sujeto que narra. Ese fenómeno no es más que volver narración un acontecimiento del orden de la experiencia, un problema central de la teoría literaria.

De este modo, podríamos pensar a este texto de Cortázar como un tratado en pequeño que reflexiona sobre las posibilidades de la literatura, sobre determinados problemas que le son inherentes a su existencia. De manera que en el presente cuento aparecen preguntas sobre el autor, el narrador, el lector; el texto también realiza una disquisición sobre si existe una causalidad que motive una narración; si existe un imperativo que finalmente sea el motor definitivo para que un sujeto deba narrar lo que le aconteció o lo que imaginó. Se hace preguntas y busca respuestas, pero al mismo tiempo se interroga sobre si existe la posibilidad de acceder a un saber vinculado con el acto de narrar, con el móvil de la literatura, con una posible utilidad de ella (en algún momento el narrador afirma que, después de todo, con su foto habría ayudado a salvar al chico de esa situación). El comienzo del cuento ya mencionado (“Nunca se sabrá cómo hay que contar esto…”) parece estar indicando que la pregunta por la forma no tiene respuesta en la literatura; la literatura simplemente es y es, en todo caso, en sí misma una pregunta sobre su propia existencia, y que, inclusive, parece mantenerse en esa tensión, en ese no saber.

Más adelante, un elemento que parece pertinente al desarrollo de este análisis es un extendido trabajo sobre la mirada (en íntima relación con la fotografía y, por lo tanto, en analogía con la literatura) y dirá que “todo mirar rezuma falsedad (es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos)” Y más adelante: “De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible”.

Acaso haya que tener presente que esta afirmación sitúa al acto de mirar en términos de un desdoblamiento. El considerar el mirar como un generador de un irse del sujeto de sí mismo, iría en la dirección de pensar este sujeto como desdoblado, escindido, bifronte. Y en efecto, éste parece ser el sentido que parece recorrer el texto: la duplicidad, el doble juego entre fotografía y literatura (acompañadas por dos máquinas: la Contax y la Remington), el doble carácter de un narrador que es traductor (allí intervienen dos textos: el original y la traducción), es narrador y fotógrafo, franco-chileno, que se declara vivo y muerto a la misma vez porque funcionan en él a un mismo tiempo dos estatutos de verdad o –si se quiere– dos dimensiones simbólicas (lo que en el texto es la dimensión real y lo que en el texto la dimensión literaria), y este mecanismo no hace sino traducirse en términos de la forma, a partir de la oscilación enunciativa de la primera y la tercera persona. Incluso, llega a aparecer la primera persona del plural: “porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo”. ¿Qué dos sujetos están contenidos allí sino el narrador, aquel que tiene la función de dar forma a un relato y, por otro lado, el sujeto de lo que el texto señala como experiencia?  

Este elemento de duplicidad también puede pensarse en términos temporales en el cuento. Los deícticos como ahora establecen un hiato temporal, en la medida en que no hacen más que echar luz sobre ese desencuentro, sobre la contraposición entre dos temporalidades: el pasado que Roberto Michel desea contar, y el pasado efectivamente narrado por él en tanto sujeto narrador –un sujeto otro– en su relato (dentro del relato) y en un ahora de la narración:

 

 (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas… (p.75)[2]

 

            El “ahora” situado entre paréntesis representa el presente de la enunciación, el límite entre una instancia y la otra. Pero ese ahora hace su aparición en la narración de Roberto Michel. Dicho deíctico, con todo su carácter de referencialidad al momento de la enunciación, realiza un pasaje, sale del paréntesis y, a través de ese movimiento espacial en el texto, las dos instancias temporales quedan en una zona de indeterminación; se vuelve indecidible cuál es un tiempo y cuál el otro. En ese ahora (“Ahora mismo”) queda exhibido el problema del hiato entre realidad y narración, entre pasado de lo que el texto señala como realidad y el presente de la enunciación del sujeto narrador. A esto contribuye fuertemente la adjetivación que el propio narrador hace en otro de sus paréntesis: “(qué palabra, ahora, qué estúpida mentira)”.

El mismo problema aparecerá más adelante, al momento en que Roberto Michel observa la foto proyectada en la pared de su habitación. Parece haber allí un pasaje entre un antes y un ahora, dos instancias temporales que se superponen y se dan en simultáneo al momento de observar la foto en movimiento: los personajes de la foto, en el pasado, en ese “recuerdo petrificado” –como llama a la foto el narrador– se mueven en el presente del espectador, Roberto Michel. ¿Cuál es, entonces, el ahora? Como en el cine, hay un ahora del transcurrir del film, y un tiempo otro, aquel en que la cinta fue filmada. En ese caso, ¿cuál sería el presente de ese acontecimiento?

Siguiendo la analogía del problema de la mirada con la literatura (y de la fotografía, que se constituye en epítome en tanto acto de mirar vuelto arte), claramente parece estar afirmando, en última instancia, que la literatura en su carácter de ficción –de falsedad–, se vuelve posible en tanto se cree en ella. Su estatuto de verdad claramente es otro de los problemas sobre los cuales claramente el texto se interroga:

 

Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está
contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere (p.73).

[…]

Creo que sé mirar, si es que algo sé,  que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá entre elegir entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y, claro, todo esto es más bien difícil (p.76)[3].

 

El cuento realiza disquisiciones propias de problemas de la teoría literaria y, en este sentido, acaso estaría afirmando que la forma se estaría asociando con los modos de enunciación y ello a su vez con una relación de la narración con su propio estatuto de verdad.

Si pensamos en Blow up, film que Antonioni realizó tomando “Las babas del diablo” de Cortázar, podríamos pensar en una escena para analizar este aspecto del relato y tomarla como posible lectura que Antonioni realiza sobre el relato de Cortázar. Hay una escena en la que unos mimos van en camioneta y se cruzan con el fotógrafo, éste los sigue hasta una cancha de tenis. Allí dos mimos se ponen a practicar el deporte imaginariamente, mientras el resto de los mimos observan. Ni las raquetas ni la pelota existen, pero ellos lo creen, hacen como si existiera. Podríamos decir que simulan jugar al tenis. El fotógrafo observa y allí se presenta ese estatuto a partir del cual el sujeto fotógrafo está y no está en la escena. Es espectador y productor a la misma vez. Ese es un problema propio de la fotografía –aunque también puede pensarse en otras disciplinas del arte–: determinar qué se encuentra dentro y qué afuera de la imagen. Y cuál es la posición del fotógrafo, cuál es el margen, el contexto que finalmente actúa como límite y da sentido al hecho estético. Lo cierto es que en un momento a los mimos se les va la pelota al lugar en el que el fotógrafo se encuentra. Este duda, se queda absorto, pero luego ingresa en esas reglas, en ese sistema de creencia a partir del cual la ilusión, en tanto imagen, pero también en tanto entidad imaginaria, existe. Se involucra en la escena y comprende, comienza a creer e imagina con ellos que esa pelota va y viene en el juego de tenis, aunque no exista. Algo de aquello del estatuto de verdad que mencionábamos anteriormente está en juego: como ilusión de un juego de tenis, el acontecimiento adquiere realidad propia, autonomía en términos de sentido. Algo de ese orden el texto presenta en la escena en que Roberto Michel observa la imagen proyectada en la pared de su habitación:  

 

Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir (p.87)[4].

 

Allí, una vez más, se traduce a los tiempos verbales el problema temporal que se suscita. Esa vacilación de los verbos (“lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento”) no hace sino exponer el problema temporal de la fotografía y, en última instancia, del cine (tomando como metáfora del cine la fotografía en movimiento en la habitación de Roberto Michel). Por otro lado, es interesante el término comprender, que no es sino la palabra cuyo significado implica un acceso al sentido, y no es menor en esa escena, a los efectos de una reflexión del texto sobre la lectura, de un posible planteo hermenéutico vinculado con la interpretación de una obra de arte. No olvidemos que el texto pone en pie de igualdad a la fotografía y la literatura, y por momentos se vuelven valores intercambiables en términos del sentido que el texto va tejiendo. De manera que allí, la observación de una foto podría estar funcionando como metáfora de lectura, del mismo modo que también Roberto Michel habría sido lector –a la vez que fotógrafo– al momento de tomar la foto y “leer” la cara del chico.

 Ese comprender, como decíamos, se asemeja a lo que acontece al fotógrafo de Blow Up: desde el momento en que accede al sentido, cree y accede a la existencia posible de ese juego de tenis imaginario.

 

Otro de los problemas que el texto claramente aborda desde el punto de vista teórico-literario es el problema de la representación mimética. En este sentido, no es menor que aparezca la fotografía como uno de los ejes temáticos centrales del texto. Más si pensamos en un texto que está reflexionando sobre sus propias posibilidades de narración y las propias posibilidades de la literatura.

En última instancia, la fotografía es un lenguaje que parece concentrar –inherentemente y en su funcionamiento–  la cuestión de la representación en términos del problema de la mimesis en el género realista. Quizás pueda pensarse a priori como una disciplina que como móvil presenta un intento natural de “parecerse a la realidad” (al registrar “directamente” una imagen proveniente del mundo). Sin embargo, explicaremos cómo en su plasmación, y a partir de la mediación de la técnica (de la máquina), lejos está de confluir en un resultado de un reflejo mimético de lo que se observa por el objetivo de la cámara. Es por eso que acaso sea una de las artes que exhibe metafóricamente y en su máxima expresión el problema de la paradoja propia vinculada con el problema de la mimesis.

Y en “Las babas del diablo” la fotografía no casualmente aparece como un elemento articulado (a partir del cruce sistemático que el texto realiza entre esta técnica y la literatura) con las preguntas vinculadas con los modos de narrar, con las posibilidades del lenguaje, con la plasmación en relato de un evento que proviene de la experiencia de un sujeto; asimismo con una pregunta insistente del narrador hace sobre su propio estatuto, por la traducción (en un sentido amplio) como “permutación” de códigos o imágenes. Pensándolo de este modo, podremos entender la motivación a partir de la cual el texto introduce a la fotografía como problema y comprender el alcance de la afirmación –refiriéndose a la técnica fotográfica– “el agujero que hay que contar también es una máquina” (p.71)[5].

De algún modo, así como el texto presentó y exhibió la técnica de la literatura en términos de su procedimiento y las posibilidades o imposibilidades del lenguaje, también expone los materiales y la técnica fotográfica, presentándola como una condensación, como un recorte, en la medida en que un encuadre selecciona un fragmento de la realidad que se percibe. Incluso, se presenta como la mirada del detalle y de la posibilidad de la captación del instante efímero:

           

... pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera de trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche (p. 75)[6].

 

            Lo cierto es que el mirar por el objetivo  de la cámara implica necesariamente un recorte, a partir del encuadre y de toda la técnica involucrada en la fotografía (diafragma, tiempo de exposición, etc.) para producir la imagen fotográfica, que podríamos definir  como la fijación en una película sensible de la imagen que se visualiza por el objetivo de la cámara. Incluso, si desarrollamos un poco algunos procedimientos técnicos de la fotografía en sí, quizás este problema teórico-estético vinculado con la representación quede más claro. En principio, podemos decir que la fotografía se basa, en un sentido estricto, en la cantidad de incidencia de luz que entra por la lente en función del grado de apertura del diafragma y del tiempo de exposición. Si el fotógrafo decidiera abrir el diafragma por varios segundos, en la película quedaría fijada una imagen que será la sumatoria de los instantes sucesivos correspondientes con esos segundos que han pasado. Y toda esa sumatoria de instantes sucesivos quedarán fijados en una sola imagen, simultánea, como si fuera un solo instante. Ese desfasaje puede explicar bien la no correspondencia entre la imagen vista por el objetivo y lo que quedará plasmado en la película fotográfica[7]. Podríamos así afirmar que el hiato, problema básico y central de la representación mimética, esto es la imposibilidad de reflejar una experiencia miméticamente en la captación de una imagen –o lo que es lo mismo, una transferir uno a uno la experiencia miméticamente a un conjunto de palabras que conformen un relato–, queda planteado en “Las babas del diablo” a partir del funcionamiento de la fotografía, de su técnica y sus problemas teórico-estéticos planteados por Cortázar en el texto.

En este aspecto, es interesante revisar el texto “Algunos aspectos del cuento”. Allí Cortázar ya expone una comparación expresa de fotografía en relación con el modo de funcionar del cuento. Acaso podamos pensar que en “Las babas del diablo” estaría ficcionalizado parte de lo que esboza en este texto de un modo teórico:

 

No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándolo determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento (p. 4)[8].

 

Cortázar decide llamar –citando a reconocidos fotógrafos– paradoja a esta especie de hiato o no correspondencia que nosotros hemos denominado en el fenómeno fotográfico. El fragmento pone a funcionar una totalidad que excede a sus propios límites. Podría traducirse como: en la fotografía se ve más de lo que se ve o en la literatura se dice más de lo que se dice a priori.

Por otra parte, al pensar en fotografía, necesariamente –como dijimos– debemos pensar en la mirada como el elemento principal que posibilita su realización. Por cierto, el ver  y el mirar son conceptos que recorren todo el texto y la fotografía es por excelencia una operación de la mirada. Y sobre este punto el texto expresa algo sobre lo cual vale la pena detenerse y que de alguna manera refuerza la hipótesis de este trabajo vinculada con una posible teoría literaria a partir de los presupuestos de la fotografía. El texto plantea que existen dos tipos de mirada: una mirada espontánea, de lo inmediato; y una mirada impuesta por la cámara fotográfica y que se produce a través de ella. Imposición que no es sino el instante estético, el elemento que irrumpe y hace posible la obra. La oposición entre una mirada y la otra es lo que su vez señala la diferencia entre literatura y experiencia. Dice el texto:

 

Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Cóntax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil del río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo (p.75)[9].  

 

Esa idea de permutación y de dos tipos de mirada nos lleva necesariamente a la posibilidad de pensar en el concepto de mediación. La visión de lo inmediato se opone a la mirada mediada por la cámara fotográfica. Esta problemática no es más que el problema de la representación, donde efectivamente hay una mediación en juego. Y homologando este movimiento al de  la literatura, es lo que la literatura realiza pero por medio del lenguaje. El lenguaje sería la máquina que permuta una mirada por otra. No casualmente aparece aquí la máquina de escribir. Creo que no sólo para abonar a esta analogía que viene produciéndose entre fotografía y literatura (máquina fotográfica-máquina de escribir), sino que la máquina vendría a presentar en su máxima expresión el problema de la mediación en el arte, que en este caso se encarna en la máquina. Más aún cuando recordamos la escena en la que Roberto Michel observa la foto proyectada, momento en el cual, entre él y la foto se interpone la máquina de escribir: “Desde mi silla, con la máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente en el punto de mira del objetivo” (p.85). La máquina de escribir es la que media entre su mirada y la foto proyectada. Es decir que allí una máquina y otra (la de escribir  y la máquina fotográfica) quedan de pronto identificadas; las dos técnicas se superponen y se explican mutuamente en relación con problemas teórico-estéticos que ambas comparten.

Por otra parte, es bueno recordar (si pensamos que este texto se encuentra dentro del libro Las armas secretas, publicado en 1959) las vanguardias de los sesenta y la problemática de las máquinas como un elemento que está atravesando toda esa serie de manifestaciones. Hay una pregunta clara por la máquina en relación con el arte.

Recordemos nuevamente el elemento de la traducción. Roberto Michel es un traductor que permuta un código de lengua por otro. Podría afirmarse que esta actividad, en su calidad de transformación o pasaje de una lengua a otra, es también una mediación de lenguaje de la cual es centro el sujeto traductor. En este sentido, puede verse cómo el texto arma todos esos elementos, que no son sino problemas vinculados con la teoría literaria y los articula al modo de una constelación, cuyas parte dialogan y van componiendo un tejido, un entramado de significación. Por eso es que nos arriesgábamos a decir que este texto de Cortázar podía pensarse como un tratado o ensayo en pequeño de teoría literaria o teoría estética en un sentido más amplio.

Por otra parte, podríamos pensar que la literatura se da en ese pasaje de materiales “tomados” (la misma palabra se utiliza para hablar de sacar fotografías; esto es: se “toman” fotografías, un verbo que inevitablemente nos hace pensar en su sentido de apropiación) de la realidad a materiales de lenguaje, que no tienen sino otra existencia con otra entidad distinta y que podríamos ubicar como una verdad que se instala en otra dimensión. Es así que no hay posibilidades de homologar la realidad a la literatura. El texto podría estar afirmando que la literatura, en su configuración, construye una significación nueva a partir de lo único que tiene, que es el lenguaje. Transforma esos materiales que recibe y los reconstruye en una nueva dimensión que constituye una nueva verdad, que es su verdad, completamente otra, poniendo en cuestión la verdad en su carácter absoluto. Es una verdad de otro orden, autónoma.

El texto refiere a este problema y recordaremos algunas de las citas ya mencionadas porque van en dirección de analizar esta cuestión:

 

Va a ser difícil porque  nadie sabe quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere (p.73).

 

[…]

Creo que sé mirar, si es que algo sé,  que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá entre elegir entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y, claro, todo esto es más bien difícil (p.76)[10].

 

En el texto, el mirar en sí ya presenta un sedimento de falsedad que problematiza el concepto de verdad, porque lo que se ve cuestionado en la narrativa de Cortázar es la diferenciación tajante entre realidad y fantasía; verdad y falsedad, etc. Los límites dejan de ser claros y el centro del problema se sitúa en la legitimación de la mirada como vía posible de acceso al conocimiento del mundo. La racionalidad, incuestionable en otros órdenes del saber, queda subvertida o cuestionada en la literatura que propone Cortázar. El ver, que es por excelencia una vía de la percepción inmediata del  mundo, se presenta en el texto como una vía que no garantiza necesariamente el acceso a la realidad, porque el concepto de lo real también es un elemento que queda relativizado. 

 

Acaso podamos pensar que la escritura se realice en ese pasaje donde el espacio y el tiempo quedan abolidos o, en todo caso, se transforman en un espacio y tiempo de otro orden, ingresando a un sistema que los contiene y formula: la instancia de la narración.                        

 

Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa hasta el domingo siete de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo… (pp. 72-73) [11]

 

Es decir, a través de un procedimiento que atraviesa el espacio –de la escalera, en este caso– se realiza un tránsito a través del tiempo. Y esa operación de la posibilidad de manipular el espacio y el tiempo no puede producirse sino en la instancia literaria, porque se sitúa en una lógica completamente otra a la lógica espacio-temporal de la realidad.

Indudablemente, el cruce entre fotografía y literatura arroja inevitablemente una reflexión en torno del problema de la simultaneidad en contraposición a lo sucesivo, un elemento central en la teoría lingüística desde sus inicios (en términos de sintagma y paradigma) y, por lo tanto, también un problema generador de preguntas en relación a la naturaleza de la literatura. La imagen percibida por una cámara, aquel “agujero que hay que contar”, se percibe en forma simultánea. Aquella pregunta por el modo de narrar, eso que Roberto Michel vio redunda inevitablemente en una interrogación por el modo en que lo simultáneo puede ser transfigurado al lenguaje, es decir, a un código de signos que no son sino sucesivos.

En ello, indudablemente podemos recurrir a “El Aleph” de Borges, donde parece quedar planteado este problema con gran lucidez y dando explicación a este problema que no es sino un problema de representación, sin ánimos de reducir un texto de gran complejidad y que habilita un abordaje  más completo para pensar otra serie de elementos que plantea. Recordemos uno de los pasajes centrales de este relato y que reflexionan sobre elemento que intentamos señalar en “Las babas del diablo”:

 

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? […] Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré (pp.191-192)[12].

 

 

Roberto Michel, en algún sentido,  expone el mismo problema: cómo narrar eso que le ha sucedido, aquello que vio en simultáneo, cómo narrar la foto, lo que vio, cuáles son las posibilidades del lenguaje para hacerlo y cuáles son sus propias posibilidades como narrador.

 

 

Ahora bien, ¿qué sucede con el contrapunto que el texto presenta entre poética realista y poética fantástica?

El concepto de la mirada  es interesante a la hora de pensar en el género fantástico. Porque podría pensarse que el término que mejor se asocia con la captación de lo inmediato, real, es la palabra mirada (y sus variantes como verbo: mirar, ver). No obstante, no azarosamente el texto luego aplica ese verbo a la observación de aquello que no puede producirse en la realidad, como que una foto se mueva, al menos en las condiciones presentadas en el texto por el narrador. Roberto Michel proyecta la ampliación de la fotografía en la pared. Sería posible el movimiento si proyectara una serie de fotogramas en sucesión, que no es si no lo que representa la técnica del cine. 

Sin embargo, el texto parece realizar una torsión en este punto. El objeto de la mirada de Roberto Michel deviene en acontecimiento fantástico. Qué hace allí la poética fantástica sino reforzar aquel hiato existente entre aquella captación de la realidad y lo que finalmente el espectador de una foto observa. Es interesante porque la poética fantástica irrumpe para echar luz sobre un problema propio del realismo y a su vez sobre un problema vinculado con la lectura. Y finalmente es lo que señalará simbólicamente la imposibilidad de correspondencia entre la imagen captada y lo que finalmente se verá plasmado en la película fotográfica, a su vez ampliada y proyectada en la pared.

Si analizamos algunos de los pasajes del texto “El relato fantástico: la poética de lo incierto”, de Irène Bessière, sus dichos pueden hacernos comprender aún más el sentido que la aparición de un componente fantástico tiene en el relato “Las babas del diablo” a los efectos del eje de análisis que venimos exponiendo:

 

Así pues,  [el relato fantástico] se nutre inevitablemente de los realia, de lo cotidiano, destacando sus disparidades  y llevando su descripción hasta el absurdo, hasta un punto en que los límites mismos que el hombre y la cultura asignan tradicionalmente al universo ya no circunscriben ningún campo natural ni sobrenatural, porque, como invenciones del hombre, son relativos y arbitrarios. […] Como representación de un cuestionamiento cultural, impone formas de narraciones particulares ligadas siempre a los elementos y a las discusiones –históricamente fechadas– sobre el estatuto del sujeto y de lo real. No contradice las leyes del realismo literario; muestra que esas leyes se transforman en las de un irrealismo cuando la actualidad se vuelve totalmente problemática (p.3)[13].

 

            A su modo de ver, el fantástico interviene en las reflexiones sobre el sujeto en relación con lo real y se afirma en una concepción a partir de la cual se considera que lo percibido como real no parece distar mucho de lo que puede ser tomado como irreal o fantástico. Algo de ello ha afirmado Cortázar en uno de sus reportajes: creía que no había mucha diferencia entre los fenómenos observables en la vida y aquella lógica de la fantasía. Sus dichos pueden explicar, en parte, nuestra afirmación de que el fantástico emerge en el texto para plantear un problema vinculado con la representación (que no es sino una pregunta de la relación entre la realidad y la narración; o realidad y fotografía, en este caso) y, por otro lado, una instancia de análisis vinculada con el problema de la interpretación.

            Bessière también expresa algo vinculado con el problema del lenguaje en torno del relato fantástico y que quizás pueda pensarse en relación con lo que hemos ido exponiendo sobre este tema:

 

            En este sentido, el relato fantástico es el lugar en que se ejerce perfectamente el trabajo del lenguaje, tal como fue definido por el crítico alemán André Jolles. El discurso cultiva, fabrica y evoca. Toda descripción es una confirmación, una reconstrucción de lo real, y como evocación, la presencia de una realidad otra. La totalidad de este proceso supone el conocimiento y la interpretación de lo actual (pp.3-4)[14].

 

 

Retomemos la escena en que Michel observa la foto en la pared de su habitación. Podríamos afirmar que allí se ficcionaliza, a través de un componente fantástico, lo dicho por Cortázar en “Algunos aspectos del cuento”. Esa dinámica realidad más amplia que se dispara a partir del fragmento queda representada en ese movimiento que cobra la foto que Michel observa y que funciona como máquina interpretativa.  La lectura del fragmento inicia un recorrido hermenéutico que trasciende la imagen; el movimiento se corresponde así con ese devenir interpretativo más allá de lo dicho o visto en la obra de arte, sea ésta fotografía o texto.

Si ensayáramos una posible división del texto en dos partes, podríamos establecer que la primera parte se presenta como una narración de corte realista, y que en el segundo tramo (en el cual Roberto Michel observa la ampliación de la fotografía sobre la pared), irrumpe la vertiente fantástica, a partir de que la imagen fotográfica cobra movimiento. Este elemento genera que se produzcan dos narraciones posibles: la que el narrador deduce o lee  en el momento de tomar la fotografía y la que el narrador percibe en la fotografía en movimiento (la situación de pedofilia en la que se encuentra involucrado el señor del auto negro, verdadero destinatario del chico).

Dice el texto: “Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad...” (p. 87)[15]

¿Dónde se encuentra lo que el texto dice que es la realidad? En el momento en que más se falta a la lógica de lo real. En el momento más fantástico del texto es donde emerge a su compresión aquello que el narrador señala como lo que se sitúa en el plano de la realidad. Lo que el narrador había visto de manera inmediata, y luego mediada a través de la máquina fotográfica, lo ubica después en el terreno de la imaginación. Y por otra parte, finalmente dice captar la verdadera realidad de los hechos acontecidos en la experiencia a partir de la observación e interpretación de la fotografía ya tomada y en movimiento, dentro de su habitación.

Podríamos decir que la poética fantástica aparece para subvertir las leyes de la realidad, pero esta vez para establecer una teoría de la lectura: lo que el texto presenta como el acceso a la verdadera significación de la narración que Roberto Michel ve  o lee en la ampliación de la fotografía. El texto expresa lo siguiente:

 

De pronto el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. (p.88)[16]

 

Las dos instancias espacio-temporales se invierten, las lógicas opuestas realizan un pasaje al otro lado. La irrupción del elemento fantástico se introduce en el texto para subvertir la lógica de la representación realista prototípica de la fotografía, problematizando el concepto de obra artística (ya sea literaria o fotográfica) y advirtiendo que en su existencia presenta una significación nueva y de otro orden. En la permutación de una mirada por otra, se produce una mirada nueva  y es en ese pasaje en el que se ubican la literatura y, acaso, en analogía, también la fotografía.

 

Como hemos planteado, evidentemente a Cortázar la fotografía le permitía pensar en ciertos problemas estéticos que echaban luz sobre determinados procedimientos de la literatura. La analogía presente en “Algunos aspectos del cuento” entre fotógrafo y cuentista, a las claras demuestra que era un pensamiento que lo habitaba y que se puede rastrear en la articulación de fotografía y literatura en “Las babas del diablo”. Sólo que aquí, ficcionalizando este tipo de reflexiones, hace emerger con mucha complejidad una serie de problemas estéticos que hemos ido exponiendo y que pueden tomarse como formulaciones teóricas de una gran riqueza para la teoría literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía:

 

- Bessière, Irène. Le récit fantastique – La poétique de l’incertain, París, Larousse, 1974.

-  Borges, Jorge Luis. “El Aleph”, El Aleph. Barcelona, Ed. Alianza, 1995.

- Cortázar, Julio. “Las babas del diablo”, Las armas secretas. Buenos Aires, Ed. Alfaguara, 2006.

- Cortázar, Julio. “Algunos aspectos del cuento”, en Diez años de la revista “Casa de las Américas”, n° 60, julio 1970, La Habana.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Julio Cortázar. “Las babas del diablo”, Las armas secretas. Buenos Aires, Ed. Alfaguara, 2006.

[2] Op.Cit.

[3] Op. Cit.

[4] Op. Cit.

 

[5] Op. Cit.

[6] Op.Cit.

[7] El mismo fenómeno puede actualizarse y trasladarse a los procedimientos vinculados con la fotografía digital, sólo que allí la fotografía queda almacenada en el dispositivo fotográfico digital.

[8] Julio Cortázar. “Algunos aspectos del cuento”, en Diez años de la revista “Casa de las Américas”, n° 60, julio 1970, La Habana.

 

[9] Op. Cit.

[10] Op. Cit.

[11] Op. Cit.

[12] Jorge Luis Borges. “El Aleph”, El Aleph. Barcelona, Ed. Alianza, 1995.

[13] Irène Bessière. Le récit fantastique – La poétique de l’incertain, París, Larousse, 1974.

[14] Op. Cit.

[15] Op. Cit.

[16] Op. Cit. 

 

Denise Pascuzzo nació en Buenos Aires, el 4 de enero 1982. Licenciada en Letras por la UBA e integrante del Instituto de Literatura Hispanoamericana. Es investigadora de la Universidad de Buenos Aires, participa en el grupo “Literatura Latinoamericana y visualidad” y en proyectos dirigidos por Gustavo Lespada y Andrea Ostrov. Organiza junto a Silvana Lopez, jornadas de literatura sobre escritores argentinos, que se realizan en el MALBA desde el 2012.
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