Yo no hubiese llamado a este lugar con el nombre de cine. No hubiese colgado el cartel de cine afuera de la habitación alfombrada con sillones de abuela donde llevo a mi perro a ver películas en un idioma del que apenas empecé a distinguir los sonidos.
Pero es tiempo, y costumbre, que los sonidos empiecen a separarse unos de otros, incomprensibles pero ya no una masa continua e informe, y que yo le diga a esto 'kino'. El lugar donde Zeit y yo venimos los domingos, todos, como a una misa.
Apenas la gente sale de la función anterior, ya nos metemos en la sala. Así estamos un rato solos. No tan solos, Zeit, yo, la cerveza y el calor humano atrapado por los insonorizantes. Esa habitación cambia de aire sólo cuando intercambian respiración los humanos dentro suyo.
Por capricho no elijo las películas, voy y veo lo que esté por empezar en ese horario. No importa cuál sea la película, siempre hay gente. Y si la película resulta aburrida o larga, se levantan y se van. Nosotros no, porque en la atmósfera humana y la penumbra, Zeit y yo logramos dormir, no importa cuál sea la película. Descansamos como en un abrazo, como nunca.
Pero este domingo en particular no había nadie cuando entramos y en cuanto elegimos el mejor sillón, la luz se apagó. Todo a oscuras y ni una voz que sonase desde afuera.
Dormir en un cine es como dormir en un tren. Nadie puede dormir totalmente a oscuras creyendo que el tren fue cancelado y uno quedó dentro, en un taller perdido, en un cambio de vía o en un vagón abandonado. En estas circunstancias, mi amigo, no íbamos a poder dormir.
Busqué, por eso, la señal verde de 'salida' que debía estar por ley en alguna parte. Tanteando, me acerqué a la pared del lado en que habíamos entrado. Avancé con las manos buscando la textura de la puerta. La puerta a la sala del cine es como la de un frigorífico pero que cubrieron de un panel blando, posiblemente el respaldo de un sillón Luix XV que Dick Tracy, desde la pantalla, acribilló a botones.
No me tomó tanto tiempo encontrarla con las manos, pero estaba cerrada herméticamente.
Cualquiera que padece el temor a ser olvidado, sabe cómo se reacciona en estos encierros. Es todo desesperación y movimiento y parálisis y llanto. Pero aun antes de atravesar ninguna de esas etapas, se encendió la pantalla. Con la vergüenza por exageración que siento en estos casos, me volví a mi sillón. Zeit esperaba, pero estaba atento, erizado. Miramos fijo la pantalla blanca.
Y una voz nos habló en alemán. Quiero decir que nos habló porque no había nadie más ahí. Habló y la entendimos. Era la voz de una película muda, extravagante e inesperada.
—Estas imágenes. Tendrás que mirarlas. No verlas pasar. Sombras que se proyectaran contra un muro. Mirarlas con seriedad. Activas. En despliegue actual.
Sobre la pantalla comenzaron a aparecer imágenes. Imágenes que he visto cientos de veces. Que el muro, que el discurso, que los muertos y la guerra fría. Que los golpes y un martillo y los tatuajes en el muro y la gente que ¿entra o sale? hacía un lado u otro. Y las camperas de cuero y los jeans holgados y el vapor del frío.
¿Cómo saber si estoy mirando o viendo? ¿No es el cine una repetición? ¿No se pierde el sentido en la repetición la repetición la repetición? ¿No son esos mismos los jeans hoy demodé?
—No estás mirando—dijo la voz.
Pero sí, sí que estoy viendo y mirando. ¿Va a terminar esta proyección alguna vez? ¿Qué quiere esa voz de vampiresa de mí? ¿Y si nunca entiendo, y nunca terminan sus reclamos y los flashes que se abalanzan uno atrás de otro en blanco y negro y poco muy poco color?
Zeit levanta la vista a la pantalla. Aúlla en un momento, parece dolorido, pienso que está asustado pero después queda en silencio perruno hasta que la repetición termina. Entonces estira las patas de atrás y de adelante antes de bajarse del sillón y me lame la mano al pasar al lado mío camino a la puerta. La pantalla vuelve a negro. La voz se calla.
El perro ladra un 'wof wof' apagado, la puerta se abre y él sale mientras la gente entra charlando, con sus cervezas, con sus perros a mirar una película.
Esa fue nuestra última siesta con Zeit im Kino
Ana Abreg�.
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Literatura latinoamericana
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