1. En el mismo canto tercero del Inferno de Dante Alighieri hay varios versos sobre los que podríamos estar semanas, meses hablando. Con todo, es preciso destacar el capoverso: “per me si va nella città dolente” (por mí se entra en la ciudad dolente). Esta es una introducción inmejorable para la puerta de entrada al infierno: “lasciate ogne speranza, voi ch'intrate” (dejaos toda esperanza, vosotros que entráis). Dicho esto, ¿qué hacemos aquí cuando a nuestras cabezas viene la consigna ya cliché de “la esperanza es lo último que se pierde”? Las lecturas pueden ser vastas. No nos compliquemos con un debate que no se dará ni ocurrirá en lo sucesivo. Vale quedarnos con la idea de un camino en que el sufrimiento y el dolor son indefectibles, son insoslayables a la experiencia. Del epígrafe extráiganse las ideas de “suspiros, lágrimas y (altos) ayes”. Este no es un punto de partida, sino de llegada. La excusa es Dante, pero ya nos hallamos no en la mitad del camino, sino al final de la obra de Ana Abregú Errancias del Ayés. Desafortunadamente, este posfacio o retrospicio (como he decidido, arbitrariamente, llamarle a estas líneas) exige rebobinar toda la película y volver a fijarnos en la mayor cantidad de detalles posibles pasados por alto en una lectura al volo o rápida. De seguro habrá más en una tercera, cuarta, quinta lectura. Un libro con tamaña complejidad no se lee solo una vez. No.
2. El prólogo, posfacio (o frontispicio, si se quiere) se fecha agosto 3022, en la era de la Internet (¿no es ya la actual?) donde el tiempo es o está siendo derrocado y cuya escritura está mediada por la teoría de cuerdas. Bien, se asume que es Abregú quien firma. No olvidemos que la autora tiene una no menor formación en ciencias exactas. Rebobinemos: “No he venido a exponer pruebas de arte ligero o a usurpar el apócrifo orden del lenguaje para ocultar secretos. He venido a revelar al usurpador, el lenguaje de asintonías, y a desenmascarar las conjugaciones de lo que Alikoshka Goliadkin emprendió: “aniquilar definitivamente el espejismo de lo sagrado, y dar rienda suelta al caos, ese mal inexcusable”. He venido a contar las (h)errancias del ayés”. Aquí está la clave de lo que viene. El usurpador, el lenguaje de asintonías (carente de sintonías o tal vez, se entiende como asintótico/a en geometría, es decir, una curva que se acerca indefinidamente a una recta o a otra curva sin llegar a encontrarla) y desenmascarar al caos y su rienda suelta, antes citado en el personaje de la obra de Fiódor Dostoievski Двойник (Dvoinik, El doble, 1846). Todo esto se engloba en las “(h)errancias del ayés”. Aquí, un freno de mano.
3. ¿Qué es el ayés? El diccionario de la Real Academia Española lo define como la forma plural de la interjección “ay” que sugiere como significado o el dolor o la sorpresa. Hasta ahí lo encontramos en la traducción -de mi autoría- del pasaje de Dante que abre este texto, lo encontramos en la poesía del rancagüino Óscar Castro, en la del cubano Roberto Fernández Retamar, en la del boliviano Arturo Borda. El motor de búsqueda más usado (Google) no es eficaz. Bravo, Abregú ha logrado situarse fuera del radio de lo que el algoritmo conoce. Nuestra comprensión de una palabra se abre aún más si pensamos que esta no es sino una paz conceptual entre una cosa y el modo de referencia. Y de ella, en las formas más arcaicas del lenguaje, cuando el ser humano desarrolló la mandíbula y pasó desde ruidos guturales a la vocalización articulada a partir de la lengua y el movimiento de los músculos faciales. Ay, el singular de ayes, no es posible sin el movimiento de los labios. No puede expresarse como algo que simplemente brota de las vísceras, sino que requiere de su puesta en escena. Así como podemos mirar en retrospectiva al pasado de la verbalización, no perdamos de vista la consciencia que adquiere cada pueblo, cada nación, en el desarrollo de la lengua, sus fonemas y modos de expresión escrita. Me detengo más atrás, en la portada. Se lee, del pinyin (chino): ái 爱, que en español puede traducirse como el verbo “amar”. Ahora bien, prevengamos que una escritura ideogramática va agrupando signos, símbolos y su dificultad es diferente de lo que un alfabeto con letras puede entregarnos. Es más, el ideograma requiere precisión en su caligrafía.
4. El amor puede agrupar ambas manifestaciones posibles de la interjección “ay”: dolor y sorpresa. Sin complejizar más el argumento: una potencia de sufrir y/o de asombro. Ya de lleno en el libro, érase un agosto invencible entre las diferentes fisuras del tiempo posible e imposible. La inscripción de una escritura ya es inevitable, se transmuta bajo la razón, el símbolo y el eje del ayés. “El verbo incipiente” está en la resistencia de las palabras a no desmoronarse letra a letra. Amar como otra potencia, siempre en positivo. Aunque este diario atemporal puede leerse como un ejercicio en reversa. Me recuerdo de unos versos del poeta italiano Franco Arminio: “ma il vero luto / è la fine del disamore” (“pero el verdadero luto / es el fin del desamor”, cit. Studi sull’amore, Turín: Einaudi, 2022, p. 37, trad. de mi autoría). Abregú tiene una facilidad para adentrarse en las fauces del desamor, puede verse en otros de sus trabajos, desde novelas como Supay hasta textos híbridos de corte poético como Ignitos. En esta oportunidad, no es necesariamente referido a una primera persona o a un sujeto, sino a un objeto, de investigación incesante. El luto está en lo escurridizo de un concepto que no tiene ni siquiera claridad de sí mismo. O bien en su errancia.
5. “Esos suspiros y ayes que se oyen en la noche, como de persona que se acurruca y sufre al pie de nuestra cama, tienen todo el intrigante dulzor de la curiosidad, tanto como aquellas voces suaves, dulces, femeninas, que suenan y repercuten dentro de nuestro cráneo, llamándonos desde lejos por nuestro nombre” (Arturo Borda, El Loco, La Paz: Editorial Las Américas, 2021, p. 564). Tal vez esta cita pueda meternos en el contexto carnal de quien está escribiendo este diario atemporal, que a veces nos pone en un pasado próximo, el 2022, o que nos coloca en un futuro próximo, el 2023. Siempre es agosto en ese corazón, en esa mente que está dejando su rastro. Nuevamente, suspiros y ayes, como en Dante. Se ve que la compañía de ayes es necesaria para poder darle una certeza de significado. Abregú bota por la borda todo que he dicho antes: “El “Ay”, del ayés, no es el de la intersección, ¡ay! El ayés es una cosmovisión” (p. 4). No hay error, pese a lo anterior. El desborde del ayés es lo que el libro trata de contener. De a poco va pasando de ser una construcción humana o de seres dotados de una capacidad para vocalizar a ser un misterio. Ese es el primer mérito de este libro. Decir cosmovisión también es reducir al ayés. Veremos que las definiciones provisionales, conforme pasa el invencible agosto, van coexistiendo sin contradicción en un camino que debería acabar el 31, pero ¿de qué agosto?
6. La materia está compuesta de estados y valores. Así es el lenguaje. O, parafraseando a Roland Barthes cuando habla del texto, el tejido de estados y valores que se cruzan y no. Cuando no se cruzan es bastante estimulante. Como una curva asintótica, podría leerse a continuación el ayés que, en palabras de Abregú, “no es ni un verbo ni una confirmación” (p. 11). La materia cambia. Lo que sí sé hasta ahora es que “ayés” no es una forma, sino más bien adopta una. El segundo mérito de este libro es constantemente dar y quitar a quien lee, a volver líquidas las certezas cuando ya se posan sobre las manos del lector.
7. El ayés es un lenguaje, “el lenguaje con más posibilidades de existir” (p. 12). Heu miser! ¿Será que puede ser reducido a un lenguaje? Recuerdo dos citas del filósofo chileno Patricio Marchant, de su excepcional Escritura y temblor, dirigida a su hijo Matías: “No hay verdad… / solo efectos” (…) “No hay verdad… / en el mejor de los casos, temblores” (Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2000, p. 100). Sigue la investigación. El ayés puede ser, también, un efecto o un temblor. En el reino de lo telúrico continúa la bitácora del agosto invencible, Abregú nos dice que el ayés es “elusivo, evanescente, no es sólido, pero revela que significa algo” (p. 17). Sabemos ya que se manifiesta a partir de “ay” como una especie de sonido del alma. Es más, la reiteración del ruido está presente a lo largo de todo el libro. Heu miser!
8. ¿El ayés será ficción? ¿Será una gran novela de ciencia ficción como lo es un diccionario? Lo cierto es que el origen del lenguaje inquieta. Mircea Eliade en la novela que se tradujo como Tiempo de un centenario, lo prueba con el personaje de Dominic Matei, profesor universitario, que extrañamente después sobrevivir a un rayo que lo cogió en medio de una calle de Bucarest, comenzó a perder la senectud rejuveneciendo hasta alcanzar el apogeo de su fuerza física e intelectual. Matei estaba interesado en los orígenes del lenguaje, a los que ha dedicado incansable e infructuosamente toda la vida, perdiendo inclusive el amor de su vida. El personaje de Verónica que aparece más tarde, recordándole a Laura, es un punto en el que Matei ya no puede eludir lo que agotó su vitalidad. El 16 de agosto de 2022 el libro registra: “¡Ay destino!, que vacilas en palabras como si fuera que no son las que construyen el destino” (p. 28). El destino no será mudo.
9. El ayés es “constructor de mundos” (p. 30). A veces Abregú se remite a algunos trozos del mundo fantástico construido por Jorge Luis Borges o de otros escritores presentes en la tradición literaria argentina como Julio Cortázar. Cabe señalar que la autora el 2020 presentó, en el marco de las Jornadas Silvina Ocampo / Adolfo Bioy Casares organizadas por el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), una conferencia interesante sobre Bioy Casares y la posibilidad de leerlo a partir de la teoría de cuerdas. Por otra parte, a estas alturas, ayés es diferente de ayes. Pero el suspiro que evidencia cada interjección es un puente en común. Es breve en su conjuro, pero extenso en su historia. La autora nos pasea por distintas e-videncias que construye a partir de su canon literario personal, desde poetas como, entre otros, César Vallejo, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Octavio Paz, Pablo Neruda, Oliverio Girondo y Alejandra Pizarnik, hasta novelistas como Héctor Libertella, Mario Bellatin y José María Arguedas. E incluso por des-varíos nacidos del soneto. Abregú nos demuestra que el ayés es una herramienta eficaz para reescribir.
10. “El ayés es prístino en la forma, oscuro en significados, en camino es el que del diálogo con un arcano cuya respuesta está en el lector” (p. 32). Esta oscuridad me recuerda al camino que emprendió el Dark Meaning Research Institute (DMRI) con su técnica fractal que, básicamente, reconoce el hecho de que el 95% del universo está compuesto por sombras y solo el 5%, donde existimos en una ínfima parte, está hecho de luz. Stephen Moles, director del DMRI, con este método pretende “extraer grandes cantidades del significado oscuro (como materia oscura) desde el universo, funciona como una profecía autocumplida o un concepto autocreado que se extiende al infinito. La idea trae la realidad al ser” (puede encontrarse en la web de esta institución, el texto original es en inglés). Lo interesante de aplicar esta técnica está en la inseparabilidad de la historia de la idea de inseparabilidad, en el momento en que dos opuestos colisionan y se origina una tercera vía. Puede que estas tesis estén conectadas con el ayés que, en general, de los referentes mencionados a lo largo del libro, me parece sea un secreto custodiado en la Antigua China, pero con manifestaciones incipientes en el continente americano. He ahí un tercer mérito de este trabajo.
11. “El ayés es la poesía” (p. 50), dicho con un tono de resignación y certeza. Aquí nos vamos acercando al antes del después de este enigma, de este misterio. Veremos que la respuesta es casi definitiva. ¿Habrá pensado Abregú en el “ayayayay” que se oye, comúnmente, en el folclor mexicano? Heu miser! Esta voz que hemos leído antes un par de veces quiere decir “ay, pobre hombre”, una exclamación presente en la poesía de Catulo. Puede ser formulada desde quien habla y se entendería como “ay de mí” o bien, en referencia a otro. El verso completo del romano es: “Heu miser frater, fortuna mihi te abstulit…” (Ay, pobre hermano, la fortuna te ha alejado de mí). Heu es una voz que se reitera en los clásicos más clásicos. Por ejemplo, en el libro VI de la Eneida: “Hèu pietàs, heu prìsca fidès…” (Ay piedad, ay fe antigua). La exclamación en sí, viene para revestir una circunstancia. Vuelvo a la noción primigenia -rechazada en algún paraje del libro ya aludido- del “ay”: dolor y sorpresa, ¿puede ser que ambos se conjuguen en una sola cosa? Ya se hizo el discurso sobre el amor y el desamor. Extralingüísticamente, sin un concepto, sea el de “dolor” o el de “sorpresa”, está el pequeño gran gesto de abrir la boca, de que tome la forma de una “o”, que en buena parte de la poesía inglesa después del siglo XVI o en la misma poesía española del siglo de oro, la exaltación cobra la figura y sonido de “O(h)!”. Hay un descubrimiento per se, quizás el ayés sea la facultad de descubrir travestida y cómo su materialización es susceptible de ser poesía sin mirar a otra cosa.
12. “Ser sin límites hace más real la materia, red de errancias a contracielo, versiones de lo imposible tan denso que ni se percibe siquiera el movimiento (…) solo queda empezar de nuevo, cada vez” (p. 58). El ayés es volver a empezar. Como la tarea de Sísifo cada día. Se repite y repite. Como en la metáfora de regar la planta cada día para que no se marchite, en el supuesto que deba regarse. Podría ser una orquídea y regarse cada semana. En fin, habla de un trabajo constante, lo que implica la vita activa, como lo proponía Hannah Arendt en su The Human Condition (1958). Es probable que el trabajo con la palabra, con el estilo que se da al caos (como lo hace el poeta, según Pier Paolo Pasolini en su hermoso poema “Al principe”, recogido en su impresionante La religione del mio tempo, 1961) sea la circunstancia en que “todas las cosas viven”. Sabemos de la aprensión de “todas” que tiene Abregú cuando cita al laureado poeta mexicano Paz. El ayés, presuntamente, se filtra en ese encuentro entre acción, trabajo y obra. E, igualmente, en la maravillosa trilogía de la mente que sugiere Arendt: el pensamiento, la voluntad y el juzgar. Entre el intelecto y el juicio hay un abismo estrecho, pero profundo. O si continuamos en la jerga de la filósofa alemana ni homo faber ni animal laborans, el ayés no es un trabajo, sino un descubrimiento de cada día.
13. “¡Ay no tiempo!” (p. 59). Vivimos un salto cuántico al 2024. Me recuerdo de un “working paper” del DMRI, titulado Memory Theatre. The Method of Non-Loci que enumera una serie de elementos y circunstancias que pertenecen a un determinado tinglado, desde 1589 a 1612, con un final en el año 2464. En el fondo, la idea era sacar a flote lo que está “escondido en las profundidades de la mente” (loc. cit.). Este hecho del “non-loci” nos habla de un lugar tan posible como imposible. Dicho esto, ¿desde qué lugar está enunciándose esta cotidiana y obsesiva investigación del ayés? ¿Será desde un departamento, una habitación ubicada en alguno de los rincones de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires? ¿Dará el sol, la sombra, se lloverá e humedecerá en invierno? ¿Es circundado por un entorno molesto o pacífico? Tantas preguntas. Esto me lleva a la página 55: “Estaba ahí, me di vuelta y también estaba ahí, la certeza de mi propia disolución; la aniquilación de las huellas, desorden diegético, historias que serán relaciones de lenguaje prefigurado, mecanismos de un teorema que se demuestra por el absurdo, el conocimiento ilusorio del sentido”. El sentido del lugar de enunciación, más allá de la posición y los valores que encarna un autor es importante. La atemporalidad del agosto invencible también es su a-espacialidad.
14. “¡Ay amor!, tus signos me convocan, no requiere de más condición que el ángulo de la lluvia cuando se curva para impactarte; implica condiciones de existencia per se. La cosa ideal es el ayés, en pretérito y en presente, y fuente generadora en el futuro. Núcleo formal de valoración en potencia, ¡ay amor!, disyunción viva” (p. 59). Vuelve el amor a la reflexión. Tal vez uno de los motores de la ausencia. Pensemos un segundo, Giambattista Vico su La Scienza Nuova (La Ciencia Nueva, 1725) nos habla de la “sabiduría poética de los pueblos”. Cuando habla de pueblos ya estamos en un nivel colectivo de reflexión. Individualmente, el grado cero (parafraseando a Barthes) de la poesía es inasible. Independiente del desarrollo maxilar del ser humano, las primeras expresiones artísticas o creativas de la especie fueron a partir de la mimesis pictórica de la realidad misma. Por ejemplo, en las cavernas cuando el aprendizaje de una tribu o comunidad sobre el atributo feroz de un animal se pasaba a otra generación. La pintura rupestre indicaba una reflexión incipiente. O bien, cuando se comprendió que la unión corporal entre un hombre y una mujer (de cierta edad) daba paso a la fecundidad y, por tanto, al embarazo y al nacimiento de una nueva persona. Más allá de la pintura, cómo se conjuraron los sentimientos primigenios de la ausencia, ¿cómo es que la memoria cobra un sentido emotivo más allá del simple archivo? Puede ser que la elegía que, originalmente, es poesía de amor, sea una de las primeras formas de articulación “embellecedora” no ya de la palabra, sino de una ausencia que se busca transformar en presencia. Es plausible que en este “grado cero” la transmisión no fuera en exclusiva del significado, sino de un afecto y de un pensamiento sobre otra persona que físicamente ya no se encuentra en la comunidad. La comprobación de esta idea reside en la Epopeya de Gilgamesh, cuando este autor anónimo sitúa a este sujeto poético que va en busca de la inmortalidad, después de la pérdida de su amigo (o amante) Enkidu. O bien, en las poéticas arcaicas de la princesa acadia Enheduanna que anhela una vida que ha perdido. La pérdida es un paso al dolor y al asombro que compone la estructura del “ay”, pero también que empuja esa incubadora (o cloquera, como la definió el escritor peruano Martín Adán en un texto de los años treinta) de pensamientos y emociones que se consolidan en un sólido llamado poesía. Un sólido, por cierto, que se derrite hasta ser un líquido y que puede o no evaporarse y congelarse. Por tanto, volver a empezar. Los cambios de la materia poética (estados y valores) son posibles, aunque a cierto punto resultan irreversibles.
15. “¿El ayés es un calendario del futuro? Para la Teoría de Cuerdas, dos puntos cualesquiera de un calendario podrían coincidir en el espacio. El lenguaje del ayés entró por la grieta del tiempo” (p. 59). El tiempo se paraliza ante la consagración. El archivo, más que la memoria, es lo que se teje a sus texturas. Vico en su obra nos presenta una idea de la poética como adjetivo y como sustantivo. En el primer caso, está el modo en cómo una comunidad (para él, los antiguos) abordan las manifestaciones de su propia existencia. En el segundo, como una forma de aprehender sensiblemente un discurso. El ayés podría ser una sabiduría poética que queda al vaivén de los tiempos, pero que no cambia. Algo que la historia conceptual del sociólogo alemán Reinhart Koselleck podría perfectamente haber ignorado. El ayés opera como invención y disposición de los materiales que se preparan para chocar o no con otros y así generar sucesivos Big Bang, ¿será que estamos en presencia de bosones y gravitones, de fotones y glutones? Quizás un impresionante campo magnético que nos excede. Quizás Abregú se equivocó al querer encerrar este fenómeno en un libro. Vemos que está confinado al eterno agosto, donde en un hemisferio hace frío y en otro calor. Este es un libro que nos hace soñar con eras imaginarias, como lo proponía el escritor cubano José Lezama Lima. Y soñar más allá de “suspiros, lágrimas y altos ayes” con un cierto origen errante de las pulsiones del alma que se intentan capturar y transportar con el lenguaje.
16. Errancias del Ayés es, en mi opinión, el eslabón perdido que Abregú recupera en su propio universo literario, del que son parte Antalia Isim, Oitos Rossi y tantos otros que viven y mueren dentro y fuera de sus páginas. La escritora argentina si bien nos mal acostumbra a la velocidad con que escribe, como si se desdoblara, a la vez, nos sorprende con una investigación salvaje en la semiótica del caos y la arqueoantropología poética que despliega distintos registros y formas literarias, produciendo solo un libro que ella podría ofrendarnos. Y más que un libro, una puerta abierta sin guardián, no como la que Franz Kafka figuró en su archiconocida parábola “Vor dem Gesetz” (Ante la ley, 1915). La puerta no se cierra, recién se está abriendo de par en par. Agosto nació y no perecerá. Dice Abregú para el remate: “Este agosto interminable, lleno de años en sí” (p. 59). Ay, entonces, para expresar mi sorpresa. Y dolor del mismísimo ayés al darse cuenta que ha generado, está generando y generará obra. Ni de agosto ni de su rastro podrá escapar.
Nicolá López Pérez, poeta, escritor y traductor chileno. Es autor, entre otros, del objeto de reacción literaria Escombrario (2019), el tratado lírico De la naturaleza afectiva de la forma (2020) y los libros de poesía Metaliteratura & Co. (2021) y Tantas veces estar tan cerca (2022). Como editor, desde el año 2019, dirige la Contraeditorial Astronómica. Fue becario de creación literaria del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio de Chile (2021). Actualmente traduce poesía al español desde distintas lenguas (inglés, italiano, portugués y alemán) y administra las mediatecas la comparecencia infinita (poesía diaria) y los tiempos postergados (prosa semanal). Reside en Italia.
Ana Abregú.
www.metaliteratura.com.ar
Literatura latinoamericana
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