Derrida otorga un lugar privilegiado a los textos literarios, pero sus trabajos en ningún caso pertenecen al campo de la crítica literaria, las operaciones y desplazamientos que lleva a cabo escapan y trastornan esa práctica dominada, casi unánimemente, por una voluntad de legibilidad. De modo que esta idea de la lectura como desciframiento, como una actividad que supone atravesar las marcas o los significantes en dirección al sentido o a un significado, es puesta en cuestión y sometida a un corrimiento: Derrida considera que hay una instancia en la que leer consiste en experimentar la inaccesibilidad del sentido, que no hay sentido escondido detrás de los signos, que el concepto tradicional de lectura no resiste la experiencia del texto; en consecuencia, que lo que se lee es una cierta ilegibilidad que no es un límite exterior a lo legible, como si el lector se topara con una pared sino que es en la lectura donde la ilegibilidad surge como legible.
Por su parte el concepto de literatura aparece configurado por una trama de oposiciones que constituyen y clausuran su espacio: sentido literal/sentido figurado, ficción/realidad, verdadero/imaginario; pero, básicamente conduce a una determinación del campo de operaciones de las prácticas que la constituyen: la escritura y la lectura.
La teoría de los actos de habla instala una oposición que distingue las emisiones serias de las poco serias a las que constituye por exclusión como excepciones parasitarias, de las que la literatura es el caso paradigmático. Ya en este terreno, la problemática de la ficción, de la mimesis, del sentido figurado, del efecto retórico, queda circunscrita y relegada a un campo marginal, en el que el juego lúdico legaliza el exceso y las contradicciones irresponsables; es a partir de esa exclusión que es posible pensar la filosofía como depositaria de un lenguaje sin desvíos, sin suplementos peligrosos que amenacen la verdad unívoca del sentido discursivo. La literatura, entonces, es el suplemento que autoriza la constitución de un discurso que se arroga, sostenido por la norma lingüística, la posibilidad de inscripción de la verdad.
En cambio, la desconstrucción opera las articulaciones de estas jerarquías y trastorna el lugar de la literatura; la lectura de Derrida de la teoría de los actos de habla invierte la oposición serio/poco serio, demostrando que las emisiones serias son casos especiales de las emisiones poco serias, en el mismo sentido, entonces, la literatura no aparece como un caso parasitario del lenguaje, sino que, por el contrario, se pueden considerar los otros discursos como casos de una archiliteratura, architextualidad o textualidad generalizada.
En "QUAL. CUAL.", conferencia pronunciada el 6 de setiembre de 1971 en la Universidad de John Hopkins, en ocasión del centésimo aniversario del nacimiento de Paul Valéry, recogida luego en Márgenes..., Derrida parte de la postura de Valéry: la filosofía, considerada en tanto que corpus de escritos, es objetivamente un género literario particular, no muy alejado de la poesía:
Se prescribe entonces una tarea: estudiar el texto filosófico en su estructura formal, en su organización retórica, en la especificidad y la diversidad de sus tipos textuales, en sus modelos de exposición y de producción -más allá de lo que se llamaba en otros tiempos los géneros-, en el espacio también de sus puestas en escena y en una sintaxis que no sea solamente la articulación de sus significados, de sus referencias al ser o a la verdad, sino la disposición de sus procedimientos y todo lo que se coloca en él. En suma, considerar la filosofía como "un género literario particular", que bebe de la reserva de una lengua, que dispone, fuerza o aparta un conjunto de recursos trópicos, más viejos que la filosofía. (Márgenes de la filosofía, pp. 333-334)
Trastornar, entonces el campo de legibilidad de la filosofía y leerla como género literario produce un corrimiento que exige una especificación. Derrida piensa el injerto como un modelo que imbrica las operaciones de inserción gráfica con las estrategias de deslizamiento y propagación de la mirada que lee; es decir, el injerto pertenece a la serie de las "archi" derridianas -archihuella, archiescritura-. En consecuencia, la diferencia entre las operaciones de escritura y las de lectura subsume una jerarquía; el injerto es la condición de posibilidad de la escritura y de la lectura, el injerto es la condición de posibilidad de todo texto:
Ahora bien, presentar la oposición filosofía/literatura se apoya en el significado de los términos como argumento específico para buscar el corrimiento y el desmontaje que ofrece el injerto de los viejos nombres, los paleonomios que arrastran la genealogía insistente que constituye el recorte que funda la posibilidad de oposición. Lo cual no significa aceptar que cada uno de los nombres designe un concepto que conteste a la pregunta "qué es", tal cosa sería una claudicación ante el logocentrismo y una reinstalación del linaje de la metafísica de la presencia, para evitarla es preciso no renunciar a una actitud de reserva para con el sistema de la presencia, del origen, de la arqueología que diseñan el armazón en que se apoya la lógica de la definición.
Hay que oponer, en cambio, la economía abusiva de la différance que como una cuña lateral desestabiliza el arquitrabe analítico de las oposiciones de lo propio y lo impropio, los valores de propiedad, de monumento, de custodia y de sepultura. Ese trastorno del arquitrabe analítico diseña y viola las barreras de la economía restringida de lo conceptual, corre los pilares, expropia los lugares otorgados, los códigos impuestos, maltrata las líneas, deshace los márgenes.
Nos servimos, pues, de los términos filosofía/literatura para socavar la imposición, no como un punto de partida firme, sino más bien como la trama que inviste un discurso heterogéneo trasvestido por una homogeneidad que dispersa lo propio (que la desconstrucción desfonda) en regiones diversas regidas por operaciones que se reparten en matices diferenciales de una mismidad: economía semio-lingüística, restringidas y acotadas por parcelamientos institucionales.
El primer tabique que, desde esta perspectiva, hay que horadar es el que se impone como modelo de las particiones: la autoridad filosófica que subordina a sí misma las regiones del gran cuerpo enciclopédico, sojuzgando, catalogando la cuestión de lo propio como una especie ontológica. La architextualidad que deviene de la inversión y el corrimiento de la oposición filosofía/literatura informa y deforma en su movimiento oblicuo ese orden, lo dis-loca, atraviesa los tabiques, pervierte la disposición topológica del edificio metafísico.
Ese movimiento, que no se agota en la crítica discursiva, se despliega como una instancia inestable, correlativa y sincrónica con operaciones de injertos, de hibridaciones, de expropiaciones, de relevos, pasando hacia adentro y hacia afuera del código, bordando y/o bordeando sin límite regional en lo que es heterogéneo porque disloca la topología que rife la homogeneidad; no se agota porque también supone atender las imbricaciones múltiples.
Hay en el intento de desconstrucción de la oposición filosofía/literatura múltiples posibilidades de recuperación y parálisis, pero hay dos que al hace explícitas nos proponemos conjurar.
La primera tiene que ver con la configuración de un imaginario tramado en una proliferación de enunciados, que no nos animamos a situar como propios de una escuela, época o movimiento, ya que atraviesa, acompaña y refuerza la imposición logocéntrica: el lugar del literato como aquel que se hace fuerte en la exclusión, que profiere en soledad (a veces en el gesto bucólico, a veces en la bohemia romántica., a veces en la torre de marfil del decadentismo, a veces en la proclama del compromiso político frente al autoritarismo). El corrimiento de la oposición filosofía/ literatura implica arrastrar en el gesto desconstructivo esas figuras sumisas y satélites, y no una lisonja al oropel de la "eterna libertad creadora de la literatura"
Y segunda, sin que el orden de la exposición implique un orden de valores, el corrimiento y desmontaje de la oposición filosofía/literatura deviene en movimientos de clausura que pueden ser sofocados o absorbidos por la retórica pedagógica tan proclive a la jibarización y a la recuperación logocéntrica.
Leer la filosofía como si se tratara de un discurso literario supone desconstruir la imposición jerárquica de la escritura sobre la lectura. El discurso filosófico injerta en la especificidad de las cuestiones el proyecto de eclipsarse a sí mismo frente al concepto que presenta, limitando toda lectura que se aparte de esa restricción.
La escritura filosófica se da a leer como homogénea, obliterando en la instancia de lectura las estrategias retóricas. La escritura filosófica trata la lectura desde una operación de recorte, la lectura será un brote bonsai, se debe leer sólo un sentido, la diversidad metafórica se elide, se corta. La lectura del discurso filosófico es una actividad suplementaria, una búsqueda de un único sentido verdadero que transporta la escritura.
El trastorno del campo de legibilidad de la filosofía tiene por consecuencia la abolición de la prioridad jerárquica de la escritura, como lo anterior, sobre la lectura, ejercicio de confirmación y acatamiento; leer la filosofía como texto literario es desconocer las restricciones impuestas para retener y asegurar el sentido único. Las tijeras de la filosofía hacen cortes bonsai en los brotes textuales figurados.
La escritura es el término relegado, subsumido en la oposición logocéntrica habla/escritura; pero a su turno integra otra oposición como término dominante: la buena escritura siempre fue comprendida. Comprendida como aquello mismo que debía ser comprendido en el interior de una naturaleza o de una ley natural, creada o no, pero ante todo pensada en una presencia eterna. Esa escritura impone sólo un modo de lectura, recorta toda posibilidad de leer los sentidos textuales que trastornen la trasmisión de la verdad unívoca. La escritura se presenta como portadora de una anterioridad, la lectura como una tarea derivada, exigida por el saber retenido en la letra. Las operaciones de intervención de la tarea desconstructiva no reconocen posiciones estables para los términos que soportan el edificio logocéntrico, mantener los viejos nombres significa desplegar la genealogía de los valores que representan, marcar ciertos lugares decisivos con una raspadura que permite leer lo que ordenaba el texto desde afuera.
La oposición filosofía-literatura se trastorna y desplaza, cuando es sometida al trabajo desconstructivo, no se convierte en una inversión simétrica que devenga en una nueva sumisión y, por lo tanto, una nueva imposición jerárquica, operación que restablecería el dominio logocéntrico; ni tampoco implica que la architextualidad sea un monismo en el que se eliminan todas las distinciones.
Se trata en cambio, de desmontar la oposición entre un discurso filosófico serio y un discurso literario marginal y parasitario que se constituye en el entramado de confabulaciones ficticias.
Conservar los viejos nombres: escritura/habla, filosofía/literatura, escritura/lectura, es mantener la articulación del injerto, la imbricación y la adherencia que permite la intervención efectiva en el campo histórico constituido.
En "La doble sesión", recogida en La diseminación, Derrida hace converger en el injerto las operaciones gráficas y las derivas de la mirada como procesos de inserción y movimientos de proliferación:
Habría que explorar sistemáticamente lo que se da como simple unidad etimológica del injerto y de la grafé (del grafion: punzón para escribir), pero también la analogía entre las formas de injerto textual y los injertos denominados vegetales o, cada vez más, animales. No contentarse con un catálogo enciclopédico de los injertos (injerto de la yema de un árbol en otro, injerto por acercamiento, injerto por ramas o brotes, injerto en hendidura, injerto en coronas, injerto por yemas o en escudo, injerto a yema crecida o yema dormida, injertos en flauta, en silbato, en anillo, injerto sobre rodillas, etc.), sino elaborar un tratado sistemático del injerto textual. Entre otras cosas, nos ayudaría a comprender el funcionamiento de una nota al pie de página, por ejemplo, así como de un exergo, y en qué, para quien sabe leer, importan en ocasiones más que el texto llamado principal o capital. Y cuando el título capital se convierte también en un injerto, no se tiene para elegir más que entre la presencia o la ausencia del título (La diseminación, p. 306)
Un tratado del injerto textual puede ser pensado como un intento de dar cuenta de los modos inestables en que las fuerzas probables de reflexión y refracción de las instancias de lectura y escritura convergen y proliferan en las diferentes texturas discursivas.
Las texturas discursivas son producto de variantes de integración de combinaciones e inserciones. La lectura desconstructiva se desliza en la superficie rugosa de los textos, uno de sus gestos constitutivos es las diversas modalidades de los injertos que se van tramando en su textura.
La desconstrucción derridiana opera poniendo en cuestión el campo de legibilidad dominante, que es regido por el logocentrismo y la metafísica de la presencia; donde la estrategia desconstructiva revela una inserción, la marca de un brote, la mixtura de un hibridaje, antes se ha leído una superficie lisa homogénea, sin grietas. De modo que el doble movimiento contradictorio que constituye la lingüística de Saussure, el suplemento peligroso de Rousseau, aparece como modelo de la heterogeneidaad textual y de la imbricación de un injerto en el que convergen lógicas de argumentación que producen un corrimiento en la configuración logocéntrica tramados con articulaciones que confirman la tradición metafísica del logos.
La homogeneidad discursiva, entonces, se despliega en la lisura de la letra, una letra sin rugosidad, siempre legible y trasparente, que no ofrece a la mirada de la lectura ninguna vacilación, no prolifera, desaparece una vez que ha trasmitido el sentido, es un mensajero efímero que tenazmente insiste en ser unívoco, no tiene variaciones, aparece y desaparece sin deslizamientos, está fijada definitivamente.
En "Tympan", recogido en Márgenes..., Derrida da a leer un texto que trama en cada página dos columnas de diferente ancho y tipografía, mientras la columna de la derecha es un texto de Derrida, "Criticar -la filosofía", el de la izquierda es una extensa cita de Michel Leiris instalada en los límites (bordes/márgenes/topes/balizas/cotas/mojones/hitos) gráficos de la filosofía, las columnas se injertan una en la otra, las ramificaciones se imbrican recíprocamente y la configuración diseña juegos de consonancias y reverberaciones. El significado de tímpano remite a la doble función de una membrana que divide y actúa de eco para transmitir las vibraciones del sonido, lugar de pasaje en el proceso de trasmisión entre lo interno y lo externo, que ella constituye al escindir el espacio.
Además, la columna de la derecha está escandida por frecuentes notas al pie de página en una tipografía diferente, y en la página 28 hay dos grabados del tímpano de Lafaye. Los múltiples injertos bordan una proliferación de puntos de fuga en los que la lectura y la escritura son instancias entre las que no se puede reconocer una prioridad original.
Derrida escribe el recorte, la cita, la injerta una vez leída, pero el texto de Leiris está articulado en la misma deriva: las huellas, las repeticiones, reenvían unas a otras en un juego de ecos, resonancias y desbordes que no reconoce principio ni fin, ya que prolifera y se disemina en la repetición de este texto escrito por Roberto Ferro, que ha leído a Derrida, que ha escrito una cita leída en un texto de Leiris, y en la mirada que ahora lee. A partir de que la trama textual desborda, sin someterlos a una homogeneidad indiferenciada, los trazos, las huellas dividiendo y multiplicando los efectos de sentido, todos los límites que aseguraban una completud se complican y revelan su insistencia metafísica.
El texto es una esceno-grafía, una puesta en escena de las huellas, las trazas, las estrías, de todas las modalidades posibles de una tipología del injerto; cada texto es un entramado con múltiples cabezas de lectura para otros textos, una deriva de convergencia de operaciones de desplazamiento y proliferación en las que no sólo desaparece el origen, el origen ni siquiera ha desaparecido: nunca ha quedado constituido. En el injerto textual, condición de posibilidad del texto, la lectura y la escritura tejen mutuamente un doble suplementario, vacilante e inestable; siempre inscriben una réplica más, un repliegue o un bordado más, bordando y bordeando el límite desde adentro y desde afuera, como el hymen, como el tímpano.
En el cuento de Borges “Pierre Menard, autor del Quijote” se da a leer un modelo de repetición en abismo del injerto como lectura y/o como escritura.
El narrador escribe que leyó a Menard que escribe lo que leyó en Cervantes, y cada intervención deshace la trama de sentido, injertándola en un pliegue que no reconoce la diferencia entre el ojo que lee, la repetición de la marca y la mano que escribe y repite la marca.
La filosofía es una escritura que juega a desaparecer ante la mirada del lector, desaparecer sin residuo para mostrar la verdad, ese es el gesto que condena a la lectura, se escribe el mandato, pero se lo hace homogéneo, liso, se trasviste la rugosidad, se elide sin aludir el injerto del mandato e instaura una jerarquía solidaria con la tradición logocéntrica.
El texto de Borges exhibe desaforadamente el cruce inestable de las superficies textuales que se traman y superponen, en las que los juegos de inserción de lecturas y escrituras se pliegan y repliegan incesantemente.
El texto literario no imprime junto a la letra la amenaza del filo de las tijeras del botánico, lo que no significa no reconocer los múltiples intentos de sofocación (las lecturas biografistas, las variantes de la hermenéutica, la crítica del reflejo, las sujeciones al psicoanálisis, etc.) de discursos que se solidarizan con la metafísica, sometiendo la escritura literaria al rigor de un sentido previo, de un querer decir que instalan en diferentes regiones del saber logocéntrico la voluntad de control.
Afirmamos que la marginalidad del discurso literario reside en esa gestualidad de su escritura, que da a leer la inestabilidad y la diseminación sin control del sentido.
La parodia, como otras formas intertextuales (la alusión, la cita, el pastiche, la imitación) despliega en el nivel de su estructura formal, la articulación actuada del injerto: la incorporación de un texto parodiado, a modo de telón de fondo, en un texto parodiante, de una incrustación de lo leído en lo escrito y viceversa. El procedimiento bífido exhibe el injerto, los juegos de sentido se constituyen en la rugosidad, en la sinuosidad de la letra.
Los textos de Derrida dan a leer, exhiben en su escritura, los juegos de inserción de múltiples discursos que se imbrican en la textualidad que se lee/escribe/escribe/lee y /o se escribe/lee/lee/escribe, en cadenas de proliferación sin clausura y que se abran a puntos de fuga indecidibles.
Roberto Ferro
Buenos Aires, Coghlan, octubre de 2006.
www.metaliteratura.com.ar
Literatura latinoamericana
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