METALITERATURA

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Salvador Elizondo: Una poética de la incesancia

7/19/2007 De novelas
Aludir a la imposibilidad de la literatura llevaría implícito un supuesto: el de no buscar finalidad alguna en los textos que leemos.
Por:   Pafundo Vanesa
 
Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo. Salvador Elizondo. (El grafógrafo) Aludir a la imposibilidad de la literatura llevaría implícito un supuesto: el de no buscar finalidad alguna en los textos que leemos. No habría, por lo tanto, un sentido “oculto” que al descifrarse sirva para explicar al texto; éste solo debe ser vivido, transitado y colocado en esa biblioteca que conforma nuestro archivo de lectura. Acaso aquí resida el motivo de la elección del epígrafe para este artículo, dado que en la textualidad del mexicano Salvador Elizondo brotan como protuberancias escriturarias ideas que desestabilizan la certeza y la serenidad de la palabra escrita. Hay allí un sentido siempre diferido, ausente, que no se alcanza y que, sin embargo, puede ser rodeado en el proceso de lectura de los textos. La incesancia es un concepto productivo para ingresar a la obra elizondeana, pues en sus textos se manifiesta como el continuo reaparecer de cuestiones ya leídas en textos propios y ajenos. Una suerte de semiosis infinita que se liga íntimamente con la apertura de los signos que componen su escritura (oscura, autorreferencial, desligada de cualquier parámetro de identificación realista) y que nos plantea la necesidad de acordar un nuevo pacto de lectura. Farabeuf -primera novela de Elizondo y sobre la que principalmente focalizo mi atención- despliega la idea de una narración imposible: narra desde un no lugar, desde el límite entre la vida y la muerte, desde el pasaje, desde el umbral. El texto exhibe cambios bruscos de focalización, la presencia de varios narradores que no se identifican claramente con ninguno de los pseudo-personajes que protagonizan la novela (un narrador en primera persona, Farabeuf, la enfermera, Él, Ella); es decir: no hay indicios acerca de quién narra en cada instancia, ni tampoco certezas acerca de qué es recuerdo y qué instante presente. En Farabeuf la memoria no se repone, sino que se construye a partir de ser narrada, de ser imperativamente puesta en palabra. Hay que señalar que la preocupación por la escritura, por la palabra como objeto y no como medio o instrumento de comunicación, es una constante que reaparece en todos los textos de Elizondo, y esto no sólo puede leerse así en Farabeuf, sino que adquiere el mismo sentido en dos de sus textos siguientes: Cuaderno de escritrura y El grafógrafo. Alejado de los cánones reconocibles, Elizondo reinventa un lenguaje y una forma de narrar que resulta absolutamente desestabilizadora y exige al lector situarse por fuera de cualquier intento vano de aprehender un sentido de forma inmediata. Lejos de adscribir a una lectura lineal o unívoca, el universo que plantean sus textos se despliega sin bordes, con una voracidad incesante. Es posible pensar la incesancia como el trastorno de la letra, como reescritura, como la ligadura con un más allá del texto en constante diferimiento. Jitrik postula la noción de “la inagotabilidad del sentido”, partiendo de la idea de que siempre en un texto quedan espacios abiertos que permiten un continuo re-comienzo en la actividad de la lectura/escritura. Por este motivo, considero que esta operación es una vía adecuada para pensar el modo en que Elizondo articula su obra, dado que en ella se exhibe una continuidad que impide considerarla en términos de principio y de fin y que lleva a configurarla más bien como un continuum fragmentado que se reinventa incesantemente, como una red en constante expansión. Textos como los citados Farabeuf, El grafógrafo y Cuaderno de escritura, ponen en tensión las nociones de escritura y lectura, de original y derivado, de principio y de fin, exhibiendo las marcas del quiebre, mostrando la cuña con la que Elizondo “tortura” sus textos. Farabeuf podría pensarse como el ejemplo paradigmático de esta ruptura, ya que lenguaje, tiempo y espacio - categorías narratológicas centrales para ingresar a los textos- cobran aquí un valor nuevo. Esta novela intenta asir el instante de la muerte, del encuentro, del suplicio, del éxtasis (o al menos su posibilidad). Ya en el título mismo- Farabeuf o la crónica del instante - se exhibe una contradicción, un oximoron: está claro que para hacer la crónica de un instante sería necesario narrar el momento de pasaje entre vida y muerte, lo cual es por lo pronto imposible. Sólo se puede dar cuenta de momentos superpuestos, de instantes y acaso la escritura de Elizondo no haga sino denunciar la imposibilidad. En “Ostraka”, texto que integra Cuaderno de escritura, podemos leer: El lenguaje no puede más que expresar la necesidad de que el tiempo sea absoluto para poder expresarlo mediante el lenguaje, aunque de hecho no puede ser expresado. El lenguaje sólo puede expresar la imposibilidad de expresar. El lenguaje es la única expresión de lo imposible. Ésta es la constante: poner en palabra, en acto, la imposibiidad. Volviendo a Farabeuf, la fotografía que acompaña el texto ilustraría en algún sentido el instante en el que el supliciado deja de existir tras la práctica oriental del descuartizamiento, conocida como Leng-tch’é, y serviría como el disparador de la escritura que intenta recuperar ese instante presente que la foto exhibe en su detenimiento. Por lo tanto, este elemento paratextual, lejos de cancelar la lectura, estaría sumándose para apuntalar en otro nivel la proliferación de sentidos que el texto propone. Prafraseando a Severo Sarduy , la fotografía funciona en el texto de manera analógica, en tanto “dramatización del hexagrama” que remite al método chino de adivinación (I Ching). La foto dispara el relato en tanto necesidad de reactualizar la experiencia del suplicio, que será vivido por la enfermera (¿tal vez Ella?) en el Quartier Latin de París. La novela está dividida en nueve capítulos en los cuales se opera en distintos niveles la postergación de la realización plena del recuerdo y del instante. Este diferir es lo que hace que el relato se constituya como un artefacto significante. Las grietas que presenta el recuerdo del instante son las que producen sentido, porque en la falta, en el hueco, está cifrada su legibilidad. En esta dirección podría leerse el siguiente pasaje: …Desde aquel día no sabemos cuál es el sueño, no sabemos cuál es la imagen del espejo y sólo hay una realidad: la de esa pregunta que constantemente nos hacemos y que nunca nada ni nadie ha de contestarnos. En un comienzo, Farabeuf haría suponer al lector que aquello que leerá estará centrado en la biografía de un personaje llamado con ese nombre; sin embargo, aunque Louis Hubert Farabeuf (1841-1910) fue en los hechos un médico francés, cirujano y anatomista que escribió en 1898 el Manual de técnica quirúrgica, estos datos no son más que la excusa de la que Elizondo se sirve para frustrar toda expectativa de lectura. Nuevamente nos encontramos frente a la falta, entendida ésta como huella que anunciaría lo que perpetuamente se posterga. El origen, en este sentido, es un vacío a ser llenado por la escritura; no hay sentido que reponer, ni referente externo que dirija la lectura: todo se configura a partir de las relaciones que el texto establece consigo mismo. Lo que la novela da a leer, por tanto, es la puesta en escena de fragmentos diseminados, procedimiento equivalente a la técnica del Leng-tch’é, y a las tiradas del I-Ching, que en sus múltiples combinaciones ofrecen distintas posibilidades de lectura. Dicha cuestión no solamente se realiza en el texto, sino que es teorizada abiertamente por Elizondo: … es preciso que os avengáis a pertenecer a cualquiera de las partes de un esquema irrealizado. Podríais ser, por ejemplo, los personajes de un relato literario del género fantástico que de pronto han cobrado vida autónoma. Podríamos, por otra parte, ser la conjunción de sueños que están siendo soñados por seres diversos en diferentes lugares del mundo. Somos el sueño de otro. ¿Por qué no? O una mentira. O somos la concreción en términos humanos, de una partida de ajedrez cerrada en tablas. Somos una película cinematográfica que dura apenas un instante. O la imagen de otros, que no somos nosotros, en un espejo (...) Somos una errata que ha pasado inadvertida y que hace confuso un texto por lo demás muy claro; el trastocamiento de las líneas de un texto que nos hace cobrar vida de esta manera prodigiosa; o un texto que por estar reflejado en un espejo cobra un sentido totalmente diferente del que en realidad tiene (...) Somos un signo incomprensible trazado sobre un vidrio empañado en una tarde de lluvia. Somos el recuerdo, casi perdido, de un hecho remoto (…) Somos la acumulación de palabras-, un hecho consignado mediante una escritura ilegible, un testimonio que nadie escucha… El texto exhibe las marcas de incesancia a partir del planteo de un relato que difiere continuamente su fin: las preguntas por el recuerdo que lo van punteando hacen posible la apertura hacia una deriva narrativa, de lo cual se deduce que todo encadenamiento lógico, todo ordenamiento de tipo secuencial se verá suspendido infinitamente. La trama no se articula desde una única voz, sino que propone la alternancia entre un narrador en tercera persona y otro narrador en primera que interpela a un “Tú” al que se le pide recordar el instante fragmentado. Esta es la garantía para generar esa inestabilidad de la que hablaba al comienzo. Tal como exhibe el epígrafe que acompaña este artículo, la obra elizondeana se cimienta en la reflexión sobre el acto mismo de escribir, gesto que reaparece en cada uno de los trazos que se diseminan en los distintos textos. Este mismo gesto es el que permite avances y retrocesos simultáneos, combinaciones que posibilitan la proliferación de sentidos y que le otorgan el carácter de textualidad incesante.
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