METALITERATURA

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Borges y Joyce en la biblioteca de un autodidacta

2/13/2009 Heteronimos
Algunas de las historias que circulan en los bordes de la literatura argentina proliferan a partir de una única voz, por razones casi siempre enigmáticas esas historias se diseminan y permanecen. La conjunción de una cadena de modestas casualidades me colocó ante la posibilidad de oír un testimonio de primera mano que narraba un descubrimiento tan extraordinario como improbable.
Por:   Ferro Roberto
 
Algunas de las historias que circulan en los bordes de la literatura argentina proliferan a partir de una única voz, por razones casi siempre enigmáticas esas historias se diseminan y permanecen. La conjunción de una cadena de modestas casualidades me colocó ante la posibilidad de oír un testimonio de primera mano que narraba un descubrimiento tan extraordinario como improbable. Jorge Cáceres heredó de un tío lejano una agencia de patentes y de marcas que funciona en las oficinas de la Galería Güemes; para equilibrar sus magras finanzas y quizá, también para atenuar el tedio que lo debe asediar en sus actividades profesionales desde hace muchos años se ocupa de la compra venta de libros raros. Una tarde del otoño pasado me confirmó la versión deshilachada que me había llegado en varias oportunidades y en los escenarios más disímiles. Atravesada por las deformaciones de mi memoria y mi deseo retomo su voz para referirla. Hace unos tres cuatro años un intermediario me ofreció un buen dinero para buscar una primera edición del Finnegans Wake; se trataba un volumen que perteneció a la biblioteca personal de Borges, en el que, al parecer, había dejado numerosas anotaciones críticas de puño y letra. Desde la perspectiva de quien estaba interesado en el libro, el asunto me pareció muy claro, era posible que fuera un crítico de relieve, o al menos con cierto prestigio, seguramente debía dictar clases en alguna universidad norteamericana, allí siempre hay generosos fondos en forma de becas, aportes de fundaciones y otras variantes por el estilo. El tipo hacía una apuesta a ciegas: a partir de algunos indicios firmes acerca de la existencia de una primera edición del Finnegans Wake anotada por Borges debió fabular con la posibilidad de armar un tomo crítico que le iba a permitir estampar su nombre junto a dos de las marcas de calidad literaria más indiscutidas del siglo XX. Luego con el volumen en la mano tendría que negociar con la gran viuda; apoyado en el aval de una editorial que asegurara un buen contrato y una participación considerable en los derechos de autor, podría estar seguro de conmover ese frágil corazón oriental que tanto ha hecho por la difusión de la obra del hombre que acompañó a morir a Ginebra. La idea me sedujo, revelaba una secreta construcción simétrica, Joyce había escrito el Finnegans durante casi diecisiete años, me fascinó pensar en un lector como Borges que durante mucho tiempo (yo especulaba en torno de un lapso que abarcaba casi quince años), haya buscado penetrar en los desfiladeros del sentido, insistiendo, variando y recomponiendo una y otra vez el texto y sus márgenes. Quizás estaba frente a una oportunidad única, ser testigo de un encuentro imposible, mis presunciones tenían la perfección de una epifanía: imaginaba poder atisbar una dimensión inapresable de la legibilidad. Movido por cierto vano entusiasmo y el deseo de construir una utopía portable que me incluyera, comencé a pensar en el ejemplar de Finnegans como en un nuevo Aleph, en el que si el azar me acompañaba iba a poder vislumbrar toda la literatura contemporánea aunque fuese apenas en una visión transitoria; con un anhelo secreto, me reservaba la ilusión de que si alguna vez la edición crítica se publicaba, entonces podría comprobar si mi mirada había alcanzado a registrar lugares inaccesibles para el compilador, a los que yo iba a poder considerar como un territorio personal y único. Pero las semanas fueron pasando y el Finnegans Wake no aparecía, yo había agotado todas las vías habituales y otras más arduas que se me fueron ocurriendo. Los pedidos de informes de la persona que me había encargado la búsqueda se hacían más frecuentes y no tenía nada para responderle; así de simple, nada, ni una pista inverosímil ni una referencia remota. Finalmente un domingo publiqué un aviso en los suplementos culturales del Clarín y La Nación, era un recurso desesperado, como tirar una botella al mar (dijo Cáceres con un gesto entre serio y sardónico). Elegí un texto breve y contundente: “Primeras ediciones en inglés de James Joyce. Compro ya. Pago inmediato”. Para conformarme pensé que de todos modos algo iba a aparecer, si no estaba relacionado con lo que rastreaba, al menos me serviría como beneficio de inventario para negocios futuros. CLIC AQUI para bajar el texto completo.
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