METALITERATURA


Beca Creación 2021. Fondo Nacional de las Artes 2021.





Metaficción en "El perro sin terminar", de María Granata

7/17/2023 Interesante

Facundo Calabró

Universidad de Buenos Aires

facundo.calabro@uba.ar

Abstract:

Si bien la crítica ha señalado la presencia de “autorreflexividad” o metaficción en la literatura infantil argentina de la generación de María Elena Walsh –y las posteriores–, poco se ha estudiado la presencia de estos rasgos en la obra de los autores pertenecientes a la generación previa, representada por María Granata, Javier Villafañe y Conrado Nalé Roxlo, entre otros. Teniendo esto en cuenta, el presente artículo analiza los aspectos metaficcionales del cuento “El perro sin terminar”, publicado por Granata en 1984. Dichos aspectos se manifiestan por medio de la tematización y la problematización del asunto de la representación. Más concretamente, el artículo se detiene en: 1) el motivo de los “mundos comunicantes”, 2) la puesta en escena del vínculo entre la obra y su autor –que aquí y en otros cuentos del período es encarnado por el niño– y 3) la incorporación a la estructura del cuento de lo que Patricia Waugh denominó “paradoja creación-descripción”.

Por:   Calabró Facundo
 

Introducción

En 1984, la crítica literaria Patricia Waugh observaba que “en los últimos veinte años, los novelistas se han vuelto mucho más conscientes de las cuestiones teóricas involucradas en el desarrollo de la ficción”, dando lugar a un tipo de escritura que “de manera autoconsciente y sistemática traslada la atención a su status de artefacto” (2001: 2. Las traducciones correspondientes a esta obra son nuestras)[1]. Esta “tendencia” era denominada por Waugh, siguiendo al ensayista William H. Gass, “metaficción” (ibíd).

Contemporáneamente, a partir de los años sesenta, se inicia en el campo de la literatura infantil y juvenil un proceso que María Adelia Díaz Rönner dio en llamar, para el caso de Argentina, “salida de la marginalidad” (2000: 514). En este período, que se abriría con la entrada en escena de María Elena Walsh, el campo supera su condición de “literatura menor”, de pura “preparación para ingresar en una entidad superior, la literatura en general” (ibíd 513), y se convierte en un territorio soberano. Así, la obra de Walsh se puebla de “recursos propios del universo literario, como juegos de palabras, ironías, encabalgamientos, ritmos, rimas y aliteraciones” (ibíd 526), los cuales dan cuenta de un alto grado de autorreflexividad. A éstos cabría agregar la parodia y la intertextualidad, considerados a menudo rasgos netamente metaficcionales (Silva Díaz 2005: 19). Era razonable que una literatura que abandonaba su impronta didactista para erigirse en un “fin en sí mismo” tendiera puentes con la literatura “para adultos”, incorporando algunos de sus mecanismos y sus discusiones. La propia Walsh lo pondría en estos términos, algunas décadas más tarde: “La poesía no alude más que a sí misma, sopla donde quiere y es preferible que no forme parte del temario sino del recreo, que se integre más en el juego que en la instrucción” (2004: 73).

Y en efecto, la metaficción en sus diversas modalidades se volvería una constante de “la nueva literatura infantil” (527), bien como “reflexividad en la literatura”, bien como auténtica “literatura autorreflexiva” (Gaspar 1996: 114), en casos como “Voy a contar un cuento” (Walsh 2000), o “Irulana y el ogronte”, de Graciela Montes (1991). En las últimas décadas, la tendencia a la autorreflexividad ha venido ganando cada vez más peso (Stapich y Cañón 2013: 55).

En este trabajo estudiaremos los aspectos metaficcionales del cuento “El perro sin terminar”, de María Granata. Si bien la autora adquirió notoriedad durante los años ‘50 y ‘60 gracias a sus poemas y novelas para adultos, a partir de 1976, con la aparición de El ángel que perdió un ala y otros cuentos en la Colección Robin Hood, volcó su producción mayormente a los cuentos infantiles. “El perro sin terminar” fue publicado en 1984 en el libro homónimo, que integró la Colección Escalerita de la editorial Plus Ultra.

Dirigida por María Hortensia Lacau, esta colección de literatura “para chicos de ocho años en adelante” manifestaba ya en el “Mensaje para el niño o niña que lea este libro” –que hacía las veces de prólogo y llevaba la firma de la propia Lacau– la voluntad de promover un lector activo:

Hola, chicos. Aquí me tienen de nuevo dispuesta a hablar con ustedes desde un libro, y a pedirles que después de leído, regresen a la primera página y vuelvan a leerlo. [...] Esta segunda lectura va a ser para que ustedes se conviertan en algo así como ayudantes de la autora; sí, una especie de ayudantes que inventen, cambien, agreguen, imaginen personajes, cosas que pasan, lugares, etc., en fin, todo aquello que se les ocurra [...] Y ese trabajo tan lindo, significará que ustedes están ahora creando lo suyo propio; a partir de las hermosas páginas de una escritora, María Granata. (Lacau 1984: 7)

No es difícil advertir en estas palabras el eco de “la distinción de Roland Barthes entre el texto ‘leíble’ y el texto ‘escribible’”, que vendría a sintetizar la idea de que “en el postmodernismo, el lector puede ocupar la posición del autor” (Silva Díaz 2005: 9).

Es de notar, sin embargo, que Díaz Rönner adscribe a Granata a una generación anterior a la de Walsh o Devetach o Bornemann –esto es, la generación de Javier Villafañe, José Sebastián Tallón y Conrado Nalé Roxlo (2000: 513)–, pese a que éstas publicaron sus primeras obras mucho antes del estreno de Granata como autora infantil. Tal vez la adscripción tenga que ver con cuestiones estéticas antes que cronológicas. Sin embargo, aquí nos ocuparemos, como hemos dicho, de un aspecto más bien novedoso de la producción de Granata, no tratado previamente por la bibliografía crítica[2].

Nuestra hipótesis es que la metaficcionalidad de “El perro sin terminar” se manifiesta a través de la tematización, por un lado, y la problematización, por el otro, del asunto de la representación, que resultará inseparable del asunto de la ficción. Tematizar la representación no supone otra cosa que hacer de ella el tema central del relato, lo cual se logra, en este caso, actualizando el motivo de los mundos comunicantes (Hahn 1977). Problematizar es también una forma de tematizar, pero más específica, en el sentido de que implica afrontar ciertos problemas conceptuales asociados con el asunto tematizado. En particular, el cuento se hace eco, a partir de la imagen del niño-autor, de la paradoja creación/descripción (Waugh 1984).

Para llevar a cabo nuestro análisis, propondremos además que, en éste y otros cuentos infantiles del período, el dibujo cumple la función creadora que en otras obras metaficcionales es desempeñado por el texto escrito.

El motivo de los mundos comunicantes

“El perro sin terminar” cuenta la historia de un perro dibujado que “cobra vida” y se echa a andar por el mundo[3]. A lo largo del relato, el animal deberá afrontar una serie de consecuencias derivadas de su condición de dibujo –y de dibujo incompleto, sobre todo– en un mundo tridimensional. Por lo tanto, todo el cuento se apoya sobre la base de esta inesperada comunicación entre dos planos “ontológicamente” distintos: el mundo “de carne y hueso”, que sirve de marco para el mundo bidimensional de la hoja o el lienzo. Así arribamos a lo que Oscar Hahn denomina “motivo de los mundos comunicantes”:

En nuestra realidad cotidiana ocurre también el fenómeno de la enmarcación. El mundo real es el marco de los orbes ficticios y autónomos creados por la fotografía, las narraciones, la pintura, las películas [...] Todas estas concreciones implican en el fondo la antinomia realidad/ficción. Las personas reales y los personajes ficticios no pueden compartir sus mundos [...] En el quiebre de estas imposibilidades se funda el fenómeno literario que denominamos motivo de los mundos comunicantes, y que al basarse en la ruptura de leyes o constantes naturales [...] emerge como motivo sobrenatural. (1977: 124)

Es cierto que el mundo marco del cuento de Granata no semeja exactamente el “mundo real”: en él conviven situaciones cotidianas con hechos sobrenaturales que se aceptan sin necesidad de explicación (objetos animados, animales parlantes), como en el cuento maravilloso tradicional (según la clásica clasificación de Todorov, cf. Fernández 2021: 151). Sin embargo, la escena en la que el dibujo emerge del papel se narra en términos más propios del género fantástico –sucede de noche, inesperadamente, y la puntuación genera un clima de suspenso que refuerza lo inaudito–, de modo que se concibe, efectivamente, como una ruptura de las “leyes naturales”, según presupone la definición de Hahn:

El viento niño se divertía, pero cuando oyó que su padre, el viento grande, lo llamaba, salió por la ventana por donde había entrado. Todo volvió a estar quieto aunque no en orden. Y hubo otro cambio: el dibujo sin terminar se había empezado a desprender ligeramente del papel.

A la noche sintió que se había desprendido del todo. (Granata 1984: 19)

El narrador acompaña la transformación; una vez fuera del papel, el dibujo empieza a sentir, a tener miedo y hambre. Pero eso no supone una completa incorporación al plano tridimensional: en un sentido algo paradójico, el dibujo sigue siendo un dibujo.

—¡Un perro sin terminar! —exclamó el árbol.

—Soy un dibujo —le aclaró él.

Las hojas lo miraron con miles de miles de ojitos verdes y le dijeron:

—Así incompleto como estás corres el peligro de borrarte.

El pobre dibujo sintió de golpe más hambre y más frío, y un nuevo miedo que le sacudió las pocas líneas de que estaba formado. (ibíd 21)

Por eso, el “sistema de equivalencias” que conecta al “mundo real” con el plano de la representación sigue funcionando: “El dibujo se sintió feliz. Para él sentirse feliz era como estar cubierto de estrellitas” (ibíd 29). Desprenderse del papel equivale a nacer (Macimiani 2022: 57), tenderse equivale a dormir (Granata 1984: 25), y borrarse a morir, como vemos[4]. Así pues, los dos mundos se conectan pero no se funden, conservando cierta autonomía: “Por fin junto a un portal encontró un pequeño hueso pero no lo pudo comer porque los perros dibujados sólo pueden comer huesos dibujados” (ibíd 21).

La idea de una dimensión existencial reservada para los dibujos –de la que los dibujos mismos son conscientes– está presente en varios pasajes :

Y [el niño] pensó también en las orejas: mejor grandes para que oyeran las voces de todos los dibujos que hay en el mundo. (ibíd 17)

—¿No te da miedo andar suelto? Podrías venir a vivir en esta pared. Está recién pintada —le ofreció el monigote. (ibíd 32)

Y aparece asimismo en “El pueblo dibujado”, el cuento de Laura Devetach (2006). Aquí, una niña dibuja un pueblo en la pared de su cocina. Mágicamente, también durante la noche, el pueblo se llena de monigotes: “Nosotros venimos de todas partes –explican–, de las paredes donde nos dibujaron muchos chicos. Teníamos frío, ¡y tu pueblo es tan hermoso!” (2006: 98).

Podemos afirmar, entonces, que los dos planos del cuento de Granata –como los de Devetach– constituyen mundos de ficción en cierto modo autónomos, lo que nos habilitaría a repensarlos, en términos de Gérard Genette, como “diégesis” y “metadiégesis”. Dice el crítico francés: “La relación entre diégesis y metadiégesis casi siempre funciona, en el ámbito de la ficción, como relación entre un (pretendido) nivel real y un nivel (asumido como) ficcional” (2004: 29).

De modo que el relato de “El perro sin terminar” bien podría considerarse un caso de metalepsis, o antimetalepsis:

Como la teoría clásica no abordaba con el nombre de metalepsis más que la transgresión ascendente, del autor que se inmiscuye en su ficción (como figura de su capacidad creativa) y no a la inversa, de una injerencia de su ficción en su vida empírica (movimiento que, en mi opinión, no ilustra ninguna idea clásica de creación literaria o artística), se podría calificar de antimetalepsis ese modo de transgresión. (ibíd 31)

Los aspectos maravillosos del mundo del cuento son parte de las convenciones del género, por lo que en cierto modo resultan “esperables” para el lector (por ejemplo, el motivo animal tótem (Macimiani 2022: 56)). Y sin duda no impiden la identificación de dicho lector con el niño dibujante, a quien sólo vemos –al principio y al final de la historia– sentado a su mesa dibujando. Por eso, el mundo marco del cuento puede cumplir razonablemente este papel de “vida empírica” al que alude Genette en su caracterización.

Por otro lado, no es difícil trazar un paralelismo entre el dibujo de los niños y la escritura de los adultos. Los niños empiezan a dibujar antes que a escribir, y muy pronto son capaces de representar el mundo y expresarse creativamente a través de este medio (cf. Lowenfeld y Brittain 1980). Y en este sentido, los relatos de Granata y Devetach cumplen una condición fundamental de la metalepsis, que es dar cuenta de:

esa peculiar relación causal que une, en alguna de esas direcciones, al autor con su obra, o de modo más general al productor de una representación con la propia representación (Genette 2004: 15)

Lo cual se vuelve especialmente manifiesto en los pasajes donde el dibujo se dirige al dibujante, reconociendo su capacidad demiúrgica. Así sucede en “El pueblo dibujado”:

De pronto, el monigote gordo que viera por primera vez, salió y empezó a hacer mil ademanes [...] Señalaba la chimenea, juntaba las manos como implorando, hacía como que revolvía un gran caldero, luego como que comía algo muy rico, y por fin señalaba nuevamente las chimeneas. (2006: 94)

—¡Aaatchís! —estornudó—. ¡Laurita, por favor, mañana hacenos una calesita y un kiosco de caramelos! (ibíd 100)

En “El perro sin terminar”, así como en otro cuento de Devetach, “Monigote de carbón” (2006), el anhelo del dibujo es que alguien lo complete:

—¿Vas a dormir? —le preguntó el granjero.

—No. Necesito algo más importante que el sueño —fue la respuesta.

—¿Y qué es?

—Que me termines de dibujar. (Granata 1984: 25)

“Ah —pensaba—, si alguien me dibujara otro ojito, un puntito tan solo, un redondito negro dentro de la cara!” (Devetach 2006: 70)

Anhelo que, en ambos casos, es satisfecho finalmente por el niño protagonista.

La paradoja de la creación/descripción

Al actualizar el motivo de los mundos comunicantes en la variante de la metalepsis-antimetalepsis, o, en otras palabras, al superponer distintos planos de representación y explorar la manera en que éstos se relacionan, Granata ya está haciendo una apuesta metaficcional. Ésta se ve reforzada por otro procedimiento típico de la metaficción, que es la puesta en escena del acto creativo. Como señala Catalina Gaspar:

Frente al carácter natural del enunciado realista que, como decíamos, enmascara la enunciación que le dio origen para presentarse como enunciado a ser consumido, como producto, la metaficción pone en la escena ficcional -en la diégesis- de muy diversos modos [...] el acto de producción y recepción del relato, su situación de enunciación y/o de recepción, e incluso puede “representar” a los sujetos de tales procesos en el acto mismo de su realización. (1996: 70)

El comienzo del cuento nos muestra, precisamente, a un niño que dibuja y reflexiona sobre su dibujo:

El niño quiso dibujar un animal. [...] Empezó por las patas que es lo que sostiene; hizo tres ya que a la cuarta no sabía qué posición darle. [...] Y pensó también en las orejas: [...] era preferible que estuviesen levantadas y no caídas para que no terminaran cayéndose al suelo y que él se tuviera que pasar el día levantando orejas. ¿Y los ojos? [...] Se los haría un poco alargados, con una mirada que se desparramara por todo el papel y también por toda la casa. (Granata 1984: 17)

Como se ve, en la óptica del niño está incubada la lógica que predominará en el resto del relato; es decir, el niño es el primero en extrapolar las leyes del mundo físico a las del mundo de la representación, al considerar que es necesario dibujar primero las piernas para que el dibujo se mantenga en pie. El mismo razonamiento –digamos: la incorporación al plano bidimensional de la ley de gravedad– anima su decisión de dibujar las orejas levantadas “para que no se terminen cayendo al suelo”. Al igual que la asunción de que los ojos del perro pueden rebasar los límites del papel y penetrar en la casa.

En cierto modo, esta lógica es consecuencia de una suerte de “exceso de literalidad”: la representación de una pierna o de una oreja es entendida como una pierna o una oreja “real”. Algo parecido a lo que ocurre en el cuento con los números, símbolos abstractos que aquí adquieren sin embargo una suerte de corporeidad:

Los números de las cuentas saltaron con los resultados puestos al revés; un 4 quedó sentado –mirándolo bien, el 4 siempre está sentado–, y un 0 rodó como una bolita. (ibíd 19)

Con las palabras sucede otro tanto:

—¡Qué animal más raro! —exclamó lleno de asombro—. Lo voy a capturar.

La palabra “capturar” lo asustó al dibujo que echó a correr todo lo que pudo, todavía más. Tuvo miedo de que esa palabra horrible lo borrara. (ibíd 30)

La transformación de la parte material del signo, el significante, en un objeto autónomo y animado, será clave también en “Irulana y el ogronte” (Montes 1991). En esta historia, el malvado “es vencido, literalmente, por la letra erre de ‘rugido’ inserta en el significante ‘irulana’”, produciéndose de este modo “una literalización de la metáfora nombre” (Fernández 2021: 109).

Si ampliamos un poco el panorama, podemos tal vez argumentar que el recurso de la “autonomización del significante” (entendido éste, en términos generales, como la base material de las cosas abstractas) se remonta a los orígenes del nonsense. Pensemos, por ejemplo, en el Gato de Cheshire o en la Liebre de Marzo…[5] Aquí, evidentemente, la “base material” de una cosa abstracta es otra cosa abstracta: el sentido literal funciona como el “significante” sobre el que se apoya el significado de un refrán, o de una metáfora[6]. La misma idea podría aplicarse a, por ejemplo, las palabras con las que un narrador crea su mundo de ficción –a veces referidas como “los ladrillos del texto” (Silva Díaz 2005: 65)–, y el mundo de ficción en sí; relación semejante a la que se establece entre las líneas de un dibujo y el dibujo mismo; o, un escalón más arriba, entre una representación y el objeto representado. Para hacer evidentes estas relaciones, tan naturalizadas que se vuelven invisibles, la metaficción opta a menudo por sembrar interferencias en ese circuito que va de un término al otro[7].

“El perro sin terminar” apela a una operación de este estilo, desde el momento en que el vínculo entre la representación y lo representado se quiebra; pues la representación del perro, como hemos visto, ingresa al mundo de lo representado en tanto representación; no como un perro de carne y hueso, sino como un perro de carbonilla. Y para dar cuenta de esta “metamorfosis trunca” la incompletud es fundamental, en la medida en que es ésta la que delata su condición del dibujo, esto es, de artificio: sólo lo que se hace puede hacerse a medias. Se descubre entonces que el dibujo no refleja a la cosa, sólo pretende reflejarla; y al quedar incompleto, la ilusión referencial se desvanece.

Así pues, no sólo la trama, sino el sentido del cuento –empezando por el título– descansan en esta “contradicción”, que –en la estela de Walsh– se resuelve como disparate. Pero este “dibujo disparatado” (Granata 1984: 31), si aceptamos el paralelismo entre el código escrito y código visual, remite a una inquietud fundacional de la cultura contemporánea: “La simple noción de que el lenguaje refleja pasivamente un mundo coherente, pleno de significado y ‘objetivo’ ya no se puede sostener. El lenguaje es un sistema independiente y auto-contenido que genera sus propios significados” (Waugh 2001: 3)[8]. ¿Pueden las palabras, o, para el caso, los dibujos, representar el mundo “tal cual es”? El niño del cuento es consciente de su libertad creativa, pero aspira, al mismo tiempo, a ser verosímil (y aquí es donde se cruzan la representación y la ficción). En cierto modo, exhibe la actitud de los escritores realistas (Waugh 2001: 53):

El niño quiso dibujar un animal. Pensó en el ciervo, que es un caballito con la cabeza llena de palos; pensó en el zorro. Y al final se le ocurrió que lo mejor sería dibujar un perro que es un animal fácil de dibujar porque siempre está al lado de uno. [...] pensó en un hocico puntiagudo pero tuvo miedo de que le saliera un pico de pájaro; tampoco debía ser completamente chato porque entonces el perro parecería una foca. (Granata 1984: 17)

Pese a sus intenciones, sin embargo, el resultado es un animal totalmente extraordinario, y lo será aún más luego del encuentro con el granjero:

—Pareces un perro y yo no sé dibujar perros. Tan sólo aves.

—Por favor, inténtalo —rogó el desdichado.

El granjero tomó el carbón que había encontrado en su hornalla, le sopló el cuernito de ceniza que tenía, y en el sitio de la oreja que faltaba trazó una cresta. La cuarta pata la hizo zancuda, bastante más larga que las otras tres, delgadísima y con los dedos muy separados. El ojo que faltaba lo hizo más chico que el otro y bien redondo, con una vigilante mirada de gallo. Y después completó el hocico con medio pico entreabierto. Y cuando ya daba por terminado su trabajo hecho con el trocito de carbón y con una gran cantidad de buena voluntad y desacierto, el granjero reparó en que el pobre animal no tenía rabo. Y entonces le dibujó una cola emplumada. (ibíd 27)

Como el niño, el granjero es fiel a lo que conoce. Pero al pretender representar esos objetos conocidos, crea fatalmente un objeto nuevo. Circunstancia que parece ilustrar con humor y disparate lo que Waugh denomina “paradoja de la creación-descripción”: “Las descripciones de los objetos en la ficción son simultáneamente creaciones de ese objeto” (Waugh 2001: 88)[9][10]. Como explica esta autora:

Al intentar definir el status ontológico de la ficción, los filósofos han optado tradicionalmente por una de dos categorías: primero, están las teorías de la “falsedad”, para las cuales la ficción miente. Segundo, están las teorías “no-referenciales”, que argumentan que es simplemente inapropiado hablar del status de “verdad” de la ficción. [...] Los escritores de metaficción han construido una tercera categoría, sugerida por la referencia de John Fowles a la ficción como “mundos tan reales como el mundo, pero distintos de él” [...] Los textos metaficcionales exploran la noción de “mundos alternativos” aceptando y haciendo gala de la paradoja creación/descripción. (ibíd 90)

Desde luego, el solo hecho de que las representaciones del cuento de Granata o “El pueblo dibujado” cobren vida puede entenderse como una toma de posición a favor de la tercera postura. Después de todo, las diferencias entre un mundo y otro podrían ser más pequeñas de lo que parece. Véase el diálogo entre el perro y el árbol:

—Lo que debes hacer —le aconsejó al dibujo— es que alguien te termine. ¿Cómo vas a andar así por el mundo?

—¿El mundo está terminado?  —preguntó él.

El árbol se quedó pensativo.

—Me parece que sí —le respondió—. Aunque algunas cosas faltan hacerle: remendar los agujeros de los volcanes, rellenar con tierra los precipicios, hacer que el viento ande en bicicleta, y poner más casas por todas partes y más árboles como yo. Pero más fácil será que alguien te termine a ti y no al mundo. (Granata 1984: 22)

Pero el cuento de Granata va un paso más allá. Cuando, sobre el final de la historia, el niño por fin completa el dibujo, sucede que:

El dibujo terminado saltó del papel amarillo moviendo la cola, los ojos muy brillantes y el hocico con la lengua afuera, una lengua que el chico no había trazado.

No; no se había convertido en un perro de carne y hueso: seguía siendo un dibujo, un dibujo que nunca se borraría y que andaría suelto todo el día junto al niño, y que además podría ladrar, y dormir en el papel amarillo cuando tuviera sueño. (Granata 1984: 35)

Por un lado, el dibujo parece “emanciparse” de las decisiones de su creador –muestra una lengua “que el chico no había trazado”–; y por el otro, contra las expectativas del lector (“No, no se había convertido en un perro de carne y hueso”), mantiene su status de dibujo. Situación “ontológica” que ya no se ve, entonces, como una carencia, sino, por el contrario, como una ventaja (“además podría ladrar, y dormir en el papel amarillo cuando tuviera sueño”). Ventaja a la que se une el privilegio de la “eternidad”, mencionado un poco antes: “Por suerte, el agua del charco había borrado sólo las líneas trazadas por el granjero. Al dibujo hecho por el chico lo dejó intacto porque lo que los niños hacen es imborrable” (ibíd 34)[11].

En suma, “El perro sin terminar”, como otras obras de la “nueva literatura infantil”, piensa la ficción –su status, su funcionamiento y su dignidad– a través de la ficción misma, asimilando mecanismos y debates típicos del arte contemporáneo, sin descuidar la especificidad del género y de sus lectores.

 

 

Bibliografía

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Fernández, Mirta Gloria. (2021). Malvados incansables en literatura infantil y juvenil. Un estudio de libros álbum con devoradores. Tesis doctoral. En: FILO digital. Repositorio Institucional de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Colección Biblioteca Central Prof. Augusto Raúl Cortazar.

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Waugh, Patricia. (2001). Metafiction: The Theory and Practice of Self-Conscious Fiction. Londres: Routledge. Edición digital.

 



[1] Metafiction is a term given to fictional writing which self-consciously and systematically draws attention to its status as an artefact. [...] Over the last twenty years, novelists have tended to become much more aware of the theoretical issues involved in constructing fictions”.

[2] Los únicos trabajos dedicados a analizar la producción infantil de la autora son los incluidos en Luminosa mirada: María Granata en la LIJ (Macimiani y Zelaya de Nader 2022).

[3] El de los dibujos que se “escapan” del papel es un tópico recurrente en las obras de la autora (cf. Macimiani 2022).

[4] Estas equivalencias no son siempre producto de la convención (como en el caso de las estrellitas, que convencionalmente podrían representar la felicidad). Por ejemplo, sería bastante extraño pretender representar visualmente la muerte de un personaje borrando su figura. Más bien, la correspondencia entre borrarse y morir se sigue del ambiguo status de “ser vivo dibujado” que caracteriza al personaje: puede morir porque vive, pero lo hace borrándose porque es un dibujo.

[5] Explica Montes en el “Estudio preliminar” de su traducción de Alicia en el país de las maravillas: “El nonsense, respetuoso de la sintaxis, violenta la palabra y, lo que es más importante, violenta el referente. [...] el Sombrerero, la Liebre de Marzo, la Símil Tortuga y el Gato de Cheshire son personajes nacidos del lenguaje; la minuciosa observación de un giro, de una frase hecha, acaba por proyectar el signo sobre el mundo de los referentes: la palabra se ha convertido en cosa. [...] Es una posición paralela a la que le adjudica Sartre al poeta, que ‘se ha retirado de golpe del lenguaje-instrumento y ha optado definitivamente por la actitud poética, que considera a las palabras como cosas y no como signos’” (2019: 24).

[6] En la lectura de Genette, es una operación de este tipo la que yace en la raíz de la metalepsis: “Indagaré, entonces, algunos casos de metalepsis literalizadas ficcionalmente, como tomadas ‘en serio’ y de ese modo convertidas en verdaderos acontecimientos ficticios: en efecto, decir que Virgilio ‘hace morir’ a Dido es una figura cuya verdadera significación todos pueden percibir y reponer; contar que Virgilio, introduciéndose en la diégesis de su poema, acude a encender la pira de Dido sería un relato ficcional” (2004: 23). Y a esto se refiere el título de su trabajo, Metalepsis: de la figura a la ficción.

[7] Como señala Teresa Colomer, “los pequeños aprenden muy pronto que tanto la conducta humana como el lenguaje son sistemas gobernados por reglas, de manera que se dedican a explorar las normas comprobando lo que se puede hacer y lo que no, lo que se puede decir y lo que no” (2010: 28). Desde este punto de vista, la literatura infantil tendría un incentivo adicional para prestarse a los juegos metaficcionales, relacionada con las particularidades de su lector.

[8]The simple notion that language passively reflects a coherent, meaningful and ‘objective’ world is no longer tenable. Language is an independent, self-contained system which generates its own ‘meanings’”.

[9] Podría reconocerse otra variante en clave de disparate de la paradoja creación/descripción en “Doña Clementina Queridita, la Achicadora” (Montes 1985).

[10] “Descriptions of objects in fiction are simultaneously creations of that object. [...] I shall call the creation/

description paradox which defines the status of all fiction”.

[11] Frente a esta suerte de inmortalidad, el monigote de “Monigote en la arena”, de Devetach (2015), es intrínsecamente frágil; pero sobrelleva esta fragilidad -la angustia de borrarse- de una manera distinta a la esperada: “Juguemos, y si me borro, por lo menos me borraré jugando” (ibíd 12). Podría decirse que si el cuento de Granta reflexiona sobre el arte, el de Devetach propone una reflexión acerca de la vida -en la medida en que la finitud del monigote remite a la nuestra (Stapich y Cañón 2013: 59)-.

María Granata, Laura Devetach, María Elena Walsh, literatura infantil y juvenil, metaficción.

 



 


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