La mirada vigilante posee un poder inmaterial que se ejerce continuamente como un mecanismo perpetuo de formación del saber.
Erbóreo R. Frot
La voz narradora de la novela Ciencias morales de Martín Kohan va diseminando un conjunto de indicios y de marcas que remiten veladamente al contexto histórico-político contemporáneo a los sucesos que va relatando. Su gestualidad parece replicar la circulación de los discursos sociales durante aquellos años, en los que los sobreentendidos desbordaban los silencios impuestos por la dictadura; aunque es preciso señalar que esos sobreentendidos no eran habitualmente una forma de resistencia, sino que, por lo general, eran señales de convalidación del discurso oficial. Asentada en ese registro, la narración se constituye en torno a un conjunto de episodios que exhiben la imposibilidad de producir la supresión irreversible de los acontecimientos en toda su consistencia histórica, inevitablemente siempre quedan rastros de los que emergen una y otra vez los fantasmas de lo reprimido. El movimiento del texto no pretende reponer esa contextualización sino que tan sólo la alude, presentando el eje de las acciones para que funcione como un gran resonador que atrae lo que ocurre en la periferia del colegio exponiéndolo a través de las modalidades discursivas más afines con el imaginario de los personajes. Ese desplazamiento tensa la trama hasta transformarla en el tejido sintomático de un aparato represivo que procuraba que lo oculto no era sólo lo no dicho, sino que lo oculto era únicamente una fantasía, puesto que la norma de vigilar y castigar pretendía decretar su inexistencia concreta.
María Teresa, la preceptora de tercero décima del turno tarde en el Colegio Nacional de Buenos Aires, forma parte del personal encargado de controlar la disciplina; recientemente incorporada a su empleo ejerce su función con un celo obsesivo. Hasta los más nimios episodios que transgreden la normativa disciplinaria la perturban a tal punto que llegan a imponerse sobre la inquietud por la situación de su hermano, que en cumplimiento del servicio militar obligatorio puede ser destinado al frente de batalla en Malvinas. Mientras sus enigmáticas cartas anuncian su traslado hacia el sur puntuando las peripecias de la narración, María Teresa se desvela por cumplir con su tarea específica: vigilar el comportamiento de los alumnos y comunicar a sus superiores los mínimos desvíos a los efectos de que se dispongan los correctivos correspondientes. A su vez ella también es vigilada por el jefe de preceptores, quien es supervisado por el vicerrector. La voz narradora se desliza en el entramado de ese dispositivo de miradas en el que siempre hay otra que está por encima vigilando al vigilador.
En su propósito de desempeñar sus funciones con la mayor eficiencia, María Teresa va urdiendo una conjura personal en la que el mecanismo perverso que ha concebido para tender una celada a los infractores se revierte sobre ella que termina atrapada en su propia trampa. A partir de un conjunto de indicios muy vagos, se siente movilizada por la sospecha que, tan rápida como inexplicablemente, se trastorna en certeza de que algunos alumnos varones se ocultan en el baño para fumar durante los recreos. En consecuencia, la joven preceptora se complica en una serie de arriesgadas acciones que la llevan a transformarse en trasgresora de las normas que reglamentan el ejercicio de su empleo así como las que rigen el colegio y su propia moral, con el deseo de recibir el reconocimiento su jefe, el señor Biasutto, por su eficacia en el control de los desvíos de la buena disciplina y el orden. En todo ese proceso de degradación, el objetivo que se impone María Teresa nunca es perturbado por ningún freno inhibitorio, la voz narradora da cuenta de sus vacilaciones, que aparecen más como pruebas de su empeño para superar los obstáculos que pueden dificultar alcanzar sus objetivos.
La narración se constituye en la tensión de dos instancias que están entrelazadas, pero que se van desplegando con autonomía. Una de estas instancias es la que se configura sobre la borradura de cualquier mención explícita del contexto histórico en el cual transcurren los hechos: que abarca un lapso que va (abarca) desde fines de marzo de 1982,[1] hasta el final de la guerra de Malvinas; la otra es la que va exhibiendo todas los resquicios de la represión que María Teresa ejerce sobre sí misma para ignorar o tergiversar cualquier signo deseo. La guerra en la que estaba involucrada la Argentina, encuentra sus resonancias en los muros interiores del colegio y en la atribulada conciencia de la protagonista.
Lo reprimido, lo no dicho, que más allá de la sofocación a que los somete, asoman inexorablemente traspasando las barreras impuestas como un estremecimiento incontenible; esa convulsión atraviesa el relato a Ciencias morales con un tono amenazante y perturbador, hasta culminar con la irremediable irrupción de lo siniestro que se presenta como una escabrosa y obscena imagen de múltiples superficies facetadas impresas sobre lo que llamamos realidad, emergiendo más allá de todas las presiones y subterfugios que pretendían mantenerla oculta.
Ciencias Morales trasgrede los protocolos de la novela de aprendizaje y de iniciación de la literatura argentina, poniendo en crisis el modelo del bildungsroman instalado con la canonización de Juvenilia (1884). Al igual que en la novela de Miguel Cané, la narración ubica las acciones en el interior del Colegio Nacional de Buenos Aires, que desde el siglo XIX tiene una larga tradición en la formación de jóvenes de las élites intelectuales.[2] Juvenilia evoca una serie de episodios de la adolescencia protagonizados por el propio autor durante los años de su formación. Kohan, que ha sido alumno del Colegio en la época en la que transcurre la ficción, desecha toda marca de registro autobiográfico y, además, no centra el relato en la esfera de los alumnos y profesores sino en la del personal encargado de la disciplina.
Otra diferencia notable es de orden histórico, Cané participó de la generación del 80, fundacional de la Argentina moderna, que imaginaba un horizonte de grandeza ilimitado para el país; Kohan, en cambio, pertenece a una generación cuya adolescencia fue estigmatizada por la guerra de Malvinas en el final de la dictadura militar, en un presente en el que aquellos sueños utópicos no se han realizado.
Un tono de radiante añoranza de los años juveniles circula en la prosa de Cané:
De nuevo, pues, abren sus alas esos recuerdos infantiles que se vuelen hoy en una atmósfera tan simpática y afectuosa como aquella que cruzaron por primera vez, evocando a su paso imágenes sonrientes y serenas, son los votos de quien los escribió con placer y acaba de releerlos con cierta suave tristeza.[3]
En la novela de Kohan, por el contrario, la voz narrativa que va desplegando la historia, se sitúa en una perspectiva parcialmente omnisciente, ya que comparte el imaginario y los saberes de María Teresa, una celadora de veinte años, que hace pocos meses que ha comenzado a desempeñar sus funciones. En ese período, el Estado era una gran máquina de institucionalización de múltiples estatutos reglamentarios de formas de ser, de saber y de hacer, que regulaban hasta los más mínimos detalles de la vida cotidiana. El minucioso detalle de la normativa que se imponía a los alumnos aparece como una reproducción en escala de la fajina cuartelera:
[…] es obligatorio que los alumnos hayan formado fila, en perfecto silencio y en el orden progresivo de las respectivas estaturas, delante de la puerta del aula que corresponde a cada una de las divisiones […] pero todos saben que no ha habido repetición alguna, que las ordenes se dan una sola vez y con eso es suficiente. Tomar distancia es un aspecto fundamental en la formación de los alumnos del colegio. [4]
María Teresa asume como propia la tarea de vigilancia que debía ejercer durante la formación de los alumnos, funcionado como una dócil extensión del aparato de control:
Lo emplea para controlar a ese chico de aspecto indolente que se llama Capelán. Todos sus compañeros, con excepción de Iturraga, lo superan en estatura, y por esa razón le toca ser el primero de la fila. Justamente delante de él se ubica Marré. Puede tocarla: lo tiene permitido. Y aún más: está obligado a hacerlo. Tiene que tocarla con la mano en el hombro, y mejor que con la mano con la punta de dos dedos, para tomar distancia. María Teresa finge adoptar entonces una mirada dispersa, no una mirada distraída, que resulta inverosímil, pero sí una mirada general.
Su lealtad irrestricta al régimen disciplinario, pone de relieve una perspectiva de convalidación del régimen dictatorial imperante:
No era fácil obtener eso que el señor Biasutto denominó “el punto justo”. El punto justo para la mejor vigilancia. Una mirada alerta, perfectamente atenta hasta el menor detalle, serviría sin dudas para que ninguna incorrección, para que ninguna infracción se le escapara. Pero una mirada tan alerta, por estar alerta precisamente, no podía sino manifestarse, y al tornarse evidente se volvería sin remedio una forma de aviso para los alumnos. El punto justo exigía una mirada a la que nada le pasase inadvertido, pero que pudiese pasar, ella misma, inadvertida.
Esa aceptación sin objeciones es uno de los núcleos que el relato expone detalladamente, estableciendo una correspondencia implícita entre los militares que ejercían el poder y aquellos que le otorgaban consenso:
El cuerpo de preceptores tiene la facultad, pero más que la facultad la obligación, de interceptar la alumno que nada suelto por el colegio, requerirle su carnet, verificar allí la foto y el nombre y el turno al que pertenece el alumno en cuestión, y si el alumno del turno tarde se encuentra en el colegio durante el horario de la mañana, o un alumno de turno mañana se encuentra en el colegio durante el horario de la tarde, exigirle la explicaciones del caso.
El cuerpo de preceptores cumple la misma función que la policía como auxiliar del régimen militar en las tareas de considerar como sospechoso a todo aquel que se aparta de la escrupulosa malla de obligaciones establecidas con el objeto de mantener bajo control a toda la población. El jefe de ese cuerpo, el señor Biasutto, aparece a la mirada de María Teresa, como alguien digno de respeto y valor dado que ha sido capaz de llevar adelante una riesgosa tarea en los años anteriores:
El señor Biasutto, que es el jefe de preceptores, cuenta con gran prestigio en el colegio porque es sabido que, hace unos años, fue el responsable principal de la confección de listas, y se da por seguro que en algún momento, cuando la dinámica de la designación de autoridades lo permita, ocupará a su vez el cargo de Prefecto.
En esta cita la voz narrativa exhibe desaforadamente la postura ideológica desde la se profiere el relato, el prestigio alcanzando por Biasutto es producto de un acto deleznable: ha confeccionado listas de alumnos de un colegio secundario, cuya edad máxima puede ser 18 años: esos alumnos sospechados de participar en actos subversivos -esa era la denominación oficial- han sido desaparecidos a partir de la denuncia movilizada por el tan admirado jefe de María Teresa.
La novela de Kohan hace un repaso por los lugares comunes de un imaginario social del que participaban todos aquellos que de una u otra manera constituían el consenso “silencioso” de la dictadura militar. El narrador de Ciencias morales parece ser parte de un Estado que no sólo pretende ver todo sino que también establece el orden de la realidad, lo que no nombra no existe. Los ecos en sordina de la Guerra de Malvinas, puntuados en la historia por las cartas que el hermano de María Teresa, soldado conscripto al momento de los sucesos narrados, le envía a ella y a su madre desde los distintos puntos de un vago itinerario que va realizando su regimiento hacia el lugar de los combates, sin llegar nunca a destino. Las cartas contienen postales, con muy pocas palabras, como contraparte de las elipsis del narrador que no da cuenta en su relato de las circunstancias por las que atraviesa el país.
María Teresa movida por el deseo de no pasar desapercibida ante la mirada del señor Biasutto, a partir de vagos indicios se propone descubrir en falta a los alumnos que fuman, para lograr su objetivo se esconde en el baño de varones, en el que pasa largas horas de espera infructuosa. En un cruce deceptivo con el género policial, la protagonista, siguiendo el programa narrativo del detective clásico, rastrea pistas e infiere una posible hipótesis; pero no hay secreto, porque no hay trasgresión que sea necesario ocultar:
María Teresa empieza a poner en práctica su propósito de vigilar los baños durante los recreos.[…] Si en efecto, tal como ella supone, hay alumnos que fuman en el colegio, tiene que ser ahí donde lo hace y no en otra parte. La puerta de baño chirría al abrirse. Es imposible percibirlo durante el día, cuando los claustros se colman de pasos y de conversaciones. Pero ahora, en el silencio, la puerta suelta un silbido que parece una delación. María Teresa ya ha puesto un pie en el baño de varones, […] Ha razonado concienzudamente sobre el proceder que vino siguiendo en su indagación en el baño de varones. Detecta el error: la experiencia de incursión en el baño después de hora se lo reveló con nitidez. […] Si alguien como ella fuma en el colegio, como ella firmemente sospecha desde que su olfato sensible le dio la pista, ha de hacerlo en el baño […]
A través de un relato en tercera persona focalizado en la perspectiva de la protagonista, se narran los procesos de edificación y significación de una memoria traumática gestada a partir de un acontecimiento que funciona como metonimia y metáfora de la represión impuesta por la dictadura militar. En Ciencias Morales Martín Kohan hace una sutil cartografía de la configuración de los supuestos que se consideran viables; es decir, de aquellos que aparecen en el horizonte de expectativa de la protagonista como los más adecuados para cumplir su función correctamente. Este registro de la vida cotidiana de una subjetividad en el más prestigioso colegio secundario de Buenos Aires aparece como un espacio en el que confluyen los modos de configuración de una memoria colectiva compartida por una porción considerable de la población argentina en aquellos años. Ciencias Morales es el relato de los avatares de una conciencia que acepta no solo como normales sino también como dignos de admiración los procedimientos de vigilancia que apuntan disciplinar a los alumnos bajo un régimen represivo. La novela expone los paralelismos entre el régimen vigente en el colegio con el modelo de avasallamiento impuesto por la dictadura militar, que imponía la rigidez autoritaria de su visión del mundo al conjunto de la sociedad.
Los años de la última dictadura en la Argentina, entre 1976 y 1983, han sido objeto de indagación desde diversas formas narrativas en las que, más allá de las diferencias genéricas, ha predominado el sesgo testimonial[5]. La necesidad de probar las iniquidades atroces de la época ha encontrado en esa modalidad discursiva un vehículo eficaz para apoyar tanto el reclamo de justicia como el lamento trágico por los siniestros crímenes cometidos por los militares y civiles que se apropiaron del poder.[6]
En su novela y Ciencias Morales (2007) como antes en Dos veces junio (2002) y Museo de la Revolución (2006) - Martín Kohan aborda historias situadas durante el período del llamado Proceso de Reorganización Nacional a partir de perspectivas narrativas que se apartan de toda especulación moral vinculada a alguna forma de condena, explorando la brutalidad y el horror de la dictadura desde las posibilidades de la ficción.
La adhesión, que es la convocatoria primordial del texto de testimonio y que la distingue de forma radical del texto literario, conlleva el riesgo siempre inminente de convertirse en una tropología cristalizada, una forma retórica sin desvíos.
La novela de Kohan figura una temporalidad exenta de sacralidad y ajena a la redención. Un tiempo que solo se puede reponer en la cruda materialidad de las acciones, alejado de toda posible visión heroica de los sujetos que las llevan a cabo.
La memoria como objeto de especulación en sus relatos exhibe un modo desaforado de anacronismo centrado en los deshechos, en las reapropiaciones y en la museización de los restos sacralizándolos como ruinas. El territorio de la memoria aparece figurado como una dimensión atravesada por vacíos, discontinuidades, cribada por grumos de silencio y acumulación de restos. Mientras tanto, el devenir narrativo inscribe un entramado en el que el pasado emerge como una magnitud heterogénea y abierta a la espera de una operación de restitución. Esa reescritura del pasado nunca se contamina con gestos irónicos, nunca se produce una distancia paródica entre las voces narrativas y el conocimiento que tiene el lector.de los hechos
Ciencias Morales explora uno de los imaginarios dominantes en la época de la dictadura, lo que ningún historiador ni nadie puede evitar por principio es que la otrora estabilizadora y reguladora donación de sentido de una comunidad política se quiebre en zonas inesperadas, y que de esta nueva brecha surja y rebrote el sinsentido latente en la historia relatada, y se redescubran sorpresiva y dolorosamente los agujeros taponados por el día a día del olvido. Pues la historia también se hace y escribe abriendo las suturas de la memoria, antaño cerradas. E incluso la más asentada e incontestada historia contiene un trozo de verdad olvidada que ha sido sometida a deformaciones y confusiones en el curso de su evocación. Eso es lo que regresa inopinadamente, haciéndolo no obstante como si nunca se hubiese marchado, porque en su retorno reinstaura y vuelve a traer al presente la quiebra fundante y efectiva, reprimida pero nunca extinguida, de la memoria.
Martín Kohan en Ciencias Morales revisa los pliegues de un imaginario sometido a la vigilancia, que ni siquiera vislumbró las consecuencias de esa imposición violenta, sino que fue forjando sus ilusiones a partir de esas imposiciones autoritarias. Ese mundo ideal de jerarquías impolutas se va a derrumbar dentro y fuera de los muros del colegio. El relato se despliega a la mirada de lector como un transcurso inevitable, que elige la configuración de la alegoría de la violación para aludir a la consistencia inenarrable del horror. La restitución del sentido al final de la espera propia del policial transforma su paranoia por descubrir la transgresión al reglamento en el escenario propicio para que Biasutto, imponiendo la fuerza de su poder, la someta a vejaciones sexuales en su subrepticio lugar de vigilancia. La reacción de la subalterna será el silencio:
Entonces el señor Biasutto, con un ademán que al fin de cuantas es muy simple, cierra la puerta. Cierra la puerta y de inmediato la traba con el pestillo. Ahora los dos, ella y él, María Teresa, la preceptora, y el señor Biasutto, el jefe de preceptores, están encerrados en el cubículo del baño de varones del colegio. […] El señor Biasutto no es demasiado alto, más bien al contrario. Por lo pronto no es más alto que ella, y si lo es, lo es por muy poco. No obstante es evidente que ella lo mira ahora desde abajo hacia arriba. […] María Teresa procura serenarse, repasando lo que ya sabe: que el señor Biasutto es el jefe de preceptores del colegio, que goza en la institución del mayor prestigio posible, que es lo que se dice una autoridad, que le consta que con las damas sabe ser propiamente un caballero. Lo piensa y lo sabe y sin embargo no consigue tranquilizarse. […]El la toma de los hombros y la hace girar. Firme, algo severo. Ella se encuentra así de cara a la pared recubierta de azulejos, con la cara poco menos que pegada a la pared. […] María Teresa todavía alcanza a decirse a sí misma, no sabe bien en qué sentido, que se trata del jefe de preceptores del colegio. Con manos confusas el señor Biasutto le levanta la pollera […] le baja la bombacha con un tirón bien brusco de la mano que tiene libre. No puede gritar, tampoco quejarse. El instinto de cautela para pasar desapercibida en el baño permanece por alguna razón en sus reacciones. Aprieta los labios, y detrás de los labios los dientes, con la respiración polvorienta del señor Biasutto demasiado cerca de sus orejas. […] María Teresa estremecida vuelve a pensar en la cosa, en la cosa terrible del señor Biasutto, pero no logra ver que sigue aparte de lo que está pasando. […]Más tarde, cuando pueda, María Teresa va a llorar por todo esto, pero por el momento no llora.
La escena tiene líneas de correspondencia con los episodios históricos que están ocurriendo, la narración se detiene morosamente en los instantes en que se reconfiguran los dominantes que alineaban el imaginario social en el que se inscribía la conciencia de María Teresa hasta ese momento; se abierto una grieta procura le resultará imposible restablecer los nexo de continuidad y sucesión lineal entre el presente y los tiempos pasados, como si entre pasado y presente hubiese ocurrido un seísmo inesperado. Estos efectos, el modo en que María Teresa incorporará la violación, en cambio, son derivados de su propia existencia y el sentido del aquel episodio, le impone la necesidad de encontrar una explicación causal de lo acontecido, incluso elaborar una barrera que colme las lagunas y los vacíos, haciéndolos así más vivibles. Pero también proviene de la imperiosa necesidad de seguir adelante con buscando la inevitable salvación que otorga el olvido.
La agobia pensar que dentro de unas horas, quizás tres, quizás cuatro, sonará el despertador en esta misma habitación, que pasará una mañana nerviosa, que almorzará sin hambre, que saldrá para el colegio. En el día que sigue, y que en sentido estricto ya es el día de hoy, tendrá que ir al colegio, lo mismo que en los días sucesivos, y allí cumplir diligente, con sus obligaciones de preceptora.
La caída de Puerto Argentino tiene un efecto en el Colegio Nacional de Buenos Aires, hay tres días de asueto y al retomarse las actividades se han renovado completamente las autoridades del colegio. Dos meses después, Francisco, el hermano de María Teresa, que no ha llegado a participar en los combates, consigue un puesto de trabajo en una fábrica automotriz de la provincia de Córdoba. Allí se radica junto con su madre y su hermana, quien buscará un puesto de empleada administrativa en la empresa Renault.
La novela de Martín Kohan configura no tanto el archivo de una memoria como los movimientos de construcción y la gestación de las acciones recortadas sobre un imaginario comunitario sometido a la represión violenta. El relato está centrado en la conciencia de la protagonista, atrapada en ese devenir traumático, confinada en el asfixiante espacio que permite un régimen totalitario que se replica en todos los ámbitos de la vida cotidiana, pero sin manifestar ningún tipo de rechazo, al contrario tratando de que sus acciones estén en orden a la escala de valores que ella tiene incorporado como el más apropiado para la formación de los alumnos y, por ende, para la comunidad toda en la que ella vive.
Esa memoria anclada en un orden cerrado tiene clausurada toda posibilidad de establecer vínculos con los acontecimiento históricos que se están viviendo en ese momento; Ciencias Morales es el relato de una mente obturada, incapaz de percibir el efecto de realidad. Entonces, en el curso de la novela lo real se vuelve fantasmático, una zona indecible que va amenazando a la protagonista sin que ella tenga ninguna posibilidad de advertir el peligro. Los fantasmas que persigue exhiben la doblez, el pliegue del tejido, para terminar haciendo visible como violación lo que no que aparecía como normal y correcto.
La novela narra la fisura tendida entre el presente de la conciencia y el pasado de una memoria trabajada por la imposición de un orden aceptado como modelo. El trazado de los recorridos al parecer irreconciliables se van a intersectar en el momento culminante de la historia. Habrá revelación, pero no habrá epifanía, la violación a la que la somete el señor Biasutto no implica una toma de conciencia inmediata. Pero, acaso como alegoría de un proceso colectivo que marco a una franja considerable de los argentinos de aquellos años, los efectos de la represión y de la violencia a la que estaban siendo sometidos no dejan de percibirse, lo que implica que el registro de los mismos sea inmediato.
Buenos Aires, Coghlan, marzo de 2011
Notas
[1] Los sucesos a los que alude la novela evocan la movilización del 30 de marzo de 1982, que fue la mayor manifestación de lucha obrera del período dictatorial autoproclamado "proceso de reorganización nacional" perteneciente a la dictadura que gobernara la Argentina entre 1976 y 1983. Convocados por la CGT, bajo la consigna "Paz, pan y trabajo", cincuenta mil jóvenes y trabajadores coparon la Plaza de Mayo en una verdadera huelga política de masas. La movilización del 30 de marzo de 1982 fue la mayor expresión de lucha obrera del período dictatorial autoproclamado "proceso de reorganización nacional" perteneciente a la dictadura que gobernara la Argentina entre 1976 y 1983. Convocados por la CGT, bajo la consigna "Paz, pan y trabajo", cincuenta mil jóvenes y trabajadores coparon la Plaza de Mayo en una verdadera huelga política de masas. El dirigente sindical peronista Saúl Ubaldini que comandó la movilización, será uno de los participantes de actos de adhesión a la dictadura militar que a partir del 2 de abril invadía las Islas Malvinas.
[2] La genealogía histórica de Colegio Nacional de Buenos Aires se remonta a1767, cuando el virrey Vértiz fundó el Real Colegio de San Carlos, en el que estudiaron relevantes figuras de la historia argentina, como Manuel Belgrano, Cornelio Saavedra, Mariano Moreno, Bernardino Rivadavia, Manuel Dorrego, Bernardo de Monteagudo, y Juan Martín de Pueyrredón. Esa institución se continúa en el Colegio Unión del Sur creado por Pueyrredón y luego en el Colegio de Ciencias Morales fundado por Rivadavia. Hacia 1863, Bartolomé Mitre creó en el mismo lugar el Colegio Nacional, pivote de su política integradora de porteños y provincianos. Es el colegio de Amadeo Jacques y Miguel Cané, quien relata sus aventuras en el Colegio en el libro Juvenilia. Incorporado a la Universidad de Buenos Aires en 1911, estudiaron en él los dos primeros Premios Nobel argentinos y cuatro presidentes.
[3] Cané, Miguel. Juvenilia. Buenos Aires: CEDAL, 1980.
[4] Kohan, Martín. Ciencias morales. Barcelona: Anagrama, 2007. Todas las citas remiten a esta edición.
[5] En este trabajo el concepto de “testimonial” es una caracterización amplia y no restringida, que hace referencia a formas narrativas periodísticas, historiográficas y ficcionales, centradas o parcialmente vinculadas a las voces de las víctimas directas o indirectas del terrorismo de Estado, ya sea reales o imaginarias.
[6] Pichiciegos (1984) y En otro orden de cosas (2001) de Rodolfo Fogwill, Villa (1995) de Luis Gusmán, La Flor Azteca (1997) de Gustavo Nielsen (1997), Las Islas (1998) y El secreto y sus voces (2002) de Carlos Gamerro, son novelas que proponen modalidades narrativas acerca de la dictadura militar y de la Guerra de Malvinas que se apartan del registro testimonial. Esta enumeración no pretende ser exhaustiva, sino más bien nombra algunas de las alternativas a la forma discursiva dominante que se dieron en la literatura argentina durante el período de la posdictadura.
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