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Libros digitales: a prueba de fuego

2/13/2005 Comentarios
Las bibliotecas virtuales pueden ser un buen antídoto contra el saqueo o la quema de libros inconvenientes. (...) Borges en su Poema de los dones dice que él se figura el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. A mí se me ocurre que está hablando de una biblioteca virtual, ¿acaso hay algo más virtual que el paraíso? Vicente Battista
 
Por:   Battista Vicente
La primera biblioteca de la que se tiene noticia data del tercer milenio antes de Cristo. Se encontraba en el interior de un templo de la ciudad babilonia de Nippur. Los arqueólogos que descubrieron el templo se toparon con diversas habitaciones que guardaban miles de tablas de arcilla. Las primeras letras se escribieron sobre tablas de arcilla, por lo que no dudaron que estaban ante una biblioteca. Sin embargo, los antiguos vecinos de Nippur no la llamaban de ese modo: la palabra viene del latín, que a su vez deriva del griego biblioth¬ke. Circunstancia que no impidió, desde ya, el hecho de que se continuaran levantando recintos como aquel inaugural de Nippur, recintos que más tarde recibirían el nombre de bibliotecas. La escritura es el mejor remedio contra el olvido. Precisamente, para que no cayeran en el olvido, Platón se ocupó de recoger las palabras que su maestro Sócrates había dicho pero no escrito. El soporte cambia con los años y con las culturas, alguna vez fueron las tablas de arcilla, como más tarde serían el papiro y el papel, pero más allá de donde se estampe la palabra, el propósito sigue siendo el mismo: dejar testimonio. A ciertos poderes les inquieta ese testimonio. Hacia el año 221 antes de Cristo, el príncipe de Ts'in agregó a su nombre el apelativo Shi Huang-ti (que significa primer emperador) y se abocó a la desmesurada tarea de unificar China. Primero sometió a los reinos rebeldes, para que no quedaran dudas de quién era el amo; después ordenó construir la célebre muralla, con el fin de detener el paso de los bárbaros. Entre una y otra acción, dispuso que se quemaran aquellos libros que desacreditaran el presente en provecho del pasado. Es decir, todos los libros anteriores a Shi Huang-ti. Esta infortunada manía tuvo voluntariosos seguidores; los sigue teniendo. Basta con recordar el incendio de la biblioteca de Alejandría, en el año 48 antes de Cristo, el capítulo seis de la primera parte del Quijote, la hoguera que provocaron Hitler y sus discípulos en los años 40, o la incesante fogata de los generales argentinos, que comenzó en 1976 y se apagó en 1983. Los marines norteamericanos entraron en Bagdad a sangre y fuego; con idéntico ímpetu ingresaron los saqueadores en la Biblioteca Nacional de Irak. Se calcula que en esa acción se perdieron para siempre casi un millón de libros, entre los que había ediciones antiguas de Las mil y una noches, de los tratados matemáticos de Omar Khayyam, de los tratados filosóficos de Avicena, Averroes, Al Kindi y Al Farabi. Desaparecieron las tablillas del Código de Hammurabi y tablillas con el poema de Gilgamés. La hoguera no cesa. El papel es altamente combustible, y el papel es la materia prima con la que se hacen los libros. Los escritores que imaginaron sociedades futuras, las imaginaron con ese conflicto no resuelto. O resuelto de un modo terrible. En las civilizaciones propuestas por E. I. Zamiatín, en Nosotros, por George Orwell, en 1984, o por Aldous Huxley, en Un mundo feliz, no era preciso quemar libros. Los pocos que había no revertían el orden social. Por su parte, Ray Bradbury, en Fahrenheit 451, imagina una sociedad en donde la quema de libros es un acto natural y lógico. Ante esa pérdida inevitable, Bradbury encuentra una solución alentadora. Los principales textos se guardan en la memoria de ciertos hombres, y de generación en generación, como sucediera antes del invento de la escritura, esos textos serán transmitidos a las sociedades futuras. Tal vez esas mismas sociedades que vislumbrara Isaac Asimov en su ciclo de novelas Fundación. En ellas, los psicohistoriadores prevén la inevitable caída del Imperio Galáctico. Saben que nada pueden hacer contra esa fatalidad, pero intuyen un modo de salvaguardar el conocimiento. Proponen la creación de una monumental Enciclopedia Galáctica que se esconderá en uno o varios planetas de la galaxia. Bradbury, en su ciudad del futuro, y Asimov, en el año 11988 de la Era Galáctica, continuaron viendo a los libros como el único resguardo de la sabiduría. Aunque el fuego pudiera destruirlos, con el mismo fervor que los había destruido cuando la Inquisición, en los años 1231 de la Era Terrestre. Ese complejo se repite en casi todos los escritores de ciencia ficción. Insisten en que el conocimiento seguirá guardándose en libros; aunque se trate de material de fácil combustión. Ninguno de esos autores previó el advenimiento de Internet. El libro digital es una realidad: la imprenta ha dejado de ser el único modo de reproducción de los textos y el libro ha dejado de ser el único medio para contener a esos textos. En un simple CD se pueden archivar las obras completas de Freud y la totalidad de los escritos de Lacan. Ahora Google, uno de los más poderosos buscadores de la Red, se propone llevar a cabo un proyecto más ambicioso: crear bibliotecas virtuales. El primer paso será digitalizar los volúmenes que se guardan en la Biblioteca Pública de Nueva York y en las bibliotecas de las universidades de Oxford, Michigan y Stanford. Minutos después del anuncio comenzaron a alzarse voces agoreras: con tono lúgubre anunciaban el fin de los libros tradicionales. Esta enconada defensa de las tradiciones les impidió advertir lo que a primera vista parece una paradoja: las bibliotecas virtuales protegen a las bibliotecas reales. Si, fiel a la antigua costumbre, cualquier dictador cumpliera con el miserable rito de quemar una biblioteca digitalizada, sólo habría que lamentar la pérdida del objeto libro. El contenido de ese libro estará en algún rincón del ciberespacio, a salvo de los intolerantes. Felizmente, ya no es necesario contar con seres de buena memoria para que, como imaginara Bradbury, protejan de los Atila de turno a los textos clave de la humanidad. Tampoco será preciso buscar un planeta en algún rincón de la galaxia, como imaginara Asimov, para amparar ese conocimiento. Por medio de Internet se podrá acceder a ellos, libremente. Borges en su Poema de los dones dice que él se figura el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. A mí se me ocurre que está hablando de una biblioteca virtual, ¿acaso hay algo más virtual que el paraíso?
Vicente Battista nació en Buenos Aires en 1940. Integró la redacción de la ya legendaria revista literaria El escarabajo de oro y fundó y dirigió ­junto a Mario Goloboff­ la revista de ficción y pensamiento crítico Nuevos Aires. Entre 1973 y 1984 vivió en Barcelona y en las Islas Canarias. Su primer libro de cuentos ­Los muertos (1967)­ fue premiado por la Casa de las Américas y el Fondo Nacional de las Artes. Su último libro de cuentos ­El final de la calle (1992)­ recibió el Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires. Escribió además varias novelas, entre las que se destacan Siroco (1985), traducida al francés, y Sucesos Argentinos, que recibiera el Premio Planeta 1995 otorgado por un jurado compuesto por Abelardo Castillo, Antonio Dal Masetto, José Pablo Feinmann, Juan Forn y Vlady Kociancich. Es colaborador permanente de la sección cultural del diario Clarín. Entre sus obras: Los muertos (1967) cuentos. Esta noche reunión en casa Esta noche reunión en casa (1973) cuentos. Mañana en Tribunales Como tanta gente que anda por ahí (1975) cuentos. El libro de todos los engaños (1984) novela. Siroco (1985) novela. El final de la calle (1992) cuentos. Un día después Sucesos argentinos (1995) novela. capítulos VI y XXV