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Así irrumpió Einstein

3/9/2005 Entrevista
A lo largo de este año, varios países se disputarán los homenajes a Albert Einstein. Se cumplen cien años de la revolución científica que produjo en su juventud desde un modesto rincón en la ciudad de Berna. Alemania, Suiza e Israel encabezan la carrera de actividades recordatorias.
Por:   La extraña
 
Al principio se lo había acusado de especulativo porque costaba aceptar sus audaces puntos de vista. En 1911 y 1914, astrónomos alemanes viajaron a Rusia para fotografiar eclipses que podían refutar sus teorías. Pero en los ambientes informados se percibía que ese hombre estaba haciendo aportes de calibre. En 1919 estalló un terremoto que dio vuelta al mundo: desde la Royal Astronomical Society de Londres se hizo público, en forma solemne y sobre la base de recientes experimentos, que la teoría de la relatividad de Einstein era exacta. Presidía la sesión el gran físico y premio Nobel J. J. Thomson. Al día siguiente, el diario Times comunicaba a sus lectores que el colosal paradigma de Isaac Newton acababa de ser sustituido por uno nuevo de mayor solidez. Todos los periódicos de Europa y de América recogieron la noticia. El nombre de Einstein desbordó los círculos universitarios y académicos. El mundo empezó a interesarse no sólo en sus aportes científicos, sino también en su compromiso con los ideales humanistas de la paz, la fraternidad y la justicia. Habían transcurrido catorce años desde el frío día en que había publicado su artículo de treinta páginas titulado Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento, un tema que resultaba anodino a los profanos. Pero en ese trabajo latían las bases de la relatividad. Después de su publicación, Einstein destruyó el manuscrito, que años más adelante reescribió por insistencia de sus colegas; esos papeles fueron subastados en seis millones de dólares y ahora se encuentran en la Biblioteca del Congreso. Aquella publicación memorable fue seguida por otra referida al movimiento browniano. Y a continuación apareció su famoso paper sobre la relatividad, basado en sus investigaciones sobre la relación entre la energía, la masa y la velocidad de la luz. Por entonces alquilaba un departamento ubicado en el segundo piso de un edificio cercano a la estación de ferrocarril en Berna, sobre la Kramgasse 49. Ahora se ha convertido en un lugar de peregrinación. Hace poco fue transformado en museo y ya lo han visitado más de doscientas cincuenta mil personas. Se ha dicho con insistencia que para el común de la gente la teoría de la relatividad ha sido una suerte de revelación difícil de desentrañar y que su autor fue un semidiós afortunado que acertó en descubrirla. Pero en la ciencia no predomina el azar, sino el eslabonamiento de una larga cadena, a menudo invisible. Einstein había obtenido la licenciatura en Física en 1900, y su puntaje no había sido alto. Necesitaba ganar dinero porque su familia atravesaba dificultades económicas y ya no recibiría los 100 francos suizos que le permitieron completar su carrera. Se ofreció como profesor de una escuela secundaria para reemplazar a un docente que debía cumplir con su servicio militar; luego lo contrataron para realizar cálculos en el Observatorio Astronómico. También enseñó en un internado. Por fin, fue incorporado a la Oficina de Patentes de Berna para examinar los inventos que allí se presentaban y darles una forma clara antes de su registro. Pese a tratarse de un trabajo burocrático, sintió alivio por dos razones: sueldo seguro y tiempo para poder continuar con sus investigaciones en física. Pergeñó una fórmula sobre el éxito: "éxito = trabajo + juego + callarse la boca". Comenzó una de sus etapas más fructíferas. Vivía en estado de permanente inspiración. Cuando se cansaba de analizar fórmulas, tocaba el violín o leía a David Hume y Emanuel Kant. Albert Einstein había nacido en Ulm, Alemania, ciudad recostada a orillas del Danubio, el 14 de marzo de 1879. Su padre tenía una pequeña fábrica de electromecánica; su madre exhibía aficiones artísticas y su hermana era dos años menor. A Albert le resultó arduo el aprendizaje y le costaba pronunciar palabras, por lo cual rumiaba sílabas en forma incesante. Su hermana contó: "Albert procedía como si cada palabra tuviéramos que arrancársela de los labios. Nuestros padres se desesperaban y parecía que nunca aprendería a hablar en forma correcta. Cuando ya había cumplido los siete años aún repetía tenazmente, en voz baja, las pequeñas frases que los mayores nos enseñaban". Era retraído y encontraba solaz en los trabajos de carpintería. No le gustó la escuela, molesto por la presión que sobre él ejercían los docentes. Era una época en que no se permitía hacer preguntas al maestro ni hablar con los compañeros. No dio muestras de talento alguno. Se negaba a estudiar de memoria y molestaba con su incesante curiosidad. Hablaba para preguntar. Uno de los profesores le dijo que estaba cansado de su curiosidad sin límites y prefería que no volviese a clase. Albert contestó: "Yo no tengo la culpa de que me manden aquí, señor. Créame que si por mí fuera no vendría a perder el tiempo con usted". A los doce años recibió el primer texto de geometría. Era un libro para alumnos de un curso superior, pero él lo devoró maravillado. Al cumplir quince años su familia, acosada por eternas dificultades económicas, se mudó a Italia. Albert debía quedarse en Alemania hasta terminar los estudios secundarios. La decisión fue producto de discusiones hogareñas: mientras el padre opinaba que no valía la pena el sacrificio porque Albert no estaba dotado, su madre insistió hasta imponer su voluntad. El joven Einstein expresaba aversión por el clima de cuartel que regía en la enseñanza. Vivió en una modesta pensión, donde se la pasaba leyendo, y dejó de concurrir al instituto. Por fin decidió abandonar el secundario y marchó a unirse con su familia en Milán. Ya empezaban a perfilarse su talento matemático y la agudeza de ciertas observaciones. Su afligido padre quería que siguiese una carrera práctica y segura, pero su madre confiaba en que llegaría a profesor. Los negocios de la familia empeoraban y se mudaron a Pavía. Albert se lanzó a la aventura de recorrer el país a pie, con un bolso al hombro; atravesó la Lombardía hasta Génova, luego fue a Pisa y por último se deleitó con el arte de Florencia. Regresó flaco y exultante. Cuando su padre intentó bajarlo a la realidad, resistió las sensatas propuestas: no iba a envilecerse para conseguir fama o dinero. Por fin accedió a estudiar italiano y se familiarizó con el método de Pestalozzi, opuesto al que regía en Alemania. Tuvo profesores y compañeros suizos que lo estimularon a seguir sus estudios en Suiza. Ese camino no hubiera sido posible sin la intervención de un generoso pariente radicado en el país helvético que se comprometió a pagarle 100 francos hasta el final de sus estudios. Como su fortaleza eran las matemáticas y no tenía título alguno de enseñanza media, se presentó en la Escuela Politécnica de Zurich. Contra sus expectativas, no aprobó el examen de ingreso que se exigía a quienes no habían terminado el secundario. Para cumplir con este trámite se radicó en la pequeña ciudad de Aarau, donde el espíritu era más libre. Tenía laboratorios de física y química, museo de historia natural y una sala de mapas y fotografías. Ese ámbito propicio le cambió la actitud hosca. Levantó el puntaje y consiguió el diploma que le permitía ingresar en la Escuela Politécnica. Su vocación se había volcado con claridad hacia la física. Acababa de transformarse en el genio que podía haber dicho, como Goethe, "la comedia de mi gloria ha comenzado". Los escritos que Einstein urdió hace cien años sacudieron los andamiajes de la ciencia. Su ascenso fue vertical con ricas peripecias. En 1909 quedó vacante la cátedra de Física Teórica de la Universidad de Zurich y para cubrirla se presentaron tres candidatos. La ganó Einstein, con treinta años de edad. Poco después le ofreció un sitio de honor la Universidad de Praga, influida por una carta del famoso Max Planck: "Si la teoría de Einstein se comprueba, como espero, será considerado el Copérnico del siglo XX". No se equivocó. Por Marcos Aguinis Para LA NACION