La mecánica de la ficción que opera en los cuentos y la nouvelle que conforman el libro obedece a una lógica de dobles que reaparecen desde diferentes lugares y funciones, diseminando -en su repetición que prolifera sentidos- tanto su inocuidad como su eficiencia. Los personajes, a partir de sus nombres falsos y/o repetidos, se quiebran y se reconstruyen. Sus composiciones inacabadas y transmutables los convierten en fichas que se reacomodan sucesivas para sostener el esqueleto de las tramas, reinventándose a partir de cada nueva ficción posible.
Los cruces, la sucesión de las historias contadas desde “el otro lado del vidrio” (Piglia, 2014, Pág. 9), encabalgadas unas sobre otras hasta finalizar en el apéndice: “Luba” -la consagración de la marca de lo ajeno en lo propio, el homenaje a la crítica a partir de los interrogantes que representa el personaje de Roberto Arlt[2]- re-marcan el ritmo despiadado de la refracción que producen los personajes que al replicarse, aparecen todos como el mismo, al tiempo que demuestran su irreversibilidad.
Extraños, se mezclan, resonando una y otra vez la misma historia que es todas y ninguna. En la Nota preliminar a esta edición, el mismo Piglia –en su doble papel- anticipa sutilmente sus movimientos: “Es otro el que se suicida y es otra la mujer pero la experiencia es la misma” ¿Cuál es la experiencia, la vivida o la que deviene escritura? No importa que pase, la máquina puede ir reemplazando un personaje por otro -una anécdota por otra, una desolación por otra- con la habilidad del titiritero que -sin ser visto- articula la escena que capta la retina del otro, espectador cómplice que pasa a ocupar el lugar del que observa por detrás del que mira por la ventana. ¿Cuál es la imagen que duplica el vidrio? Ese otro es invitado a verse ahí también reflejado, duplicado, mirando hacia afuera, al relato.
Habilitando la posibilidad de percibir la repetición como un juego consagrado en la palabra del otro -el otro personaje, el otro narrador-narrado, el otro escritor que escucha el susurro de la historia y la transcribe- ese otro lector interpelado por la trama que se incorpora al relato, navega en la incógnita de la incertidumbre, ¿hay una identidad que define entonces a un personaje? Como en la vida, las infinitas vidas vividas e imaginadas por cada individuo introducen, dentro de la ficción, esa otra lectura.
Las piezas de la máquina
Hay dos relatos en los que la maquinaria opera de manera diferente. Su origen y su marginalidad, con respecto a su relación con el resto, es nombrada en el Nota preliminar: el primero es “El Laucha Benítez” canta boleros que “…tiene un estilo diferente al de los cuentos que siempre había escrito”; el segundo es “El precio del amor” que “…es en lo esencial verdadera. Me fue revelada…” (Piglia, 2014, Pág. 10) aclara Piglia.
En estos relatos los personajes que, como comodines, asisten a los diferentes escenarios están ausentes, dando cuenta de las variables posibles del mismo mecanismo: dos personajes, opuestos pero espejados, que se reflejan deformados en el otro que los de-construye, dejando al descubierto su verdadera naturaleza, revelando la articulación entre los dobles doblegados a su funcionalidad, a la pérdida del sentido de la acción.
En “El precio del amor” es el mismo Esteban –personaje masculino que con su cuerpo juvenil logra seducir una y otra vez a la que puede sostener su vida que ni el mismo puede llevar adelante- el que se duplica a sí mismo repitiendo siempre el mismo juego ante esa mujer-niña –reflejada sobre la infancia triste y solitaria de su hija- que habilita con su mocedad el encuentro repetido que va a volver a suceder una y otra vez “Pero va a volver. Mañana va a volver” (Piglia, 2014, pág 99). La historia se repite, el mismo personaje duplica la misma historia.
En “El Laucha Benítez canta boleros” los boxeadores -nacidos para ser otros-, repiten la misma historia de frustración: el Vikingo que “…era boxeador sin haberlo elegido” (Piglia, 2014, Pág. 47) encuentra el momento cúlmine de su inexistente carrera sirviendo de antesala del éxito ajeno; y el Laucha Benítez, animalizado por el apodo que le da título al relato, con características físicas de mono tití y representado con caracteres femeninos “…con su voz aguda, tristísima y casi de mujer…” (Piglia, 2014, pág. 54), mantienen una relación ambigua, especular y erótica que termina en una tragedia amorosa –reafirmada por “El relicario”-, de incapacidades encontradas y desmedidas en la que el doble sacrificio sella la historia de locura y muerte. ¿Sale airoso el que sobrevive a su errada elección de vida? “…la figura encorvada del Vikingo abrazando el cuerpo del Laucha (…) una sonrisa en su boquita de mujer, como una oscura señal de amor, de indolencia o de agradecimiento” (Piglia, 2014, Pág. 57). Dos personajes, una historia, un destino.
Por otro lado, el relato es contado por un narrador desconocido que va a buscar una historia al lugar recóndito donde descansa el cadáver viviente del Vikingo, desenmascarando –o confundiendo- el mecanismo de la narración más allá de la anécdota; “Nunca llegaré a saber del todo (…) lo que realmente sucedió”…“Nadie sabrá jamás lo que pasó, pero es seguro que el secreto hay que buscarlo…” (Piglia, 1914, Págs. 45-46). Como en “Nombre falso” el narrador es un investigador que busca la verdad de la historia y en este caso, asegurando que no está seguro de encontrarla, escribe. De hecho, la narración avanza sobre el pasado de los personajes sin llegar a poder dilucidar qué es lo que realmente sucedió esa noche porque esto ya no importa: el relato es en sí su trama, su estructura y eso es lo que lo hace avanzar, lo que lo convierte en lo que puede ser contado “Nunca sabremos –aclara Piglia- por qué decidimos que ciertas historias son nuestras y podemos narrarlas mientras otras (a menudo mejores), que imaginamos o vivimos, nos son ajenas y se pierden” (Piglia, 2014, Pág. 10).
Entramos así en la lógica del resto de los relatos en los que la maquinaria imprime -con su matriz- la sucesión de repeticiones que van a armar un entramado diseminando sentidos.
Por un lado las imágenes invocadas remiten, en su carácter de códigos culturales, a mitologías diferentes pero que, al repetirse, encuentran su cauce: Walkiria y Casandra van ser una guía que anticipe el carácter trágico y duplicado de las figuras.
Entre dos mujeres fantasmales, Walkiria o esa imagen gastada de una mujer que va anticipar tanto el fin como el doble del personaje, duplicándose al mismo tiempo en su infamia e inocuidad en esa otra que llora la muerte del padre “Ella también como la otra: una mujer dócil, ridícula, fiel. Ella también” (Piglia, 2014, Pág. 34); Emilio Renzi[3] –que participa en dos de los relatos- en “El fin del viaje” despide a su padre que lo duplica “Detrás de una pared de vidrio, en una sala de paredes blancas, Emilio creyó ver a su padre” (Piglia, 2014, Pág 37). La Tosca de Puccini que suena entre las sábanas gastadas de una pieza de hotel/pensión –el no lugar que van a habitar los personajes acentuando la región inestable y repetida en la que transcurren sus vidas-, donde termina -¿o comienza?- la acción, cierra la secuencia trágica de los dobles duplicados: dos parejas, dos historias, un destino. El relato es el del viaje hacia él mismo “Si es cierto que uno tiene que adaptarse a su contrario (…) esto se debe a que sentimos un horror instintivo a ligarnos con quien expresa nuestros mismos defectos” (Piglia, 2014, Pág. 35).
En “La loca y el relato del crimen” , Renzi “…de ese aspecto concentrado y un poco metafísico que lo acercaba a los personajes de Roberto Arlt” (Piglia, 2014, Pág. 79) es el reportero que va a descubrir la verdad, luego de realizar una prueba lingüística sobre el discurso de una loca, duplicando la tarea que retoma Piglia-narrador en “Nombre Falso”- al investigar sobre los inéditos de Arlt, sumado a que recurre -para encauzar su investigación- a un libro de cartas supuestamente seleccionadas, prologadas y anotadas por Emilio Renzi[4].
La loca, la gitana, la mendiga, la bruja: Casandra, en “Nombre Falso” bajo el nombre de Echevarre María del Carmen y en “La loca y el relato del crimen” bajo el nombre de Echevarne Angélica Inés, repite la misma escena que reproduce el presagio que desenlaza la trama, duplicando la idea de premeditación -¿de lo sucedido que va a ser contado o de lo sabido antes de ser escrito?- de la ficción en su condición de hecho fáctico que está además en la boca de otro que la conoce y la predice, quebrando -al mismo tiempo que construyendo- el efecto de verosimilitud como una herramienta de doble juego que acusa el doble efecto de su carácter.
Rinaldi, único testigo que vigila y es cuasi culpable/cómplice de dos muertes, interviene dos veces – en dos relatos: “La caja de vidrio” y “Nombre falso”- en las posibilidades de éxito de las vidas que lo evocan, lo convocan, duplicando a los personajes en ese otro que atenta contra sí mismo. Lattif es educado para el crimen “Comienza a encauzarlo. (La educación criminal,) Lo inicia” (Piglia, 2014, Pág. 110), mientras que Genz es vigilado y juzgado en silencio por su imposibilidad de acción, en su no acción por ese otro “¿Puedo estar tranquilo? Me engaño adrede ¿Por qué se empeña, si no, en registrarlo todo?” (Piglia, 2014, pág. 62). Esa misma caja de vidrio es concebida por el mismo Piglia como “una variante del tema del doble” (Piglia, 2014, pág. 10) en la Nota preliminar. Del otro lado del vidrio “Fue un instante. Como si algo se hubiese roto (…) Sentí la frescura de la caja de vidrio contra la palma de mi mano” (Piglia, 2014, Pág. 69), algo cambia y un instante después el destino de ese hombre es otro, repetido.
Rinaldi no solo aparece en estos relatos sino que sus caracteres físicos “Gordo, jadeante, el traje de filafil verde nilo” (Piglia, 2014, Pág. 111) se repiten en el personaje de Almada “Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo” (Piglia, 2014, Pág. 76) en “La loca y el relato del crimen” al tiempo que ambos repiten la escena casi exacta del encuentro con Casandra[5]. Es además el reportero que va a desestimar la apuesta que Renzi va a utilizar para desenmascarar-lo?- culpable del crimen de Larry a Almada. La historia circular que se repite a sí misma y repite a los personajes como fichas ubicadas que dan lugar al relato.
Arlt va a cumplir también un doble papel, por un lado el admirado y homenajeado, doble en sí mismo en su lugar de escritor e inventor, aparte del depositario de “…lo mejor que he escrito nunca (…) lo escribí con la certeza de que por primera vez había logrado percibir lo que realmente veía del otro lado de la ventana”; por otro lado como el escritor de los textos que el personaje de Piglia reproduce en un juego de verosimilitudes que se disputan lugar en la página poniendo casi al mismo nivel -y casi exagerando la excusa- la nota al pie con el relato. Dos historias, dos personajes, un destino: la escritura. Del otro lado del vidrio se dibuja el propio reflejo mirando hacia adentro y por detrás, como en Las meninas, el paisaje que repite el exterior, presente en su ausencia: el otro que mira al otro que mira, lo otro tan ajeno e inasible, posible de ser re-velado.
No es solo el doble, la apuesta se duplica sobre sí misma, el otro de Piglia es Piglia narrador-investigador que es un supuesto Arlt, que es en realidad Andreiev[6] que escribe Las tinieblas que Piglia re escribe como si fuese Arlt[7]. La doble idea de ficción, parodiada entre las notas al pie que simulan el verosímil que sostiene la ficción, pero que no representan el código de verdad sino que duplican el verosímil como elemento constitutivo de la ficción en sí misma, se consagra en el “Apéndice” resignificado en su doble condición de plagio o copia.
No solo el apéndice desdibuja la autoría y la idea de originalidad, todos los relatos repiten y reproducen el modelo de ausencia y presencia, de dobles que prefiguran la repetición, la imposibilidad de salirse de lo programático como al mismo tiempo la sustitución de una anécdota con otra. La maquinaria desnuda la omisión por perturbación, los relatos vistos del otro lado del vidrio son lo que sería posible de ser escrito por ese otro, si viera al otro a su vez.
Desdoblamiento encabalgado que asegura y reafirma a la escritura como forma, el nombre es falso porque contar es siempre reproducir como uno lo que está del otro lado de la ventana, lo que no es nuestro hasta que el gesto de reapropiación escritura habilita por entre sus retruécanos la mecánica inexorable de la ficción.
[1]Piglia Ricardo, Nombre Falso, 1ra edición –Buenos Aires: Debolsillo, Contemporánea, 2014. Todas las citas corresponden a esta edición
[2] Ver Ferro Roberto, “Homenaje a Ricardo Piglia o Max Brod”, en El lector apócrifo, Buenos Aires Ediciones de la Flor, 1998.
[3] Personaje que a su vez aparece repetido en la literatura pigliana, como un personaje –quizá un alter ego-.
[4] En nota al pié; Piglia, 2014, pág. 106.
[5] Ver Ferro “Homenaje a Ricardo Piglia o Max Brod”. Op. cit.
[6] Definida por la RAE como “Cosa adjunta o añadida a otra, de la cual es como parte accesoria o dependiente”
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