“El legado de Macedonio está signado por la fugacidad del habla
y la permanencia provisoria de una memoria finita, implica la elisión de su escritura,
condenando “la genialidad” de su obra a la temporalidad del recuerdo de sus interlocutores”
En Los borradores de Macedonio (una casi novela sin final), Roberto Ferro vuelve a su pasión por el policial desdibujando sus límites constitutivos y dando a su formato reconocible un enigma que es pregunta sin final. Esta vez, articulando la poética macedoniana con la posibilidad –o el anhelo- de recuperar de algún modo la oralidad de Macedonio condenada a una época que la convierte en inasible, construye una trama detectivesca que va más allá de la trama misma ya que contiene en sí la apuesta de lo posible y lo imposible, entrecruzando los límites y diseminando en la escritura la función de un devenir ausencia que no logra suturar –programáticamente- la palabra escrita que la convierte en texto.
Trabajando desde lo irrecuperable, la propuesta encarna una textualidad que es en sí misma un manifiesto que expone -a la vez que opone y contradice desde el gesto de escritura- la conjugación de una síntesis que pone en formato novelístico, real, empírico, la ausencia de la voz en la escritura. Desde ahí, a partir de esa construcción oximorónica, interpela a la escritura misma como forma, como expresión, como representación y en sus variantes genéricas dando cuenta de las posibilidades de su imposibilidad.
El movimiento inicial, la duda que introduce el casi conjugada con la idea del borrador articulan el enigma que el narrador, el crítico literario y especialista en Macedonio, Roberto – ficcionalización programática del autor que remarca la estrategia- en su papel de investigador, tratará de desentramar -en un acto que es doblemente dilatorio y re-productor- recuperando la oralidad de un von Hoffman, repetidor apócrifo de la voz de Macedonio, el paradero de los discos y los cuadernos en los que un personaje imperceptible dejó registro de lo imposible.
Al igual que Dahlmann, la situación límite, el estar al filo entre la vida y la muerte –desfasaje que le impediría completar sus estudios sobre Macedonio- y a sabiendas de estar ante las puertas del infierno lo pone en situación de acceder a una ruptura del tiempo, a una grieta que le permitiría salvar – ¿se?- la voz de la muerte, de la desaparición total, la pérdida absoluta. Sin embargo toda esta estratagema atenta contra la voluntad explícita y abiertamente registrada por Roberto en su recuperación de la oralidad de su compañero de cuarto del mismo Macedonio Fernández, quien aparece doblemente reproducido en las palabras supuestamente originales de un otro que esgrime nunca haber sido él mismo.
Los personajes repetidos, que reaparecen como fantasma de El otro Joyce, la novela anterior de Ferro, contribuyen a formar parte del cúmulo de experiencias incomprobables e irrastreables de la realidad transformando la novela en un desfile de sombras desdibujadas que toman cuerpo en la función personaje acordes a las necesidades de una intriga generada a partir de esa posible mutación. Froilán Estévez mismo es un personaje fantasmal, de una versatilidad que le permite ajustarse a todas las partes de la novela –o casi- que son necesarias para sostener el enigma y, por qué no, volverse uno más en los brazos de Regina intercalados con los de von Hoffman.
¿Qué mueve a este investigador a perseguir la pista? La elección de la función casi novela podría ser un indicio ya que pone en juego la cuestión del género conjugada con la idea de copia y de realidad: si la novela no tiene fin porque es parte de la vida de Roberto -que aún no termina- como dice el narrador al final, la novela no lo es tal ya que sería un relato a-ficcional, que revela cómo sucedieron los hechos en la realidad. Pero este movimiento es imposible, reafirma en el capítulo LVIII, ya que el hecho mismo de narrar imprime en ese gesto a la ficción. La noción de novela en sí misma, en su nombre, la lleva implícita.
El juego cuasi oximorónico queda en tensión y atraviesa toda la novela desnudando sutilmente la confección del entramado ficcional y programático. Las voces que se intercalan en capítulos cortos, como diría von Hoffman “para no aburrir al espectador” forman una trama discontinua en el espacio y en el tiempo dejando entrever un orden; los registros de la oralidad del compañero de cuarto demarcan otra vez el límite borroso entre copia y original en su imposibilidad por asirla ¿Es esta la versión original de los hechos, tiene Roberto Ferro en sus manos esos borradores? Eso ya no importa, como dice el mismo Macedonio, se trata de “convencer por arte, no por verdad” en la “…mezcla de la imposiciones imaginarias del hacer narrativo”.
El anatema borgeano queda doblemente cumplido, en su carácter predictivo y en su negación, no hay en la ilación -término que se repite hasta el cansancio dando cuenta de su importancia e imponencia, su carácter genésico con respecto a la constitución del entramado de acciones que sostienen la teoría- cabos sueltos, cada sintagma, cada idea están entretejidos por hábiles manos para dar cuenta de una estructura mayor.
Ilusión de trascendencia, deseo de recuperar imposibles, anhelo de ruptura genérica que imprime en el policial las posibilidades infinitas de la teoría, la novela de Ferro deja deslizar de su escritura las cartas que arman la trama crítica y ágil que le permite esgrimir su propia poética y conjugarla con sus referentes. Delimitando claramente un canon que lo incluye, haciendo acopio de referencias y referentes, instalando planos visibles y ocultos, atesora en su metatextualidad, las bases de una teoría sobre los posibles narrativos de una escritura que, una vez más, se ajusta y se invierte, recupera y redibuja resignificando, la ausencia que revela su existencia.
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