Ninguna implicancia que vaya más allá de lo antedicho. Ninguna fastidiosa noción de trascendencia que ensombrezca el horizonte de este juego, que no es otro que el de jugarlo. Sólo el puro juego. Su pura práctica. Su puro cálculo. Y su puro azar.
Leónidas Lamborghini, El jugador, el juego.
El juego condensa la posibilidad de un pasaje. Entre lo sagrado y lo específicamente lúdico, entre lo calculado y lo azaroso, entre la norma y su trasgresión, entre el tiempo lineal y su alteración o suspensión, en resumen, entre la realidad y una realidad otra, el juego afirma su potencialidad, no como un límite, sino como una frontera brumosa en la que conviven las dos caras de una misma fenomenología. Esa frontera es el escenario de un viaje permanente, un traslado continuo, un flujo recreativo. Como Leónidas Lamborghini, Cortázar supo jugar ese juego de tensiones, instalando en el seno de su obra, los claroscuros del juego sobre las aristas del fantástico[1].
Creo que el cuento “Instrucciones para John Howell”, de Todos los fuegos el fuego, podría definirse perfectamente con los condimentos del párrafo anterior. El punto de concentración es, claro está, el teatro. No casualmente es un cuento dedicado a Peter Brook, autor que expone un teatro reflexivo, donde se piensan las vetas de sentido presentes en el hecho teatral. Además, es un director que ha trabajado mucho con las obras de Shakespeare, y es conocida la singular cosmovisión isabelina sobre el teatro y el mundo, condensada en el nombre del teatro más famoso: The Globe.
Brook ha propuesto alguna vez, en su libro El espacio vacío, recordar e intentar experimentar los orígenes históricos del teatro, como ceremonia, como rito sagrado, para volver a vislumbrar aquello que lo hacía particular, específico, es decir, la posibilidad de ver lo invisible. Y es lo invisible, precisamente, lo que ve Cortázar: las puertas que se abren desde la realidad a otro universo, los huecos imperceptibles del ambiente, de la densa atmósfera que nos rodea, los vasos comunicantes.
En su conferencia “El sentimiento de lo fantástico”, Cortázar hace referencia al cuento “Instrucciones para John Howell”, aludiendo a su eje teatral en relación con un juego, y a un hecho anecdótico que define, no sólo su concepción de lo fantástico, sino también su percepción de las relaciones entre éste y la realidad. Cortázar trasmite, en esa conferencia, cómo el personaje de Rice es abordado por una suerte de “patovicas” para que forme parte de la obra “Usted será John Howell”; le dan un vestuario –peluca y anteojos- y lo arrojan al escenario con una única consigna -no presente explícitamente en el cuento- parafraseada por Cortázar en la conferencia: “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el juego es así” (Cortázar, en línea, 08-10-2008. El destacado es mío). En el cuento, entonces, se produce el primer pasaje, se inicia un juego del cual, el lector, tomará verdadera conciencia al final del relato: “usted se da cuenta muy bien de la diferencia, usted no es un actor, usted es Howell” (Cortázar, 2000: 571). Es el juego entre la realidad y el teatro, la frontera imprecisa entre ambas magnitudes, y entre las personalidades en el fuero interno de un actor, que es una y varias conciencias al mismo tiempo. De esta manera, el relato presenta la posibilidad de un doble: Rice-Howell.
La famosa anécdota que refiere Cortázar en la conferencia, parece expandir las posibilidades del cuento, parece multiplicar sus resonancias, su visión profunda; y parece abonar, al mismo tiempo, la idea de que la vida y la biografía de Julio Cortázar sólo son examinables, juzgables, como vida y biografía literarias, porque era una sensibilidad y una mente literaria, un ser inventivo, imaginativo. Un hombre envía una carta a Cortázar diciendo que es John Howell, que ha escrito un cuento con Cortázar como protagonista, y que le han sucedido exactamente las mismas cosas que le suceden al personaje de “Instrucciones para John Howell”, incluso antes de leer el relato en Nueva York. De esta manera, el círculo se mantiene en movimiento, se retroalimenta, se continúa a través de una especie de fuga permanente: Rice-Howell-Cortázar-Howell. La misma fuga de espacios y de tiempos que Rice percibe al subir por primera vez al escenario:
Una luz violeta encegueció a Rice; delante había una extensión que le pareció infinita, y a la izquierda adivinó la gran caverna, algo como una gigantesca respiración contenida, eso que después de todo era el verdadero mundo donde poco a poco empezaban a recortarse pecheras blancas y quizá sombreros o altos peinados. (Cortázar: 571)
La continuidad/discontinuidad del ambiente recuerda a “Continuidad de los parques”, donde el espacio de la ficción y el espacio de la realidad se continúan como dos parques que, en realidad, son sólo uno. De ahí la búsqueda permanente del personaje, la búsqueda de un centro, un viaje hacia algo (hacia un tiempo o en el tiempo, tras un espacio diverso). Los personajes de Cortázar que siguen este estereotipo –Johnny de “El perseguidor”, Oliveira de Rayuela, el asistente del avión de “La isla al mediodía”, etc.- se fugan, se evaden, sueñan. Porque encarnan el condicionamiento (a Rice lo obligan a subir y a seguir un papel en la obra de teatro que está viendo), la estandarización de la vida. Son criaturas analíticas, autorreflexivas, criaturas para quienes la realidad, el referente, es una condena y un castigo propios. La incertidumbre de Rice, una incertidumbre que el texto trasmite al lector, tiene que ver con una identidad metafísica: Rice desconoce por qué actúa, qué obra se representa y quién la dirige, quién escribe el texto… Por eso, con una toma de conciencia etílica –el whisky es una verdadera ayuda en estos casos-, empieza a jugar, va contra la corriente, esgrime una iniciativa a partir del segundo acto de la obra.
El narrador va sembrando a lo largo del relato una serie de palabras que prefiguran una duda, una ambigüedad: “absurdo”, “farsa”, “estafa” y “simulacro” son parte del repertorio que define la circunstancia narrativa. Todo reforzado por los mensajes que, con un halo de misterio y sobre el escenario, Eva transmite a Rice, devenido en Howell: “No dejes que me maten”, le dice primero. Más adelante le suplicará: “Quédate conmigo hasta el final”. El narrador no acota nada al respecto, sólo algunas veces esas frases se repiten textualmente, sobrevienen a la superficie en bastardilla o entre paréntesis como si fueran una manifestación de la conciencia de Rice. Se juega, entonces, con la elipsis y la repetición: la elipsis subraya dudas, la repetición parece liberar estados obsesivos del ser. Es que para Cortázar, el lenguaje es una residencia en la realidad, una vivencia de la realidad.
La posibilidad del juego es asumido por los otros personajes. Los hombres que dan las indicaciones de la trama, una suerte de directores que provocan miedo, intentan reajustar las cosas tras la intervención improvisada de Rice-Howell: “el tercer acto es más difícil pero a la vez más entretenido para Howell, dijo el hombre alto. Ya han visto cómo se van descubriendo los juegos”. Y más adelante agrega: “Hay un margen para la aventura o el azar, como usted quiera” (Cortázar: 574). Pero esto se les va de las manos y, como dice el narrador, “el placer de estropear un poco más la acción llenó a Rice de algo que se parecía a la felicidad” (Cortázar: 575). La felicidad tiene que ver con ese momento en el que el ser se encuentra con el propio ser, se evade de la plomiza cotidianidad para emprender una celebración introspectiva, por fuera de la experiencia común: eso es el juego.
Rice es echado de la obra, se mete entre el público y rápidamente, sin una razón demasiado clara, comienza una escapatoria. De ese modo llega a las cercanías de un río; y sabemos, quienes tenemos cierta experiencia leyendo literatura occidental, que desde Heráclito en adelante, la figura del río condensa la posibilidad de un trastocamiento, un desacomodo en la estabilidad de los sentidos, de los tiempos, de los espacios. Aparece Howell, aparece el ser que Rice representaba en la obra: la tensión, la ambigüedad, la irresolución se hacen más potentes, y se consuma el final fantástico.
“Intrucciones para John Howell” se trata de una reflexión sobre la identidad entre vivir, soñar y representar. Para esto, Cortázar hace uso de ciertos temas recurrentes de su poética: lo sobrenatural, cuando Howell es introducido en la irrealidad; la vida como actuación, interrogando sobre el espacio y la identificación del propio ser, y colocando al protagonista en un reparto y en un drama que ignora. Ese es el juego que juega Cortázar, ese es el juego que juega Rice, ese es el juego que juega Howell. Como dice Leónidas: “Sólo el puro juego. Su pura práctica. Su puro cálculo. Y su puro azar”
Bibliografía.
Cortázar, Julio, (2000). Todos los fuegos el fuego, en Cuentos completos 1, Buenos Aires: Alfaguara.
Cortázar, Julio, (En línea). “El sentimiento de lo fantástico”, en http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/cortaz5.htm (Consultado el 08-10-2008).
Agamben, Giorgio, (2004). “El país de los juguetes”, en Infancia e Historia, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
Lamborghini, Leónidas, (2007). El jugador, el juego, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
[1] Con respecto a estas afirmaciones sobre el juego y su relación con una esfera de lo sagrado y con el tiempo, remito al texto de Giorgio Agamben “El país de los juguetes”, del libro Infancia e Historia. En ese texto, Agamben retoma a Levi Strauss y a Benveniste para mostrar cómo, el juego y el rito, tienen una relación de correspondencia y oposición entre sí.
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