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Lo insólito como excusa para narrar la historia sin verdades

7/27/2012 Onetti

Lo insólito como excusa para narrar la historia sin verdades En Para una tumba sin nombre.

 
Por:   Ruderman Valentina

 

Voy a partir de la idea de Josefina Ludmer acerca lo insólito en Onetti, la irrupción de un elemento extraño-extranjero y transgresivo en el espacio del narrador que rompe su estabilidad rutinaria, y voy a definir lo insólito en Para una tumba sin nombre[1] como el episodio de la mujer y el chivo que descoloca al narrador, Tito y Jorge Malabia, y los lleva a querer narrar. 

            Por un  lado, descoloca al narrador que comienza el relato, “Todos nosotros, los notables (…) sabemos”[2] y termina dando a entender al lector que es consciente de su ignorancia. Que la historia que le llego de la mano de la muerte de una mujer desconocida y su chivo, lo despertó de la comodidad en la que se encontraba en el pueblo, lo llevó a interesarse y movilizarse, para luego mostrarlo humillado y sin respuesta. Por otro lado, descoloca a los jóvenes en su visita al pueblo porque se enteran de una secuencia que ocurre en la icónica Constitución de Buenos Aires, de la boca de un hombre del pueblo. Haberlo ignorado antes, los obsesiona.

            El planteo de este trabajo recorre cómo el lector va advirtiendo que lo insólito, esa historia, es sólo una excusa para narrar. Es un punto de partida para impulsar la trama, pero no para desmenuzar en esta los detalles que terminan en la muerte y el entierro.

Narrar la historia de Rita y el Chivo les da la posibilidad de repetir y reflexionar sobre sus sentimientos, su piedad, su culpa, sus placeres, como no lo harían quizás de otro modo, sin esa excusa.

            La novela comienza con el narrador caracterizando su estatus de notable en el pueblo Santa María. Elije demostrar su conocimiento de las costumbres detallando de qué modo se realizan los pasos previos a un entierro. En esta descripción da cuenta que lo que importa de la muerte, es la estructura formal que la rodea, el trámite. No da lugar para conmoverse, los habitantes del pueblo están “cómodos en la desgracia”[3]. Hasta ese momento, el narrador está en un terreno de absoluto conocimiento. El quiebre es la historia que le cuenta el habilitado de Miramonte sobre una muerte inesperada. Aquí la narración se complejiza con la primera narración enmarcada. El joven cuenta y el narrador interrumpe con reflexiones. Luego va al entierro y se enfrenta a lo insólito de primera mano, el chivo, el joven adinerado que no puede pagar un servicio digno y las incógnitas que se abren.

            Días después, lo visita Jorge y comienza la tensión por la información. El narrador desconfía de las capacidades de su informante desde el principio, “no se le animaba de veras al recuerdo”[4], como si fuera necesario ser más valiente para rememorar y así contar lo rememorado.

            La actitud que toma Díaz Grey, el médico narrador, es la de quien no quiere la cosa. En el primer encuentro con Malabia, dice no buscar incitarlo a que contara, sino que aquello le viniera “como de Dios”[5].

            Jorge realiza un preámbulo a su narración en el que detalla que la historia le llegó en piezas muy separadas, primer signo de que no será fácil llegar a conocerla del todo, aún si el narrador decidiera ponerse a investigar. Lo segundo que explica es del orden de los sentimientos: recordar la historia le provoca un sufrimiento que lo hace feliz y excita su piedad, que en Tito aparece más crudamente personalizada como la culpa.

            Le sigue una interrupción del narrador, esta vez no reflexionando acerca de lo que su interlocutor dice sino en forma de radiografía del mismo. Lo describe adolescente, ansioso y penoso. Predisponiendo al lector a lo que va a seguir. Quizás el narrador busca desmerecerlo para que al final no resulte él tan humillado ante la jugada de Malabia. Éste pide pararse para contar la historia y comienza. El primer gran hincapié que hace es en el hecho de haber oído la historia de la mujer y el chivo en Santa María. Una curiosidad de Buenos Aires que no conocen los desconcierta y los obsesiona por haber sido escuchada en el pueblo, donde ellos querían –y exigían- ser vistos de cierta forma, con cierta altura. Si ellos la hubieran visto de primera mano en la plaza, no le habrían dado tanta importancia. Y la novela no existiría como tal.

            La historia de la tal Rita llega al lector enmarcada en la narración de Godoy el comisionista, que a la vez está enmarcada en la narración principal. Que esté escondida y postergada, un rasgo que se puede ver en una novela policial, lo que podría dar la idea de que el narrador, en esta instancia, será el que develará los misterios a su alrededor.

            Más allá de que el narrador desprestigia a Malabia, él mismo admite mediante diferentes estrategias de narración, que lo que cuenta es solo una versión, teñida por sus observaciones y suposiciones: “empezó hace mucho, dos años en cuando a mí, o más”[6], “No le ordeno fijarse en esto o en lo otro; (…) pero acaso esas sugerencias le sean útiles para aproximarse a mi comprensión de la historia, a mí historia”[7], “Rita era mía”[8]. Se la adueña. Él es quien tiene autoridad para declarar que algo es absurdo o es mentira. La autoridad que no pudo tener al enterarse de la historia, la quiere tener al momento de contarla.

            El narrador resume lo que ya el lector pudo presumir: “Es posible que creyera ya entonces que la historia era más suya que de la misma mujer; es indudable que lo pensaba ahora”[9]. La narración no avanza y el narrador lo admite, el lector va a esperar que eso se modifique pero no se cumplirá su deseo.

            El narrador es paseado por Malabia que le indica en cada pasaje dónde tiene que poner atención. Lo mismo que él hace con el lector, atado a su edición y su ritmo. Interrumpe el cuento de Jorge para decir que es un mal narrador que no sabe atrapar al lector, que se aburre ante la atención que pone en cada detalle. Pero al fin y al cabo es él quien decidió incluir cada fragmento. La explicación que leo es que lo lleva para humillarlo como éste lo humilla a él, aún si todo fuera un engaño, deja en claro que como narrador, aburre. Ironiza al respecto cuando dice: “Ahora estamos mucho mejor (…) Se trata de unir esa escena con la del entierro, rellenar los ocho o nueve meses que las separan”[10]. Como si pudiera resumir el desenlace cuando ha tardado más de media novela en introducir la historia que supuestamente quiere descifrar.

Pero Malabia no quiere resumir lo que cuenta, quiere tener el espacio para recordar, reflexionar y describirse a sí mismo. De momentos no se entiende por qué se desahoga con el narrador. No quiere aceptar el cambio, representado por el pueblo ahora hecho ciudad. Repetir el pasado, contar su historia, es el mejor modo de negar lo nuevo.

Asimismo, cuenta que para todos los hombres, Rita era algo de lo que se querían deshacer. Solo unos pocos se ataban a ella más allá de caer en su engaño o darle una limosna, “El alivio de sentir que bastaba desprenderse de unos pesos para que la vida se comprometiera a no hacerlo coincidir jamás con la oscura, agria, insistente forma de la mujer”[11]. No así él, que tanto se aferró a la historia, no a la mujer “protagonista”.

            En un momento de la narración, se crea otro marco. Cuando Ambrosio se aleja de Rita, ella vive por el chivo, “su historia fue absorbida por la biografía del chivo”[12].

Como si para conocer los detalles de la mujer habría que poder atravesar al animal. Después del abandono del hombre, se abre la posibilidad de avanzar en vano hacia el cementerio o dejar la historia sin un final. Esta secuencia aparece en un párrafo que finaliza con dos puntos. Es evidente que se optó por seguir avanzando sin importar la falta de sustancia. Se cifra en este momento la elección del narrar por narrar. Malabia no parece tener más detalles relevantes, el narrador no parece demasiado interesado en lo que éste puede contarle y si quisiera preguntar, Jorge no se muestra abierto al interrogatorio.

            Se produce un corte y las repeticiones pasan a un primer plano. Jorge dice: “el exceso de repeticiones quitó convicción al monólogo pordiosero”[13]. Y lo mismo que sucede con el engaño de Rita, sucede con su monólogo casi ininterrumpido.

            Pasa un año en el que Jorge y el narrador no se cruzan. Díaz Grey repite el procedimiento de su primer encuentro, describe a Malabia y predispone al lector: “estuvo aprendiendo a jugar, a no querer a nadie”[14]. Cuando entabla una conversación, el joven adinerado deja ver por qué ha querido narrar, qué características de su persona lo llevan a interesarse por hechos que no lo atraviesan directamente. Está enojado con Santa María, con la gente que lo puebla y no recuerda su pasado, sus orígenes. Él es nostálgico, reflexivo, encuentra placer en la reflexión antes que en la experiencia. Cuando la ve a Rita en un primer momento, prefiere guardarse, no se impulsa a actuar. Así como también se fue a Buenos Aires para ser alguien en el pueblo, no para progresar o nutrirse en la ciudad. Jorge solo reflexiona cuando está con el narrador, por eso lo busca. Díaz Grey lo sabe y le hace el favor. “Me dio las manos y se fue por el largo corredor a recuperar la importancia, los odios, la sensación siempre increíble de estar atrapado”[15]. Así lo ve alejarse de él y acercarse a su encierro, el lugar donde las emociones no se manifiestan y recupera el respeto propio que pierde al darse la posibilidad de recordar.

            Cuando repasan la historia y avanzan lo que en media novela no habían avanzado, Malabia le advierte que no conoce todos los detalles. Realiza una pausa y el narrador admite: “Nadie, y yo mucho menos, puede reprocharle que alargara el silencio para lograr un efecto”[16]. Hasta ese momento sigue queriendo avanzar sobre lo poco que tiene, entre silencios. Postergando el motivo que lo lleva a narrar, igual que Malabia. Jorge le dice que la mujer no era Rita, sino cualquier otra. El narrador lo ve vacilar y advierte su mentira, su incapacidad de sostener una historia y mucho menos una nueva que funcione como manto de la primera. ¿Para qué los silencios? Si toda la historia que le contó no estaba protagonizada por el cadáver enterrado en un primer momento, ¿qué importancia le podía dar el narrador?  

            Grey Díaz y Malabia responden ambas preguntas en un diálogo que mantienen en el que el segundo acepta que su intención siempre fue haberle hecho creer una historia perfecta con final perfecto por lo cual hizo correcciones y agregó la prostitución de la mujer para darle otro giro. El narrador ya está seguro de que están jugando.

            El encuentro con Tito comienza igual que los anteriores con Malabia, el narrador describe al personaje antes de que éste hable, antes siquiera de que el lector sepa de quien se trata. En la descripción se vuelve a la idea de la tranquilidad que lleva al éxito, despojada de mucha reflexión o crecimiento personal. Tanto Tito como Malabia salieron del pueblo y vivieron dentro de sus casillas. “Él también había descubierto el simple secreto aritmético de la vida, la fórmula del triunfo que sólo exige perseverar, despersonalizarse, ser apenas”[17]. Tito es una copia de su padre y una copia de Malabia, “es apenas” lo que otros son. Cuando hablan de Rita, la respuesta también es una reproducción, esta vez de la reacción de Jorge: usted sabe, pero no todo. Lo que le cuenta es lo mismo, solo agrega su punto de vista. La prostitución resulta central en el relato de Tito, el cuento de los parientes lejanos y el dinero para el transporte, al cual Jorge le dedico la mayoría de su tiempo, aparece solo como una excusa si aparecía un policial. Lo que sí suma es lo que le toca a Jorge como protagonista y hasta culpable del deterioro y la muerte de la mujer. Mientras Malabia se refería a “su” historia, Tito habla de la historia verdadera, la que importa. El lector se ve tentado a creerle por el tinte que de veracidad que le agrega y porque resulta más cruda, menos idealizada que la primera.

            Tito explica el rol de la otra mujer en la historia de Malabia como una reacción del joven de suprimir y olvidar lo que le avergüenza, la culpa que le da la historia verdadera. Díaz Grey ya no le cree a Jorge y acepta que nada de él lo puede conmover. Sin embargo, lo busca para conocer los últimos detalles o, mejor dicho, satisfacer sus últimos caprichos.

            La respuesta es que todo ha sido un invento, en el que él también ha sido un titiritero. Si él investigaba por capricho, ellos tramaban por curiosidad. Lo único que los separa es que ellos son los que decidieron hacerlo entrar en el juego e impusieron cuando debía terminar. “No da para más, salvo mejor opinión”[18]. El narrador quiere más y pregunta sobre el velorio, como quien desea tener la última palabra en una discusión. Al fin y al cabo, quien lee la novela sabe que esa información no agrega mucho más que color a la historia. Es un gesto del narrador para tener el poder al final. Poder que otra vez le quita Malabia cuando le dice que quizás tiene ganas de leer su historia, pero quizás no.

            Al final admite que ha transitado la historia y a sus narradores en forma desordenada y que ni siquiera tiene esperanzas de resolver esa confusión. “Ignoraba el significado de lo que había visto, me era repugnante la idea de averiguar y cerciorarme”[19], dice Díaz Grey. No obstante, a pesar de ese rechazo por la historia, asegura que al terminar de escribirla se siente en paz, dejando en claro que ante ese asco, creo su propia historia.

             No caben dudas de que la muerte es una excusa para narrar, porque Jorge le admite al narrador que todo ha sido exagerado para probarlo a él y el narrador admite que su investigación es un capricho y su historia es confusa y sin significado. Ludmer se refiere a este punto: “La única defensa contra la muerte reside en la economía de la muerte: la repetición del contar, la producción iterativa de versiones diversas o complementarias, el hecho de que todos los personajes cuenten”[20].

El lector puede leer desde el principio que no va a seguir los pasos de un detective, sino que va a sumergirse en una tensión, los narradores han sido tan honestos que no puede "reprocharle" nada al texto. Tito y Malabia quieren tener el poder de narrar y modificar una historia que los humilla y los asedia. Díaz Grey describe pensamientos de Jorge Malabia como si tuviera acceso a sus reflexiones, cuenta los engaños llevados a cabo por quienes dan testimonio, admite el uso de supuestos para hilar la poca información que maneja y la falta de orden que sería clave si el objetivo fuera detallar lo que llevó al entierro. Las últimas líneas parecieran ser más una introducción que un cierre. Cuando el lector ya sabe que la narración no busca más que dejar la estructura de la trama, lo dirige al inicio. Como explica el profesor Ferro: “el relato no culmina cerrado sobre un sentido que devele el enigma; también es un reenvío al capítulo I, a la escena del entierro, que es el único que tiene los componentes visibles y creíbles de las versiones”[21].  A su vez, volver al inicio es volver a lo que él como notable conoce.

“Y el relato, entonces, no tiene esencia: la verdad que puede transmitir sólo es un proceso, el efecto de un proceso de expropiación (…)”[22], explica el profesor Ferro. En la novela se describe lo que se cuenta como una serie de instantáneas. Esta narración no es un viaje, lo único que va a dejar es una estructura con casilleros vacíos, que se encarga de evadir. Da puntos de vista, pluralidad de narradores, mentiras y repeticiones, pero se fuga de dar respuestas y verdades.

 

Valentina Ruderman

 

 



[1] Onetti, Juan Carlos: Para una tumba sin nombre. Buenos Aires, Punto de lectura: 2008.

[2] Íbid. p.9.

[3] Íbid. p.10.

[4] Onetti, Juan Carlos: Para una tumba sin nombre. Buenos Aires, Punto de lectura: 2008. p. 30.

[5] Íbid. p.31.

[6] Onetti, Juan Carlos: Para una tumba sin nombre. Buenos Aires, Punto de lectura: 2008. p. 34.

[7] Íbid. p. 34.

[8] Íbid. p. 54.

[9] Íbid. p. 58.

[10] Íbid p. 59.

[11] Íbid. p. 61.

[12] Onetti, Juan Carlos: Para una tumba sin nombre. Buenos Aires, Punto de lectura: 2008. p. 64.

[13] Íbid. p. 77

[14] Íbid. p. 79.

[15] Íbid. p. 96.

[16] Onetti, Juan Carlos: Para una tumba sin nombre. Buenos Aires, Punto de lectura: 2008. p. 88

[17] Íbid. p. 104.

[18] Onetti, Juan Carlos: Para una tumba sin nombre. Buenos Aires, Punto de lectura: 2008. p. 117

[19] Íbid. p. 120.

[20] Ludmer, Josefina. “Contar el cuento” en Juan Carlos Onetti, Hugo Verani (Ed), Madrid,
Taurus, 1987. p. 162.

 

[21] Ferro, Roberto. “Los adioses – La infidelidad narrativa” y “Para una tumba sin nombre –El espejo borroneado del narrador” en Onetti/La fundación imaginada 2da Ed., Buenos
Aires, Corregidor, 2011. p. 323.

 

[22] Íbid.. p. 317

 

 

Nació en Buenos Aires en 1990. Se recibió de periodista y es colaboradora del diario La Nación, desde 2011. Cursa la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires, orientándose en Literaturas Extranjeras. Además de la crítica literaria, le interesa escribir sobre arte y cómo éste se conjuga con la ciudad y la historia.