METALITERATURA

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Narración en una playa imaginaria con Mario y apariciones hipotéticas de Derrida que son coartadas o

6/15/2013 Textos

Narración en una playa imaginaria con Mario y apariciones hipotéticas de Derrida que son coartadas o espíritus poseídos

 
Por:   Wainberg Romina

Narración en una playa imaginaria con Mario y apariciones hipotéticas de Derrida que son coartadas o espíritus poseídos.

 

Por  Romina Wainberg

 

 

I. Escena de avistaje

Aproximación a los cuerpos que, con dudoso criterio pero hermosa cadencia, llamamos híbridos.

 

A mis pies dormidos y sepultados, oprimidos en un sarcófago de arena, vienen a desenterrarlos sus manos. A decirme que todavía es hora de avistar perlas y sirenas.

Si Derrida las viera asomar con nosotros –contorneando el cuerpo protovertebrado, sacudiendo de las escamas nácar– apreciaría un curioso caso de la différance: un objeto de doble marca y doble mutilación, cuya naturaleza híbrida se observa (se construye) por la presuposición de dos presencias plenas: la de mujer y la de pez. Pero Derrida desencantaría la potencia de esta falacia, porque mujer ni pez pueden ser nunca tampoco plenas presencias metafísicas, todos fascinantes, sino sólo inscripciones de la diferencia con “otros”.

—Los otros, a distancia cada vez más contigua, mojando la oreja de los límites que separan las unidades del sentido, custodian la posibilidad de la presencia como fantasmas.

En el horizonte submarino, en el tiempo narrativo no hipotético, el proverbio es desarmado por un eco alingual. En el instante elástico en que el raconto empieza a ser corrompido por el presente, la palabra fantasmas queda tendida de los filamentos de oro de una voz. Entonces los brazos de sirena se dan alternativamente al cielo con sus colas, las bocas circulares se abren apenas pero nunca para decir. Las caras no son, como apuntó el escribano que el Almirante dijo, "tan hermosas como las pintan"; o su hermosura es casi lateral a la técnica y a la política.

En algún punto, sugiere Mario mientras limpia de costras mi espalda, es esa indiferencia la que acecha a la hipótesis de la hibridez. Porque, así enunciado, el híbrido es un cuerpo tranquilo: Un cuerpo al que se inscriben dos marcadas identidades anatómicas; y cuyo comportamiento es pensado menos en términos de yuxtaposición, que de alternancia de los comportamientos de cada especie presupuesta (Pues hay un juego seguro: el que se limita a la sustitución de las piezas dadas, a las partes como garantía mutilada de una presencia restituible).

Sólo un artilugio ridículo como la “preponderancia”, permite que la seducción de la voz quede asociada única y sinecdóquicamente al cuerpo femenino; mientras que la cola escamosa y depredadora aguarda en el agua negra. Pero la preponderancia supone todavía la convivencia, y su deficiencia como artificio es tal, que el costo al que le es posible sobrevivir al mito (no a costa de la aventura seminal de la huella) es el de la muerte del navegante.

—La escena de esa seducción consumada o la visión de ese cuerpo sirenaico autosuficiente en su diferencia ajerárquica con el resto de los cuerpos, alumbra la inseguridad del juego.

Vibran como la posibilidad de hacerse-visible de una pesadilla nunca del todo clausurable. Pero a quién le es dado situarse ante la pregunta por la clausura (“cómo esto puede ser clausurado” porque “esto debe ser, es conveniente que sea, clausurado”; ¿qué es esto?). Quién es el soñador al que puede acechar esta pesadilla como tal. Antes o al margen de que pudieran operar en él la ética de la presencia, la nostalgia por el origen como falta restaurable, la pesadilla volvería a abrirle el absurdo de (la posibilidad de) la presencia-a-sí como premisa. La sirena no constituiría ya, no habría constituido nunca, una excepción parasitaria, aparecería entonces como una posibilidad de ser –a la vez ausencia y presencia– en un juego sin fundamento tranquilizador. Pero si hay aquello que le confiere al sueño su calidad de pesadilla, ¿es otro que esa incertidumbre, esa imposibilidad de detener el movimiento del juego?1

Dice a-sí el soñador megalómano: si este juego es en efecto incontenible, indiferente en su proliferación al jugador, ¿es sin embargo, el jugador-otro, regulable en la virtualidad de su exégesis? ¿Es posible administrar, de manera aproximativa, el horizonte de las exégesis posibles de cierto delineable otro? ¿Puede que parezca no aparecer, la pesadilla, ante “los que viven como un exilio la necesidad de la interpretación”, ante los paladines de la metafísica aplicada, como una cuestión propiamente metafísica? Que la escena de la consumación se presente (ya) leída ante ellos en clave de, por ejemplo, escándalo. Por ejemplo, en tanto que “temor de echarse a un cuerpo compuesto, a una apariencia femenina troncal cuyos órganos de reproducción pueden descrubrirse animal-masculinos” (así, la copulación prevalecería ante –en detrimento de– la autosuficiencia del cuerpo sirenaico). Esta visión bisectriz de un cuerpo parte erótico, parte abyecto, de la piel porosa conviviendo problemáticamente con la piel muerta; en tanto que preserva la hipótesis del híbrido, ¿puede al mismo tiempo preguntarse por el modo de construirse de la hibridez? Embebiendo a un soñador-otro en las “faltas” psicoanalíticas y las literaturas de la “transgresión”, ¿pueden acecharlo las pesadillas metafísicas o le son sólo admisibles [como si fuesen asignables] las perturbaciones morales?2

En la cresta de ese signo interrogatorio, Mario se ríe. Cree que ante los hervores de este mar plata, entre los saltos antílopes de las sirenas blancas, las “perturbaciones morales” tienen el sinsabor de las impertinencias.

—En la excusa amancebada de esta playa, en la inofensiva coartada que la ficción no ha podido dejar de ser, las perturbaciones morales suena al estribillo prestado de otra metafísica.

Al recibir las frases de Mario con las manos en flor, yo también siento la gracia. En la línea frontal de agua de nácar, las cabelleras endrinas de dos sirenas mansas barren el témpano en que flotan. Aunque sus voces no rasgan todavía la arena, no remueven las perlas en irresistible concierto, el cuerpo iluminado en la superficie del agua hace las veces de una invitación a morir. 

Entonces siento que es un acto loable, el nuestro. Que Derrida apreciaría esta escenificación de la dimensión contemplativa de la seducción sirenaica: su apertura (nunca inaugural) en tanto que desmantelamiento de algunos presupuestos de la metafísica de la presencia. Mario apura que no está muy seguro de que hubiéramos hecho eso. Concede, acaso, que en tanto respuesta presuntamente anti-moral, asunción de la atracción por un cuerpo en su autonomía relativa respecto de los otros cuerpos, rechazo de su doble déficit; la frase que acabo de sentir tiene el carácter tímido y renunciable de un gesto. El color casi pálido de lo que llamamos, con licenciosa ingenuidad, las “buenas intenciones”3.

Mientras dejamos caer sobre la playa el peso de la tarde, una sombra nada delante del telón plástico del horizonte: cruza su fibra dorada e inasible con elegante indiferencia. En tanto vemos acercarse una tropa de sirenas jaspeadas, extinguidas por la dominancia súbita de los astros negros, sabemos que la posibilidad del avistaje ha de retraerse junto con la luz. Entonces nos retiramos a la espesura de una vegetación que, creciendo a la inverosímil velocidad de una selva fantástica, permite espiar el acercamiento de las sirenas a la orilla. Cuando el relato despliegue suficientemente la noche, estaremos listos para cazarlas.

 

 

II. Crónica de caza

Otra metafísica de la presencia que sería menos efectista y (sólo tal vez) más preciso llamar mitología.

 

Salen los lobos a dormir en tierra, en muchas isletas o partes de costas; tienen tan profundo y pesado sueño, roncan tan recios, que desde lejos se oye. Y así, muchas veces, en el sudor de la tierra durmiendo los matan de noche. En sus madrigueras de agua marina y grieta, esperan igual el día o la muerte; y en sus sueños los tambores del océano se confunden con los repiques de los trotes.

Con la distinción que la indiferencia presta a muertos y objetos, las sirenas hacen contornear sus escamas. Asoman sus caderas plateadas por el agua negra. Creo que nosotros no sabemos cazar; Derrida ha decidido, por ahora, no aparecer.

Cuando siento que aparecer no es “algo que le sea dado decidir”, lo hago surcar el barro oscuro en sandalias trenzadas; en pantalones cortos incómodos para la maraña selvática. Porque se ha entregado con resignación al capricho de una voluntad otra –o porque el propio movimiento de la diseminación lo salva indefinidamente de quedar asido, jamás, en lo que podamos llamar la voluntad– Derrida preserva en inquietante normalidad su expresión. Como si se vengara del sacrificio agreste con un antídoto francés, parece incluso aburrirse.

Mario sorprende su espalda abierta con la ternura de una palmada familiar. Para esquivar la posibilidad verosímil de otra palmada, Derrida toma –de un bolso cuyo frente surca el escudo de un club de fútbol argelino– los torsos de dos macizas jabalinas. Mientras las joyas que abigarran las armas le hacen las veces de un espejo de tocador, anuncia: con éstas mataremos.

A la observancia de un pasar turquesa y fugaz, Mario advierte que la sola posibilidad de la caza supone algunas premisas equívocas. Primera, en orden arbitrario o estético-discursivo: una metafísica de la presencia del cuerpo en tanto que cuerpo constante. Una incertidumbre menos vinculable con la (virtualidad de la) conducta del cuerpo, que con su estatuto. Hablar de un cuerpo capturable, señala Mario con los ojos prendidos, es asumir una masa lo suficientemente asible: a-fantasmática antes que dócil.

 

—Pero qué si la sirena fuese un punctum de materialidad ineluctable, intratable, siempre en el otro lado de la pertenencia, de cualquier pertenencia...

Qué si esa materialidad no pudiese permanecer apiñada en derredor de un puñal, compacta entre los brazos cansados de un marinero náufrago. Qué si estuviéramos atrayendo hacia nosotros (la interpretación de) la masa sirenaica, cargándola con el peso fatigoso de nuestros cuerpos. Si no hubiésemos preguntado nunca por la estabilidad de su estar-ahí.

Esta posibilidad de una densidad de fantasma –no reductible a las proyecciones holográficas, no asfixiada en los límites de los trucos mágicos descubribles– reverdece el prado de la violencia metafísica. Porque, si en el tiempo en que los Contratos se permitían la hermosura, “estipulábamos” dar a los hombres de la conquista:

Desde perlas a piedra-imanes, metales y piedras preciosas, hasta especies fabulosas, hombres y mujeres indias; sin despreciar las sirenas, amazonas, dríades, hamadríades y endriagos que pudieran resultar de alguna utilidad u operar como esparcimiento.

La puerilidad no se alojaba sólo la interpretación según la cual los cuerpos son apropiables y pasibles de ser administrados en tanto mercancías (la izquierda partidaria y las teorías decoloniales se amilanesarán en este regodeo). Antes bien, esa arbitrariedad se extendía sobre la presuposición de que todos los cuerpos son lo bastante estables, sólidos en los puntos de su movilidad, como para ser capturados.

Al tiempo en que es desanimado nuestro espíritu matador, Derrida renuncia al tedio facial. Sabe que nos ocupará –como si dijéramos “de ahora en más” a lo que nunca pudo ser de otro modo– el ingenio. Verdes de los días de la Aurora Boreal, de la menta a la que huelen los días de llovizna, los ojos de Mario alumbran los almendros. En el intervalo de esta iluminación blanca, mientras el pecho se estrecha sin éxito para demorar el instante, las frases que estoy por enunciar me aburren. Porque la coqueta estela del narcisismo sigue siendo suficiente confort, interrumpo: “la posibilidad del ser-fantasma señala, también, a la legalidad del cuerpo”. A los modos en los que le es dado operar, sobre o con él, a la Ley4.

 

Si estos modos de operar de la Ley comprenden, por lo menos: (1) jueces o guardianes que vigilan su cumplimiento o administran castigos por incumplimiento; entonces el verosímil que sustenta esta Ley supone una metafísica de la presencia estable de los cuerpos (cuerpos sobre los que es posible ejercer el peso de un castigo).

Pero si esta Ley opera, además: (2) como conjunto de reglas codificadas (archi-escritas) que regulan la virtualidad de los comportamientos potenciales (2’) En la forma del conocimiento del costo de una conducta en términos de su posterior castigo o compensación; entonces exige también: “la igualdad del amo y el siervo, en la medida en que ‘es evidente’ que los segundos deben ‘comprender’ las órdenes de los primeros para obedecerlas”5.

Ahora, complica Mario la intriga, la razón no “se pierde justo en el momento en el cual un hombre habla a un otro que no puede replicarle”; se vuelve absurda en cuanto que el otro es indiferente a (la lógica de) esa réplica. Al mismo tiempo, la peligrosidad de esa indiferencia se hace sólo visible cuando, en el cuerpo que ignora la dimensión legal de su conducta, es imposible inscribir un castigo.

Ante la fuente constantemente negra de la noche, el cuerpo incautivo de las sirenas persiste en su ondulación. Ayudando a Derrida a re-enfundar las armas, Mario canta que la manutención del mito, la adscripción violenta de las sirenas a una mitología, la construcción idealmente vigilada de una mito-lógica; resultan lo bastante eficaces para sostener el verosímil de la Ley.

—Conducir la existencia de las sirenas al territorio de la mitología, es
(antes incluso que arrojarlas a la ficción) forzarlas a “pertenecer al orden del discurso”.

En el juego de esta clausura, el contemplador –reconociendo la pertenencia de las sirenas a ese orden discursivo– tendería a auto-asignarse una anomalía, antes que a detenerse en los umbrales de la (ley de la) Ley. En el propio carácter tendencial y asintótico de esta estrategia, en su sangría constitutiva, estamos situados. A nuestro verosímil no atañe, sin embargo, la restauración de un orden: la restitución a las sirenas de su presunto carácter de verdad. Puestos a las suturas móviles de la espuma, a la escena de esta escritura piélago, nos mantiene lo suficientemente en vilo señalar la posibilidad de su materia: de sus hombros que asoman, con intermitencia de plata, ante el paisaje cromado de los planetas.

En la cadencia de la humedad selvática, los frutos del almendro sudan su corazón de azúcar; cuando el espesor del néctar demora el viento de la noche, auguramos la antesala de una siesta sobre la tierra. Mientras dura el instante de una duermevela conjunta, pregunto a Derrida –a modo de conclusión y a riesgo de una disrupción capitular– por la distancia entre estos dos tiempos: el tiempo de una caza sirenaica y el tiempo de una tesis. Comprendiendo que se trata de un efectismo forzado o de una proto-picardía adolescente, Derrida balbucea que, de estar narrativamente obligado a hacerlo, diría que hay una diferencia “de vínculo [del tiempo] respecto de su objeto” (no una distancia durativa). 

Con sorpresivo espíritu pedagógico, explica: si el tiempo de una tesis es siempre postergable, siempre interrumpible ante el umbral de su propia consumación, es porque su objeto puede permanecer irrealizado. Pero un objeto irrealizado presupone, también, la posibilidad inversa de su realización –en términos de la “personalidad jurídica” de ese objeto (la tesis) y no de la detentación potencial de lo que llamaremos su sentido. El tiempo de una caza sirenaica no compromete, en cambio, un instante postergado: es un tiempo imposible, salvo en la instancia de su enunciación. Sólo porque nos detiene algo como el verosímil –esas excusas irrastreables que lo construyen– este relato se guarda de enunciar: “y matamos con dos jabalinas de plata una tropa de sirenas”. 

Mientras la tela de mis párpados se aterciopela, la frase duele en la expresión de Mario como un lento recogimiento. Los aljibes de sus ojos que fueron gemas son lo último que veo antes de dormir

 

 

III. Audiencia de concierto

Casi exposición a una voz tal vez incomprendida en el (siempre) “todavía no” del ser-relativamente-a-la-muerte.

 

Volando entre la fría luna y la tierra, la Aurora cruza la noche como un aspa rosada y líquida. Puesta en la posición del gautama, los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, soy asaltada por su claridad matriarcal. Inclinada todavía sobre el barro selvático, puedo escuchar el éxodo de las poblaciones nocturnas: el canto expatriado de los murciélagos y los peces de fuego.

Felizmente, sus voces me recuerdan a la adyacencia de la playa. A la frontera –sólo decible cada vez– entre selva y arena. Porque las manos de Mario han sido puestas a trabajar los maderos, porque en la orilla se yergue una escalinata de allozo a medio hacer, interpreto que no es temprano. Interpreto, también, que Derrida se ha fugado en el salto de página.

Ante el paisaje incivil del mar, durante el tiempo de esta formulación oximorónica, la escena está por disponerse. En un instante fugado del propio tiempo del paisaje –el que requiere para diferir del “espacio” como tal– nuestros escudos esperan repartirse. Sobre las gradas con perfume de almendra, encima de sus ornamentos vegetales, algunos útiles aguardan una asignación narrativa: Cuatro esferas de cerilla tibia; un filamento de terciopelo; un folleto turístico o bestiario de bolsillo. Cuando tapamos nuestros oídos con la densidad de la cera (y la elección oscurece a los marineros homéricos) es evidente que ataremos a Derrida.

En la superficie del folleto informativo, en sus aletas preeminentemente iconográficas, se lee “Sobre el objeto del concierto”:

Las sirenas no son más que canto. Su música es todo lo contrario de un himno. Ninguna presencia brilla en sus palabras inmortales; sólo la promesa de un canto futuro recorre su melodía. Y seducen no tanto por lo que dejan oír, cuanto por lo que brilla en la lejanía de sus palabras, el porvenir de lo que están diciendo... Su fascinación no nace de su canto actual, sino de lo que promete que será ese canto.

Incluso al borde de las voces, antes que ellas, suena a ficción la proposición epigráfica. Con los labios descarnados de un deseante, y porque no nos es dada la enunciación simultánea, Mario (me) interrumpe para anunciar “ciertas premisas opinables”.

Primer movimiento: aún de no poder afirmarse una “dimensión contemplativa de la seducción sirenaica”, la identidad entre la sirena y el canto expropia a la voz del cuerpo. Reduce a la impertinencia o a la inmaterialidad el espesor del cuerpo fantasmático. Al colocar en un más acá del límite de la consideración la liviandad de su materia, priva a la masa sirenaica de (las posibilidades de) su estatuto corporal. La operación reenvía, entonces, a la radicalización del artificio de la preponderancia: mientras se hace aparecer a la sirena en tanto que voz, el cuerpo entero acecha en la elipsis. Pero esta jerarquía voz/cuerpo, esta identidad entre el ser y la voz o esta construcción de la voz en tanto que ser, compromete una operación hermenéutica violenta: una (suerte de) clausura. Un paso más lejos en la aventura exegética, ¿es posible leer en el relato una realización fantástica de la fascinación de la voz en tanto que ser-ahí?

Segundo movimiento: el canto opera como –incluso, significa– promesa. Esta premisa (me) invita a detenernos, en tanto el halo semántico de la palabra "promesa" pareciera alentar el movimiento de la diseminación. Todavía cuando la promesa fuera “del porvenir”, aún si remitiera a un carácter de adelanto de lo que no se revelará nunca de todos modos, su asociación unívoca al canto tiene un carácter simbólico. Construye símbolo, todavía si “[esta promesa] reúne desde ese momento la lengua, la lengua prometida o amenazada y viceversa, reunida en su misma diseminación”. En el gesto de esa construcción, la reducción de la melodía a la promesa opera como clausura del sentido de la voz; aun cuando se postule que el “ser-promesa” de la promesa es su darse-a-un-futuro-nunca-enunciable-en-un-presente. No antes, esta clausura hace nacer “la fascinación del canto” de lo que éste promete (por añadidura, ¿el canto debe fascinar?)6.

Pero además de señalar cierto capricho, la “puesta al servicio” de la sirena a un inverosímil analítico, el alcance de este inverosímil presupone también lo que nos es dado llamar (capciosamente) un provincianismo humanista. Al afirmar, como en el instante atrevido de una licencia literaria, que “sólo la promesa de un canto futuro recorre su melodía [la del canto sirenaico]”, la promesa prevé una promesa-para-quién. Supone un interlocutor para el que la promesa debe ser comprensible, aunque éste no se haga nunca presente en-situación. En situación, el interlocutor puede ser actualizado por cualquier miembro del “nosotros” exclusivo que conforman para el caso “los hombres” 7. Pero qué si la conducta de las sirenas no se ciñese, no señalase siquiera, a un comportamiento depredador: qué si (re) escribiésemos, con humildad a-egocéntrica: “He escuchado el canto de las sirenas / No creo que canten para mí”.

Como si descentrarnos fuese una posibilidad impropia, el provincianismo persiste: La  “música” de las sirenas “es todo lo contrario de un himno”. Atravesando la interpretación según la cual la voz es música y la música-es (puede ser X), ¿qué corrobora que su otro es en este caso el himno? ¿Cuál es el terreno de mutua traducibilidad entre la voz de las sirenas y la archi-escritura de las lenguas de “los hombres”, como para demarcar que la melodía de la primera es aquello que un himno no? ¿Cuál es el tiempo de ese demarcamiento territorial, si –a la vez que la voz se abre al (re)conocimiento– tiene el poder performativo de capturarnos el cuerpo? ¿Qué tiempo viable es el de la inscripción del intercambio entre voces, si éste es siempre disimétrico, demasiado breve por la desaparición o el aborto de la parte “nosotros”? Inclusive: de la imposibilidad de un intervalo en que las marcas de la voz sirenaica pudiesen reposar para reconocerse, de la inviabilidad de ese instante en que se decidiera su pertenencia a un código traducible, ¿se sigue su inarticulación lingüística, su abrirse en tanto aquello-que-se-cierra al logos?

Quizás no. Pero del lado de los vivos, del lado de la construcción del verosímil de la Ley, la (presunta) apropiación de la voz de quien podemos llamar el otro, no requiere de la instancia del diálogo8. Mientras el otro no aparezca para interrumpir este más-acá, para negociar la violencia de la interpretación de sí, podemos cómodamente enunciar: la única unidad de sentido por la que nos es dado traducir el canto sirenaico, es (aunque nunca idéntica) La Promesa del Canto por Venir. Porque –valga en su contra este injerto– “en un sentido, nada es intraducible, pero en otro sentido, todo lo es (...) inventa por lo tanto en tu lengua si puedes o quieres entender la mía”.

¿Pero habilita, esta coartada, la extensión de la metáfora según la cual las sirenas “no seducen tanto por lo que dejan oír, cuanto por lo que brilla en la lejanía de sus palabras”?

 

—No nos suspendamos, ahora, en lo. Este gesto de detención, de localización de un significado trascendental transferible por medio de la voz, estamos en condiciones de dejarlo inferirse.

¿Qué obliga, sin embargo, el efecto de seducción? ¿Cómo podemos asegurar que la voz de las sirenas seduce en todos los casos (aunque el nuestro sea uno y nunca el único)? Aun si así fuera, ¿puede ser seducir aquello que hacen, privativamente, como si de nuevo estuviese la voz dispuesta para “nosotros”? ¿No participa, también la nuestra, de una interpretación provincianista (¡de una moral!)?

Por lo menos, sugiero a Mario en ademán consolatorio, no firmamos la frase estrella de la metafísica: “ninguna presencia brilla en sus palabras inmortales”. Mientras se ríe porque sabe que es sólo parcialmente cierto, nos acordamos en concurrencia inenarrable que estamos leyéndonos los labios. Que, porque tenemos las ceras colocadas, sobra un filamento de pana azul. Sólo entonces, invocamos a Derrida.

v

            Al sentarlo en la escalinata, sus antebrazos brillan como agujas. Se estiran, sin embargo, con la docilidad del pétalo. Mientras las fibras del terciopelo merodean sus puños, el temor entumece los ángulos de la expresión. Con la ingenuidad arrogante que nos enseñaron los héroes, como si el miedo fuese por defecto a la muerte, prometemos que lo dejaremos vivir. Pero un capricho (y no uno fundamental) me incomoda en esta promesa: el verosímil de un Derrida puesto a estos límites, llevado a estos confines fronterizos, podría ser más espinoso. Antes incluso, podría serlo la muerte.

Porque, ¿no podría objetársenos que –en terrorífica nivelación con la antropología, con la psicología– hubiésemos pre-concebido el concepto de muerte; que hubiéramos atravesado, sin detenernos, la distinción fallecer/perecer/propiamente-morir? ¿Podríamos evadir, por la velocidad de la captura sirenaica, la experiencia del deceso? ¿A qué instancia –en una disociación temporal sólo pensable– sería más verosímil que Derrida temiera? ¿Qué tipo, si nos es dado este coloquialismo salvaje, es verosímil que piense en la analítica existencial del Dasein ante la inminencia de su perecimiento? El mismo que nos objetaría, probablemente, la elección aquí de la palabra “inminencia” (¿o no es, acaso, siempre, demasiado tarde o demasiado pronto?). 

¿Podríamos pensar que estamos, que lo hemos hecho arribar, que hemos vuelto a Derrida el arribante a contratiempo de una cita consigo mismo? Que lo hemos traído allí donde se espera el uno al otro, sabiendo a priori de forma absolutamente innegable que, al ser siempre la vida demasiado corta, el uno espera en ella al otro, pues el uno y el otro no llegan nunca juntos a aquella, a aquella cita... ¿Teme encontrarse, Derrida, esperándose, en estos límites? O se espera al mismo tiempo alguna otra cosa, que alguna otra cosa llegue, como lo cualquier/radicalmente otro que él mientras se auto-precede en temporalidad insincronizable. Ese que se auto-precede en este borde, ¿es el poder-ser más propio de sí mismo?, ¿aparece la muerte como su posibilidad más propia de ser en tanto que su propia imposibilidad?

Narrativamente, hemos llegado a una coordenada intrigante. Nos hemos hecho llegar aquí, como si pudiésemos decirlo, a propósito. Exhausto del hacinamiento de sus “pensamientos lineales”, Mario me cede el espacio de la palabra. Y esto porque me pregunto, con pocas armas (pero si no son nunca suficientes...) algunas cuestiones; porque me despiertan, ciertas afirmaciones categóricas, algunos sentimientos personales. Por caso: “La muerte como posibilidad más propia del [digámoslo] Dasein en tanto que su propia imposibilidad”. Fuera o no en la muerte la posibilidad más propia de ser del Dasein, ¿no es sospechable el pensamiento de la muerte en tanto que posibilidad? Si la muerte es la imposibilidad de ser del Dasein, la posibilidad de ser posible, ¿es propia del Dasein o de la muerte? ¿es la muerte, alguna vez, una posibilidad-entre-otras al Dasein? 10 Aun si no hubiésemos dejado nunca de hablar de la muerte como tal, de ese horizonte, de este testimonio del fin del propiamente morir, ¿son éstos, alguna vez, una alternativa? ¿Existe la posibilidad de no inscribir cada vez ese límite en el siempre todavía no del ser-relativamente-a-la-muerte? ¿Cada enunciación no lo borra y remarca a la vez; no inscribe el ser-aquí y el aquí mismo en el que se es (en el que se puede seguir siendo)?9¿La posibilidad de un poder no-estar-ya-aquí o de un ya-no-poder-estar-aquí como Dasein, de sólo estar una vez, en cuanto este ejemplar, sobre la tierra, y que ningún azar, por singular que sea, pueda reunir aquí nuevamente “eso que él mismo es”; no está ella implicada en toda escritura, en toda muerte como tal? –¿pero son, la experiencia del propiamente morir o la archi-escritura, posibilidades del Dasein? ¿podría no poder señalar la muerte como tal, podría no estar siempre escribiéndola?

De nuevo: la posibilidad de poder lo imposible vuelve a abrirse al nombrarla (al llamarla como tal, la posibilidad de no poder es también pensable).11 Y quizás, interrumpe Mario en aburrimiento de años, no importe exactamente tanto. Tal vez, cercar a dónde hemos traído a Derrida en mañana sabática, sea también un gesto de clausura: un violento hacer significar la orilla. Pero imposible: si la identidad de este límite debe permanecer –no puede sino– permanecer indecidida, si lo que sea aquí, de este lado, es sólo siempre pensable en términos del allí (¿seremos tan arrogantes de creer que la labilidad de los límites es sólo aquí-lingüística, que allí no se pliega –no se ondula– a instancias de “nosotros”?); entonces añadiremos sólo un adverbio de modo. Sea aquí donde fuere, está ocurriendo hermosamente.

Y ocurren: la máscara de oro del sol al mediodía, los rayos que trepan sus curvas como hidra; los labios florecidos de Mario que anuncian, con puntualidad de relato, ahora es tiempo. Con la simultaneidad sincrónica de la técnica, con el esplendor de la naturaleza fantástica, las bocas de las sirenas están por abrirse. Por remarcar, con extraño rigor ageométrico, los agujeros negros de sus rostros. Mientras Mario le toma la mano de mártir, quizás Derrida ya no tema. Quizás no haya leído nunca así –en efecto– el peso del martirio. Al estirarse la temporalidad elástica, le pregunto si acaso no estaremos a punto: si hemos sido embaucados en el siempre “todavía no” de esta antesala. Cuando el cielo se prende como madrugada de incendio, como imaginamos que se descubre el secreto de los imperios; cuando asoman las branquias de los médanos líquidos, la escena se cierra.

 

 

IV. Espacio para el apéndice

(la posibilidad de) Las “confusiones” lingüísticas o las “confusiones” lingüísticas como posibilidad.

 

Móvil en los escalones de almendro, el folleto no acaba con nosotros. Sobre la piel de sus páginas flacas, se abre un subtítulo entre etimológico e historiográfico: “Breve historia y genealogía también breve de las concertistas sirenas”. Trepadas a los ojos las frases, dicen:

...Homero descuidó describirlas físicamente, quizás porque era notorio lo que después se olvidó: eran mujeres-pájaros. En el cambio de especie zoológica, obró en su favor cierta confusión lingüística debida a homofonía o paronimia. Ala y aleta, en griego, se designan con la misma palabra, pteruguion, y en latín, entre pennis ypinnis (pluma y aleta) hay apenas una vocal de diferencia.

Al rehilar el imaginario de mi lectura –suponiendo que el sintagma pueda rehacerlo alguna vez (que alguna vez sea posible rehacerlo)– invoco primero el descuido homérico. El instante partido, ancestral, en que Homero “descuida” la descripción física y “se olvida” después de que las sirenas “eran mujeres-pájaro”. En segundo lugar, en el lugar remático, queda repitiéndose cierta confusión lingüística. Elevada en el firmamento mental, apartada de sus compañeras contiguas, “confusión” sube.

¿Pero debemos interpretar, acaso, que las escamas puestas a la intermitencia solar, sus superficies dorado y púrpura, la danza blanca de las colas de nácar, las trenzas pálidas de sus dibujos en el agua; debemos decir de ellas, acaso, que se desprenden de una “confusión”? ¿Que se despierta, su imagen irisada, como el resto lógico de un desvío (como el naufragio de un “error comunicacional”)? ¿Nos es dado sofocar a las branquias, a su pausada respiración turquesa, en el caso clínico del homónimo?

 

La instancia del reinjerto o del intercambio fonemático: ¿son posibilidades constitutivas o riesgos excepcionales? ¿Son aquellas, cuando construyen “las pieles tornasol”, “las texturas coartadas de las membranas”, palabras escapadas? ¿Hubo identidad a la que estos significantes pudieran, alguna vez, volver propiamente? ¿Importa, entre “las hélices centenarias de los caracoles de plata”, seguir hablando de (“con”) propiedad? ¿Nos interpela en algún tiempo la apropiación? O nos basta, descalzados los tobillos colgantes, con escribir:

—Móviles las tumbas de los pies en la arena, la ribera en que sudan las pieles como néctar (en que crecen los brotes de la selva hasta el agua, en que duermen los lomos de los lobos de noche); lábil la escena a la que fuimos traídos, ese punto al que estamos como siendo llevados, este horizonte aunque indecidible y líquido, qué hermoso.

 

 

 

 

Notas

[1] Este soñador “se siente a sí mismo como determinador de los valores, no tiene necesidad de dejarse autorizar, su juicio es: «lo que me es perjudicial a mí, es perjudicial en sí»” (o bien: ¿es posible que, lo que me es perjudicial a mí, pueda aparecer ante otro como perjudicial en sí? Pero en esta megalomanía hermenéutica, “lo” vibra menos en el des-cubrirse de la escena de la consumación sirenaica, que en la imposibilidad constitutiva de circunscribir el terreno de su interpretación. La pesadilla es “nunca del todo clausurable”).

2 “la «naturaleza» que hay en ella [esta moral] enseña a odiar el laisser aller, la libertad excesiva, e implanta la [ilusión de] necesidad de horizontes limitados, de tareas próximas –enseña el estrechamiento de la perspectiva”.

3 “Los lazos con los que se ha ligado irrevocablemente a la praxis mantienen, a su vez, a las sirenas lejos de la praxis: su seducción es convertida y neutralizada en mero objeto de contemplación, en arte”. Si no funcionara ésta como una excusa para acusar mi desacuerdo con este fragmento, si este fragmento no constituyese una forma de (re)volver al sentimiento autorreferencial de confort para con una tarea interpretativa [presuntamente] realizada; entonces hubiera omitido de la cita “en arte”.

4 ¿Ley? sust. “conjunto de leyes que tienen todas ellas una historia, a pesar de que el discurso que las justifica pretende a menudo arraigarlas en leyes naturales”.

sust. “que exige y garantiza la diferencia entre la realidad presupuesta del autor portador del nombre, registrado en el censo bajo la autoridad del Estado, y por otra parte, la ficción de los personajes en el seno del relato”.

5 Una cita llena de pinzas. Otras orillas servirán de coartada para discutir la arbitrariedad de esta (supuesta) verificación de la igualdad de las inteligencias.

6 A pesar de permanecer siempre “indefinido”, “lo” es suficiente para acusar la localización de un origen y la geografía de un fin (y a la vez, nunca).

7 Hombres en mayúscula, demasiada investidura a la especie; Dasein, demasiada arrogancia ¿No perfuma el machismo, acaso, este relato de provincia?

8 “Esta situación excepcional es al mismo tiempo ejemplar (...) representa o refleja una especie de alienación originaria que instituye a toda lengua como lengua del otro: la imposible propiedad de una lengua. Pero en ello radica lo que permite re-politizar lo que está en juego. Allí donde no existe la propiedad natural y tampoco el derecho de propiedad en general, allí donde se reconoce esa des-apropiación, es posible y se vuelve más necesario que nunca identificar, a veces para combatirlos, movimientos, fantasmas, ‘ideologías’, ‘fetichizaciones’ y simbólicas de la apropiación”. La negrita es nuestra. 

9  O viceversa: ¿no señala o no está siendo señalado por el alcance, por la necesidad, por la supervivencia del allí?

10  Pero, quizás con predisposición concesiva (¿contextual?), podríamos haber interpretado ciertas palabras de otro modo. En la frase: “la muerte como posibilidad más propia del Dasein en tanto que su propia imposibilidad”, “más propia” podría menos comprenderse en términos de su versión más acabada que en tanto que privativa de: sólo el Dasein puede propiamente morir. Pero además, el Dasein en tanto que Dasein: ¿puede o no morir propiamente?, ¿se abre aquí la disyuntiva en que su “posibilidad” funciona como “una opción entre otras”? O bien: dado que el Dasein no puede sino morir propiamente, tiene que poder –tener la facultad de, la constitución dispuesta para– propiamente morir. En esta enunciación de casi inexplicable redundancia, de una cacofonía insoportable, me interesa remarcar cómo opera, cuán lejos de la “alternativa”, la palabra “poder”, el ser posible, la posibilidad.

11 O tal vez sea asimismo pensable toda vez que no se la está llamando. La imposibilidad merodea –construye– el territorio de lo posible en tanto que posible.

 

 

Romina Wainberg nació en Buenos Aires en 1989. Se formó tempranamente como bailarina clásica y programadora informática de lenguajes orientados a objetos, para luego estudiar Especialización en Escritura Narrativa en Casa de Letras, Escuela de Oralidad y Escritura. En la actualidad, se desempeña como redactora fantasma y editora en la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES) y cursa la carrera de Licenciatura en Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA). 

 

Keywords: Derrida; sirenas; orillas; diseminación; diferencia.

 

Romina Wainberg nació en Buenos Aires en 1989. Se formó tempranamente como bailarina clásica y programadora informática de lenguajes orientados a objetos, para luego estudiar Especialización en Escritura Narrativa en Casa de Letras, Escuela de Oralidad y Escritura. En la actualidad, se desempeña como redactora fantasma y editora en la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES) y cursa la carrera de Licenciatura en Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA). 

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