Podría ser Julio, Esteban, Alfredo o Frot, quien lo dice; o podría ser alguna de las mujeres, presencias sugestivas y determinantes en la construcción de esa existencia que nos propone el texto (las mujeres son un punto de vista), donde los personajes escriben sobre sí y sobre el otro –cada uno le hace hacer al otro su vida– disolviendo los límites, desdoblando la realidad hasta el extremo de la multiplicidad.
También el límite entre lo que se narra y la maquinaria que urde la trama es difuso, y es el lector quién debe ajustar el enfoque, atendiendo a los distintos puntos de vista.
Empleando el mismo recurso que se precisa para tomar una fotografía, el lector observa la escena desde la distancia que le otorga la lente, e intenta capturar la imagen que se propone. ¿Lo consigue? No del todo, porque el entramado con el que se teje la novela, se compone de capas superpuestas que alejan el objetivo. La tarea será nuevamente, volver a enfocar o ¿mover el punto? para poder continuar.
No pude dejar de asociar entonces el oficio de la autora de esta novela, la fotografía, con su escritura, pensando o trayendo a mi memoria que la fotografía deriva etimológicamente de dos voces griegas photos (luz) y graphein o graphos (escribir-dibujar). La foto sería entonces producto de esa doble combinación entre un escribir-dibujar y la luz, escribir/grabar con la luz, términos que se repiten con insistencia en este texto:
… la propia silueta enmarcada en la misma luz sin movimiento se notaba que hasta el tiempo parecía detenido…
… Cerré los ojos y como tantas veces me puse a pensar en lo que había escrito, y en lo que quería escribir…
Aunque, es otra también la palabra que se pronuncia desde el inicio: “muerte”, que ya aparece como una posibilidad en el primer capítulo –… Y lo supe porque se me metió esa idea de que, si ella era la muerte, entonces, no sería mala idea matar a la muerte–, como una acción que se llevará a cabo, un crimen; porque como señala una de las voces no importa quién muera en este relato.
Mujer, luz, escritura, muerte.
Señala Francisco Umbral en una de sus novelas –y reparo en esta similitud encadenada de las lecturas, tan disímiles en apariencia, asociadas por mi yo lector–: …Porque poseyendo a una mujer se posee algo más […] esa plenitud tan ligera en la que uno cae como en una muerte que no fuese la muerte, sino esa cosa dulce y vertiginosa que debiera ser la muerte. Y no pude dejar de traerlo a esta reseña por su resonancia con Mover el punto, por lo que precede y lo que queda después del vínculo.
En la novela de Abregú la mujer-muerte es una presencia ante Julio, y lo es también para Esteban que escribe a Julio; y a su vez Julio que escribe a Esteban. También lo son Jimena y Carla, y lo son Nora y Sofía.
En el relato, la acción se detiene (como en el deseo del milagro secreto) y regresa a las voces, porque poco importa la trama y leemos como a través del lente de una cámara, ajustando la óptica, recortando el punto, para lograr captar el leve movimiento de la luz, ese que penetra insinuante, por ejemplo, a través de la ventana de un bar, donde dos mujeres se miran y cuchichean. Solo el ojo atento puede dar cuenta de ello y descubrir lo entramado en ese juego de luces y sombras; tal vez persiguiendo como un detective, como nos propone la novela, tras las huellas impalpables del trazo.
Se consigue en Amazon: Mover el punto.
Ana Abregú.
www.metaliteratura.com.ar
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