Encontré a una mujer que habla como yo. Estaba en el tubo del subte al lado mio. Entre sus piernas se asomaba un perrito peludo y ella le hablaba así como hablo yo y pronto nos pusimos a charlar. Por momentos desvariaba. Había algo en las costras de la piel de sus brazos y el desorden del pelo que indicaba adicción. ¿A qué? ¿Cómo saberlo? A esta altura somos todos adictos a algo y con más o menos suerte lo mostramos en el discurso; en estos días, desvaríos o no, hablo con cualquiera con quien logre comunicarme.
Viajamos dos estaciones charlando y cuando se abrieron las puertas del tubo nos vino todo ese olor, ese olor ubicuo y cálido que sé que cuando nos hagan irnos también de acá, voy a seguir recordando como olor a Alexanderplatz.
-A mí me hace pensar en pretzels, en los pretzel cocinados y vendidos y comprados acá bajo tierra. Decenios de horneado llenan los túneles. En ninguna otra estación bajo tierra se cocina y compra y vende como en esta. Es inevitable que quede el olor.
Puede ser. Pero ya no me importaba el olor a Alexanderplatz, sino que la mujer dejó de caminar y me enfrentó para despedirse de mí. Yo no la quería dejar ir, no la podía dejar ir, era la primera persona con la que me comunicaba después de semanas. Tenía que apurarme y pensar algo que la retuviera:
-¿Subiste a la torre alguna vez?
Me miró fijo a los ojos entre alguna maraña de pelo. Estaba midiendo lo sorpresivo de mi entusiasmo.
-No.
-¿Subimos?
Me miró un rato más, largo, tal vez sorprendida de qué lado quedaban los desvaríos ahora.
-Ok.
Caminamos despacio hasta la salida del subte en silencio, escuchando el castañeteo de las pisadas del perrito por las escaleras. El sonido me hacía sonreír y me enterneció. Tenía un poco de ganas de abrazar a la mujer, pero no quería espantarla. En la superficie el aire cortaba la piel, no eran días para andar por la superficie. Su perro gemía y tiraba de la correa queriendo volver al calor de los túneles. Yo lo hubiese levantado en brazos para refugiarlo en mi
sobretodo pero la mujer no le prestaba atención y en los momentos iniciales de una amistad, es recomendable no importunar al otro.
Dejamos que una ráfaga de hielo pasara y corrimos hacia la entrada de la torre. A mitad de camino, otra rafaga nos volteó y nos obligó a escondernos en un portal. Quedamos paradas tan juntas que el vapor de nuestras bocas se unían en una bocanada antes de subir hacía el cielo.
El cielo, mientras tanto, estaba azul como un milagro que durase dos minutos.
-¿Cómo te llamas?
-Iara- me dijo. Le hubiese preguntado si vivía en una vivienda social, pero mejor era esperar a que fuéramos más íntimas.
De Iara emanaba un olor particular, almendrado y agrio, pensé que saldría de una costra abierta detrás de su oreja. Ese olor me va a recordar a Iara en años por venir. Volvimos a correr cuando pasó el último rastro de aire frío.
A los perros no se les permite el ingreso a la torre, dice un dibujo en la puerta.
Empecé a ver en los gestos de Iara una disculpa, un saludo, se quería ir y esta era su oportunidad. La convencí con apenas un poco de insistencia; encontramos un lugar donde dejarlo atado bien amparado. Al fin y al cabo, era solo subir y bajar y no quería otra vez estar arriba, allá, sola, rodeada de gente pero extraña, rodeada de extraños. A Iara podría comentarle cada ocurrencia de mi cabeza, y ella, todos sus desvaríos. Y sería divertido.
Mientras esperamos el ascensor me puse tal vez un poco excitada y verborrágica, hablé de los 300 metros que íbamos a subir, del café que nos íbamos a tomar arriba, del mapa de la ciudad que íbamos a explorar abajo. Tal vez por eso, cuando subí al ascensor, Iara ya no estaba al lado mío. Hay una ventana en el techo del ascensor por la que mirar la torre hueca. Me angustia definitivamente. Arriba, di una vuelta entera en silencio, un silencio más callado que el de la soledad, estoy extraña, entre extraños, que hablan entre ellos en lenguas.
El mapa de la ciudad abajo es como de cartón, inmóvil y deshabitado, y está escrito en arquitectura. Al recorrerlo, entendì dónde estaba yo y dónde estaban Iara y el perrito, y dónde la casa donde tengo mi habitación, todas las iglesias rotas y el río congelado. Aunque habìa gruesos vidrios de por medio, pude sentir el olor del frío.
El perrito seguía atado gimiendo de frío cuando finalmente bajé. Lo desaté y caminamos juntos de regreso al subte. Mi perrito y yo pensamos que todo esto que nos pasa es inurbano.
Ana Abreg�.
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